jueves, 30 de julio de 2015

DOS SEXOS


Kim Pérez

Quiero decir dos “secciones sociales” (sección debe tener que ver con sec-so, corte, separación) Los imagino como dos inmensos bloques o continentes, dos masas continentales llanas, grises, como separadas por una radical fisura, por el corte en sí, al que dan sus orillas tajadas, como acantilados.

Mujeres a un lado de la fisura, hombres al otro. Dos naturalezas, dos culturas, mutuamente extraterrestres. Necesitadas de largas explicaciones para intentar entenderse y, en la práctica, consiguiéndolo sólo en parte.

Desde luego no soy solo yo quien los ve así. Es una propiedad de la vida en este planeta. Hasta las palmeras tienen sexo. Unas, desparraman el polvo de su polen, todo alrededor, con el viento. Otras, reciben una pizca, se quedan preñadas y conciben un fruto.

Sólo que entre los humanos, con nuestra complejidad cerebral, con la conciencia, hay algunos que no sabemos dónde estamos, o estamos entre medias, en esa fisura, ese mar donde aparentemente no hay nada, pero hay alguien, o estamos en el sector que aparentemente no nos corresponde.

Voy a contar mi experiencia de los dos sectores, o segmentos, o secciones. Todos empezamos nuestra vida pegados al sector femenino, el de nuestra madre, que suele implicar a sus hermanas, sus amigas, nuestras abuelas, todas las mujeres que se sienten comprometidas con la parturienta y con la criatura desvalida que llora a gritos y sonríe, bien alimentada, bajo el sol. Su bebé. Casi ni bebito ni bebita.  

Después de esto, en unas familias hay más presencia de los hombres y en otras, menos.  Pero las familias de mujeres no feminizan a los niños ni las de hombres masculinizan a las niñas, el sexo de la persona viene desde dentro, de su propio cerebro, del primer órgano sexuado del ser humano, que tendrá conducta masculina o femenina según sea su cerebro, no sus genitales, ni menos su ambiente.

En mi familia, desde luego, había muchas mujeres. Primera, mi hermana, quince meses menor que yo y que por tanto nos habíamos criado juntos. Jugábamos juntos a juegos neutros y  conversábamos. En la siesta, cada cual en nuestro cuarto, nos llamábamos a voces “¡Hermanitooo…!” “¡Hermanitaaa…!” Me gustaba la sensación divertida y tierna de aquellas palabras, que eran de las que los lingüistas dicen que son tomas de contacto.

Para mí no había ninguna dificultad en ellas. Por eso digo que mi identidad básica es masculina y ése es un dato muy importante. Lo único que era  diferente era que yo sabía que me parecía a mi madre y estaba orgulloso de ello y que mi hermana se parecía a mi padre.

Vivíamos en Madrid, pero cuando veníamos a Granada, íbamos a Casa de la Abuela. Para mí, esos recuerdos están llenos del sol y la alegría del jardín. En él, mis jóvenes tías, tía Paloma y tía Lourdes, morena y rubia, iban a menudo a la tela metálica que separaba nuestra casa de la de al lado, la de Tía Blanca, y en ella conversaban con su prima Marian.

Todo eran nombres de mujeres y, como sucede en las sociedades de mujeres, los hombres aparecían como colaterales y algo extraños, aunque  muy queridos. En Casa de la  Abuela estaba nada más que el Abuelo, que llegaba a mediodía de su trabajo, con un periódico en la mano, y se sumía en su despacho para leerlo; por la tarde, se quedaba en su butaca, y le leía a la Abuela, ritmando su lectura con la mano, una de las novelas que compraba todas las semanas.

En ese ambiente, la llegada de vez en cuando del hermano de mi madre, tío Manolo, más bullicioso, yo la sentía como una intrusión y descansaba cuando volvía a irse. O sea, que yo habitaba sin dificultad y con gusto en el continente de las mujeres.  Aunque yo fuera un niño, me adaptaba temperamentalmente a aquella vida tranquila y luminosa.

No era un niño inquieto, necesitado  de acción y de movimiento. Esto significa que era masculino, pero poco masculino. Si lo hubiera sido más, hubiera sentido la necesidad de pegarme a cualquiera de los hombres más masculinos que había en mi vida, empezando por mi padre, con quien habría entrado enseguida en sinergias que le hubieran encantado, pero que no encontraba en mí.

 Me llama la atención, me asombra, es de las cosas que quienes están en el continente de las mujeres tienen que preguntar, ver cómo los niños más masculinos necesitan a su padre. Lo veo en mis sobrinillos nietos, de 5 y de 3 años, se pegan físicamente a su padre, necesitan compartir con él mil aventuras; quieren  a su madre con todo su corazón y a la vez tienen que alejarse de ella, porque no quieren jugar con ella. Su padre les dice, riendo, “somos los machos de la familia”, y ellos asumen con entusiasmo esta clasificación.  

Se puede prever que mi entrada en el continente de los hombres, tardía, con siete años, cuando en mayo hice la Primera Comunión con un grupo de niños (aunque en un colegio de niñas) y en octubre me escolaricé (en un colegio sólo de niños), sería traumática, y asi fue.

En el primero, le cogí aversión, nada más llegar, a dos niños, sin que me hicieran nada, cosa que me había pasado también con cinco años, en la playa (O sea, no fui víctima de nada, simplemente era incompatible con ellos) El último día se incorporaron otros dos, con quienes en seguida simpaticé, pero fue el último día.

