domingo, 24 de enero de 2016

PSICOLOGÍA DE LA FEMINOFILIA

Kim Pérez

Feminofilia es una palabra que me parece que ha surgido en el ámbito lingüístico hispano; significa “amor a la mujer” en un contexto transgenérico. Con mayor precisión, le corresponde la palabra autoginefilia, que en el ámbito científico significa, empezando por el final, “amor a la mujer dentro de sí”, empleada por Ray Blanchard, psicólogo clínico, en 1989.

Para muchas personas XY en especial resulta muy difícil adaptarse a la masculinidad ambiental. Esto puede suceder porque algunos temperamentos, incluso masculinos, se consideran incompatibles con una masculinidad excesivamente competitìva, acometedora o ruda, dominadora, darwiniana, que nuestra cultura ha establecido como ideal, hasta normativo, castigando a quienes no lo quisieran o pudieran seguir.

O también, tristemente, porque a veces ha habido menores que, en una edad crucial, se han visto enfrentados con el modelo paterno, porque les haya negado su aprecio o incluso les haya maltratado. Encontrando siempre una precariedad en el sentimiento de su masculinidad, o incluso un rechazo muy profundo.

La identidad feminófila está encabezada por un “yo no quiero ser”. Lo masculino se rechaza como una parte de la realidad, que se descubre de pronto, que es muy desagradable, y que para colmo, está en la misma persona, pareciendo incluso que constituye su ser a los ojos ajenos.

Y sin embargo el indefinible olor de los andrógenos, las feromonas masculinas cuando llenan el aire, las bromas masculinas, los gestos masculinos, resultan profundamente repulsivos. Se siente que no deberían existir. No deberían estar incluidos en el Universo. La persona feminófila es lo contrario de un homosexual, aunque puede aceptarlo en la medida en que es menos masculino.

El yo profundo de la persona trans feminófila se siente ajeno a su propia naturaleza masculina, como si tuviera que navegar en una nave que rechaza. Es una experiencia profundamente humana. La puede entender sólo quien sepa que su yo que mira es distinto de su yo corporal, lo que su yo mira.

Es como una experiencia de sorpresa. Se ve con distanciamiento no sólo el propio cuerpo, sino los sentimientos que nacen de ese cuerpo, los rasgos temperamentales, por ejemplo, los instintos sexuales. Se ve que emerge de él una personalidad masculina, pero desde el centro del propio ser se rechaza esa personalidad.

Hay una realidad humana que es la distancia con los propios sentimientos. Muchas veces éstos nos sorprenden y nos extrañan. Nos vemos sintiendo lo que nunca podríamos haber pensado que sentiríamos y podemos juzgar esos sentimientos, como aceptables o como inaceptables.

Esta distancia es la que objetivamente separa el yo del cuerpo. Yo tengo plena conciencia de mi subjetividad, de mi pensamiento que ahora veo funcionando, pero no tengo plena conciencia de mi corporalidad, Siento sus efectos en un centro de percepciones que está cerca de este yo, que siente bienestar o malestar, placer o dolor, lo que se ha llamado el sentido interno, pero lo desconoce todo acerca de sus procesos propios.

El cuerpo es una máquina maravillosamente diseñada, que podemos llevar aquí o allá, de la que podemos servirnos, a la que podemos mandar dentro de ciertos límites, pero distinta de mí. En este momento estoy respirando, pero no sé qué estoy haciendo para respirar, desconozco los procesos químicos que se están produciendo y cómo se producen. He aprendido que tengo bazo, estará funcionando, supongo, pero no sé lo que hace. Veo aparecer en mí algunos sentimientos sexuados, no veo aparecer otros, y no sé por qué.

En este caso, como suponen una interrelación extensísima con otras personas, que constituye la base de mi ser social, puedo saber si me gusta o me disgusta lo que veo aparecer en mí. Veo sentimientos masculinos (como otras personas ven aparecer sentimientos femeninos) y los rechazo (como otros yoes pueden rechazar los femeninos)

Este rechazo surge de más hondo que la experiencia biográfica, con sus altos y bajos. Puede surgir en edades muy tempranas, cinco años, por ejemplo. Puede no haber factores previos, sucedidos que contar. De pronto, se mira hacia un niño de la misma edad, y resulta desagradable, repulsivo. Puede ser una experiencia intermasculina, básica, del equipamiento de fábrica con el que venimos, pero yo, quien miro, al conocerla, puedo decirme: “Yo no quiero ser así”. No es que el niño me haya hecho nada, no me ha pegado ni amenazado, es simplemente que no quiero ser como él, verme como él, que los demás me vean como él.

Es como si tuviera que reencarnarme, viera cómo puedo ser con un cuerpo determinado que todavía no tengo, y me dijera que no quiero tener ese cuerpo.

La palabra ser, en el sentido de verme con un cuerpo determinado, no se me aplica, porque yo no soy ese cuerpo, sino que tengo ese cuerpo. Las personas feas, tullidas, deformadas, saben de lo que estoy hablando. Son distintas de su cuerpo. Quienes las ven, a menudo se asombran: “¡Qué hermosa es por dentro!”

Por tanto, estamos hablando del centro de la condición humana y las personas trans feminófilas participan de él.
¿Por qué aceptamos o no aceptamos nuestro sexo? La mayor parte de las personas lo aceptan sin dificultad y hasta con gusto. Las personas feminófilas, no. Las personas feminófilas se sienten extrañas hasta con sus sentimientos. No es cuestión de afinidades o desafinidades entre sus sentimientos y los de otras personas, porque pueden tener sentimientos masculinos, pero no los aceptan. Puede ser que tengan también una diferencia entre sus sentimientos masculinos y los de otras personas, por ejemplo, la que nace de un sentimiento de ambigüedad, pero entonces ya no se trataría de un sentimiento de feminofilia pura, emparejado con otro de androfobia pura, sin paliativos.

Porque es verdad que en los hombres heteros suele haber un sentimiento de fuerte compañerismo con otros hombres, fundamento paradójico de su heterosexualidad porque se empareja con otro de extrañeza ante la mujer, de no compañerismo con ella, y de desearla justamente en su diferencia. Aprecian a los varones y desean a las mujeres. El primero de estos sentimientos no existe en las personas feminófilas.

No estoy hablando de que en ellas se intente dar la primacía a la voluntad sobre el ser, o pensar en lo que se quiere por encima de lo que se es, porque estoy hablando de dos niveles del ser, uno interior y otro exterior. Cada cual, entre los humanos, es algo y está en algo. Los humanos somos en el fondo seres sin circunstancias, conciencias puras, pero estamos en medio de  circunstancias espaciotemporales, biológicas o psicológicas.        

Puesta en lo que se es por dentro, la persona feminófila sabe que no quiere o no puede ser por fuera lo que es ni siquiera lo que siente. Mientras sólo puede decir “no quiero ser”, se encuentra sin consuelo, porque no podemos establecernos sólo en un no, y necesitamos encontrar un sí.

El recurso feminófilo consiste en la adopción del modelo femenino o materno, ya que el masculino o paterno está muy dificultado o imposibilitado en la práctica. Esta traslación del querer ser es en principio sólo la búsqueda de unas circunstancias en las que arraigarse.
 
Pero a continuación, o quizá inmediatamente, como consecuencia y no como causa, viene el placer. Éste puede venir por un automatismo biológico. En la mayoría de las personas XY la imagen de una mujer causa placer y cuando está más cerca, causa excitación. La fusión con la imagen de la mujer es una forma de cercanía imaginada, y por tanto, puede excitar. Pero el orden no es primero excitación y luego fusión, sino primero necesidad afectiva de fusión y luego excitación.

Por todo eso digo que la feminofilia tiene una función adaptativa; busca una adaptación mejor para sobrevivir ante estos conflictos, cuando llegan a ser graves. En este sentido, la feminofilia tiene un valor objetivo.

La intensa presencia del placer en la feminofilia puede preocupar en la medida en que fuera su principal contenido y por tanto pudiera atrapar a la voluntad como una adicción. De hecho, Ray Blanchard, psicólogo clínico pero no transexual ni feminófilo, ve este placer por fuera, en su sola apariencia, sin conocer por dentro las causas que llevo expuestas, y la considera una parafilia, es decir, un estímulo del placer sexual distinto del atractivo humano, como puede serlo el fetichismo (y de hecho, añado yo, las parafilias suelen ser adictivas) Y no es así, aunque en sus momentos iniciales y, sobre todo, en la soledad, puede serlo pasajeramente.

Hay placer en la feminofilia, pero no sólo placer. Hay también amor, deseo de la mujer, y ese verdadero amor puede estar lleno de ternura y de deseo de compañía mutua. Blanchard yerra cuando ve la feminofilia sólo como una parafilia, es decir como un estímulo erótico distinto del humano; yo creo que es un sentimiento unificado que puede empezar por ese automatismo que al establecerse como hábito lo refuerza y que culmina en el amor de compañía y de ternura mutua.

Pienso en personas a quienes conozco, con historias casi arquetípicas, pero reales. Una de ellas está permanentemente dolorida por el recuerdo de su padre, maltratador, muy refugiado en su madre, queriendo ser físicamente como las niñas desde los tres años, fascinado siempre por la ropa de mujer y muy amante de la mujer; este amor le permitió casarse, tuvo hijas, a las que quiso y no tuvo afortunadamente hijos, porque no hubiera podido quererlos; y su esposa le permitía el transvestismo en la casa; vivía equilibradamente y amantemente.

Pero el fin de su matrimonio, por otra razón, el apartamiento de sus hijas, le dejó a solas consigo misma, y en esta soledad la fascinación de la fusión con la imagen de la mujer actuó unilateralmente; decidió vivir como mujer y buscar así otra pareja, declarándose lesbiana, aunque su experiencia fuera tan distinta de las experiencias lésbicas; se operó, con esta esperanza, cuidó cuanto pudo su arreglo, su ropa, esperando que fuera fácil. Pero consiguió sólo frustración, a lo largo de diez años. Sin embargo, su historia es sencilla como historia de amor, porque desea sobre todo compañía, una plenitud casi extática en la que pueda gozar de un acompañamiento constante, la mano en la mano.

Esta historia no merece el nombre de parafilia. Hay más amor en ella que en muchas historias heteras. Y en los brillantes ojos de mi amiga, al ver a una mujer en la que ponga sus expectativas, entiendo ahora otros amores trans que he conocido, en los que una persona vive con tal amor la compañía de su mujer, que puede renunciar al deseo de hormonarse del todo, con tal de conservar la capacidad de unión corporal, que es lo único que ella le pide. O el de otra amiga, que después de su transición social, que fue demasiado para su esposa, sigue esperando pacientemente, año tras año, que su esposa vuelva a su lado, sin plantearse otra compañía.

En una forma que ha actuado como un mito colectivo, la historia de “La chica danesa”, Einar/ Lili, una historia feminófila, empieza por un momento de amor y termina en un momento de amor. El factor común de todas estas historias es un “quiero ser como tú”, que a veces, como en ésta última, puede ser aceptado.

Pero estamos hablando de un sentimiento de fusión que debe ser mantenido perfectamente lúcido para no ser contraproducente. Es verdad que su relación con el placer lo puede hacer literalmente enloquecedor, confinando a quien lo siente en su soledad.

Frente a la capacidad de amor que puede generar, amor de afinidad, no de complementariedad, puede quedar sólo en una experiencia personal. Un placer de sujeto, no de objeto. La dificultad de la relación XY y XX se ve minimizada en el plano de la fantasía sexual por una imagen de mujer que puede crearse inmediatamente, con sólo vestirse y arreglarse y aunque la persona permanece consciente de que es una imagen de sí misma y por tanto no la libera de la soledad, puede entretenerse con mecanismos narcisistas, tales como contemplar su cuerpo en el baño durante horas (lo cuenta Kathy Dee) o salir a la calle para ser mirada y admirada, cuando le es posible, o poner sus fotografías en las redes sociales o, más sencilla y mejor, compartir su nueva imagen en la compañía de amigos y amigas, riendo y charlando durante horas.

Vemos que en el proceso feminófilo se entra a menudo en un terreno imaginario, equivalente al de los mundos creados por la literatura y los juegos de rol.

En él, el impulso sexual, el deseo de gustar, el placer que produce, procura crear una imagen de mujer muy idealizada y a pretender que sea la imagen interior de quien la sueña. Lo primero se consigue con una práctica de arreglo, maquillaje, cambios en la corporalidad, cirugía genital o estética, lo segundo, afirmando una feminidad perfecta, que sólo haya tenido que liberarse para eclosionar. Pero ambos propósitos suponen una tensión continua, y una sensación de amargo fracaso en la medida en que no se consigan por el reconocimiento ajeno, sobre todo.

Puesto que la feminofilia es un intento de mejor adaptación, estos resultados serían deficientes a estos efectos. Pero es posible liberarse de esas angustias y mantener la esperanza buscando en todo momento una compañía real, una amistad por lo menos y un amor cuando sea posible, y en este caso, estar dispuesta a afrontar los sacrificios que el propio amor compense.

Por eso creo que limitar la experiencia feminófila a la sola racionalidad del análisis de Blanchard es poco. Vale la pena pensar que la lógica de un discurso puede limitar su alcance según su capacidad de expresión de la realidad.

Un discurso científico puede aportar determinadas informaciones, poner orden en ciertos hechos. Blanchard lo consigue, estableciendo, no sin un gran esfuerzo teóricopráctico, la primera clasificación de la experiencia trans de acuerdo con la orientación, y obteniendo dos categorías que, corrigiendo su vocabulario, son las de las personas MaF que aman a los hombres y las que aman a las mujeres. Pero estoy segura de que el lenguaje científico no puede dar cuenta de los matices de la realidad que he expuesto, y sin embargo son decisivos a la hora de valorar la experiencia feminófila en su conjunto.

El discurso de Blanchard es también matizado, en cuanto que distingue cuatro tipos de autoginefilia, la transvestista, la conductual, la fisiológica y la anatómica, según el énfasis que se adopte en la fusión con algunos u otros aspectos de la vida de la mujer, siendo la anatómica la que más lleva a la reasignación de sexo; por tanto, las diversas modalidades de la autoginefilia no corresponderían a una intensidad menor o mayor, cuantitativa, de la transvestista a la anatómica, por ejemplo, sino a la diferencia cualitativa del centro de la fantasía.

Es muy útil para valorar el punto de partida y cabe discutirlo racionalmente. Me parece que es posible introducir medidas cuantitativas en las diferencias cualitativas, de manera que se pueda distinguir el transgenerismo (transvestismo) ocasional del permanente, o las modificaciones corporales a las que se aspira, desde la hormonación menos o más extensa, a la orquidectomía, la emasculación o la reasignación genital.

Ha hecho suyo este discurso una persona transexual, la Doctora Anne Lawrence, que acaso lo valora precisamente por una crudeza que permite una claridad mayor sobre la propia experiencia y liberar los ojos de los sueños. Pero tengo que decir que, una vez despiertos, la realidad puede ser aceptable.

Sin embargo, volviendo a mis argumentos sobre la estructura del yo, dividido en yo interno y yo externo, puedo decir que una cosa es el “no quiero ser” y otra el “quiero ser”, y dentro de ésta segunda, una es el “puedo ser” y otra el “no puedo ser”; o una cosa es desear y otra que el deseo se haga realidad. Si yo me encuentro con la circunstancia de que soy fea, es natural que desee no ser fea, y puedo conseguirlo o más frecuentemente, no puedo conseguirlo.

Analizando la feminofilia en estos términos, una cosa es decirme “no quiero ser varón” y otra el “quiero ser mujer”, pero puesto que ser varón o mujer es una condición biológica que configura nuestro cuerpo y en él nuestro cerebro, sé que podré transformar mi apariencia corporal pero no mi condicionamiento cerebral. Mi misma feminofilia, mi deseo de ser mujer por mi amor por la mujer y mi repudio hacia el varón, es resultado de mi condicionamiento.

En este sentido, y mientras no sepamos cómo transformar el condicionamiento  cerebral, no sería posible pasar del “yo no quiero ser” al “yo quiero ser” y luego al “yo soy lo que quiero ser”.

Supongo que la solución que está al alcance de las personas feminófilas es tomar en cuenta todos los términos de esta secuencia.

Primero, “yo no quiero ser”, con plena conciencia del significado de este decir yo, sólo esa conciencia, distante de toda circunstancia, desnudo de cualquier adjetivo, casi como un asceta diciendo yo; y del significado de lo que no quiero, apareciendo a los propios ojos con toda nitidez como que es la masculinidad lo que no quiero ser y por qué no quiero serlo.

Segundo, “yo quiero ser”, mirando también con plena conciencia que quiero ser mujer, y del por qué, sabiendo que en primer lugar es lo que pretendo para encontrar un refugio a mi “no quiero ser” y en segundo lugar es un refugio en lo que amo.

Pero, paradójicamente, amo esto por lo que hay en mí o tengo de biológico, la masculinidad biológica atraída por la feminidad. Por tanto, debo asumir esta paradoja, por su valor de refugio.


Tercero, “yo soy lo que quiero ser”, equivalente a “yo quiero ser lo que soy”, asumiendo que en esta frase está contenido primero ese yo desencarnado y después, que ha llegado a ver lo que es, distinto de la masculinidad y no conseguirá ser una mujer como cualquiera sea, sino que acepta estar en una estructura sexual muy peculiar, que le concede justamente distanciarse de cualquier estructura sexual y ser humano e independiente, lo que, a mi entender, es dar un paso más en la condición humana. 

La feminofilia empieza por un sentimiento, que puede venir de causas menos o más fuertes y tener modulaciones de menor o mayor intensidad.

La menos intensa deja sitio para una identidad masculina, hetera, y para formas de expresión periódicas, que se entienden a veces como personalidades dobles y nombres dobles; lógicamente, creo que es mejor entenderse como una personalidad única, masculina, hetera y feminófila.

La feminofilia puede integrarse en esa única personalidad como un desahogo periódico de tensiones profundas que no son en su origen eróticas o sexuales, sino que guardan relación con ajustes o desajustes sociales, con rituales que simbolizan la voluntad de supervivencia en un medio hostil, incluso de fuertes traumas, y que sólo derivadamente tiene una función de estímulo sexual.    

No deja de ser hermosa la personalidad de un varón, expuesto en su niñez a fuertes sufrimientos, que los supera asumiendo la ropa de las mujeres, como seres también vulnerados. Quizá este significado esté latente en las mujeres que están dispuestas a amarlos, acaso a cuidarlos, acaso como representación humana de su propia voluntad de supervivencia.

El varón visto como compañero de experiencia humana, no como dominador en un plano todavía animal. Y ese compañerismo, representado por la falda.

Esa unión supone la sinceridad previa. A veces, por temor a perder a la mujer que ha llegado a la propia vida, o por la confianza en el propio amor, o por las dos cosas, quien tiene sentimientos feminófilos se ha dicho “Esto, me caso y se acaba”, y creo que no se acaba, porque forma parte de la estructura emocional de la persona; otras veces, se ha dicho, pero la mujer ha respondido: “Esto, con mi cariño se acaba”, lo que resulta también una confianza irreal.

Otras veces es verdad que la misma estructura de la personalidad de la pareja le hace no encontrar la manera de seguir adelante, y es frecuente que las parejas se deshagan, incluso habiendo un cariño real.

O puede ser que una negociación permita una convivencia (un poco triste), pero también es posible que la mujer encuentre razones emotivas e incluso de deseo para seguir adelante en esta relación.

Cuando los sentimientos feminófilos son más intensos, pueden dar lugar a un cambio permanente, y a una hormonación u operación (o varias formas de hormonación y varias formas de operación, como la estética de los caracteres secundarios, o la orquidectomía o la emasculación o la de reasignación genital)

Pero veo la feminofilia periódica y la permanente como dos variantes cuantitativas del mismo continuo, no como hechos cualitativamente distintos, no están separados de manera radical, no forman parte de conjuntos cerrados a los que se pertenezca “sí o no”, sino a un conjunto difuso, al que se pertenece “más o menos”.

Todo lo que he dicho de la relación con una mujer real, se aplica aquí, con mayor fuerza. Es una cuestión mayor, porque una persona feminófila se define por su amor a la mujer.

En éste, puede llegar a priorizar su orientación sobre su expresión; si hay un amor muy profundo, es posible sacrificar la expresión feminófila; incluso se puede decir que ésta es más necesaria cuando falta ese amor, aunque esa llama de los sentimientos puede velarse hasta sólo por la rutina, por lo es conveniente hablar siempre de la propia realidad.

La frustración de las experiencias reales de amor no sólo puede generar la expresión feminófila, sino darla por terminada, amargamente, entrando en una fase de asexualidad triste: “Ya no me interesa ser mujer”, ya no quiero seguir soñando con esa fusión con la mujer.


Al contrario, cuando la suerte es favorable en todo ello, la experiencia puede ser exultante, no sólo se ama a la mujer, sino que es posible fundirse con ella, en un “yo soy tú”, lleno de música y de campanadas, pues resuelve dos aspectos de la personalidad, el deseo de la mujer y la necesidad de una identidad. 

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