En el colegio, no me acuerdo por qué, pero de hecho tuvo que llevarme una tarde o varias el Padre de la Paca (la portera), llorando y a rastras por la calle; y  como digo, tenía yo ya siete años. De ese primer curso, me acuerdo sólo de la aspereza masculina (“¡Déjame!”) con que me rechazó otro niño, cuando le pregunté por la muerte de su abuela, la noche antes; él tendría sólo ocho años, pero era ya duro e inhóspito como un adulto viril.

Tenía una foto de niños y niñas invitados a mi Primera Comunión y en ella había la imagen de una niña que era un poco parecida a mí, alta como yo, tímida como yo, un poco destartalada como yo. Creo que hubiera podido ser mi mejor amiga si hubiéramos compartido colegio. Nos habría gustado a lo mejor a los dos la Geografía, hubiéramos estudiado juntos muchas veces, porque los dos éramos serios, obedientes y estudiosos, y hubiéramos hablado mucho. Quizá hubiéramos soñado con el infinito frente a un atardecer en el que comenzaran a brillar las estrellas. Pero no tuve ocasión de tratarla.

Pocos años después, tuve la ocasión de ver cómo funcionan las cuestiones de las afinidades en relación con los dos sexos, los dos continentes. Tenía que irme con frecuencia a un cortijo que tenía mi padre, que era un lugar solitario y muy áspero para mí.

La familia del guarda tenía dos hijos de mi edad, ya casi adolescentes, una niña y un niño. Cuando íbamos, me gustaba quedarme en la tranquilidad de la casa y también de manera natural encontraba la compañía de la niña, que me enseñó a aprovechar los recursos del campo, pues hacíamos mulicos, con un par de bellotas, todavía verdes, y unos palillos de dientes clavados en ellas para hacer las patas, el cuello y hasta las orejas, lo que me encantaba; también hacíamos cortijicos, encima de una rasilla o ladrillo fino, con paredes de barro, un gran corral delantero, las vìgas también de palillos de dientes, con un techo de barro encima…

Si yo hubiera tenido otro temperamento, hubiera sido  muy fácil para mí salir con el niño, desde el fresco de la mañana, y perdernos por el campo, enseñándome él a tirar piedras con honda,  o simplemente con la mano, pero con la tremenda fuerza que era posible, a lo que nunca aprendí, o a hacer flautas con una caña seca, a la que le hacía los agujeros con un hierro al rojo, o a trepar por los árboles, o a...

Pero no me fui. Tuve la oportunidad de pasar de un paso al continente masculino y no lo di. Y me alegro de no haberlo intentado, porque sé que todo lo que he dicho, atractivo para los niños masculinos y para las niñas masculinas, no era atractivo para mí, no se me ajustaba. Yo prefería mil veces quedarme leyendo en la intimidad de las escaleras de la casa y soñando con aquellos mundos…

Después, mucho más tarde, me decidí a pasar definitivamente al continente de la mujer. Tomada esa decisión, fui una tarde de verano a Cogam, asociación gay de Madrid, para preguntarles por asociaciones de transexuales.

Me recibieron quienes estaban de guardia, dos muchachos y un hombre maduro, de barba y cabellos grises. Eran los primeros gays que trataba en mi vida. Me impresionó ver la naturalidad con que, en la conversación, se tomaban de los brazos con unas ligeras caricias y cómo se despedían dándose un pico en los labios.

Nada que ver con las prevenciones que se ven obligados en nuestra cultura a usar los heteros, celosos de su heterosexualidad,  el conato de acariciarse dándose puñetacitos, o peor, las enérgicas palmadas en la espalda, tendentes a evitar un abrazo sincero y profundo. Pensé que si en mi colegio de niños hubiera habido un gay, mi vida hubiera sido de otra forma. No hubiera sido gay, porque rechazo el cuerpo masculino, incluso en mí, pero me hubiera sentido acompañado en la profunda afinidad que desde entonces siento entre los gays y yo.

 Ya viviendo como trans, me encontré con una amiga que me hizo comprender la intensidad de la feminidad de muchas trans, además de una alegría, una capacidad de movimiento y de amistades que puedo comparar con las ventanas abiertas en primavera o verano y que han sido lo mejor de mi vida.

Mi amiga adoraba a su madre; vivía bajo el modelo de su hermana mayor; había jugado, en su niñez, con niñas y había sido la líder de su pandilla; había llorado y rabiado y se había negado a llevar traje de marinero en su Primera Comunión, queriendo vestir como sus amigas; se había enamorado luego, durante años, de un compañero de clase; había decidido vivir como mujer y había conseguido el respeto general de todo su pueblo; trabajaba como peluquera, completamente insertada en el ambiente de sus clientas, a quienes escuchaba y aconsejaba; llegué a su casa un día de su santo, con la cama llena de regalos; y por entonces, andaba con dos propósitos: operarse y encontrar un marido.

Uno de los primeros días en que nos conocimos, fui al hostal en que se alojaba con una querida amiga suya, que no era trans, y una prima que lo era, y compartí con ellas una sesión de espejo y maquillaje, uno de esos momentos femeninos  heteros que preceden a salir a la calle a ligar y bailar y sonreír y conquistar, que me resultaba completamente ajena.

O sea, hay historias de trans mujeres y de trans ambiguas.  La historia de mi amiga es la de una mujer femenina, que vive desde siempre como mujer, habla como mujer, gesticula como mujer, se arregla como mujer, coquetea como mujer, ríe como mujer y sobre todo empatiza con otras mujeres y puede hablar de los temas de conversación de mujeres casadas y con hijos.  Yo, al lado de ella, soy un palo, que no por casualidad me parezco mucho a la protagonista de “Transparent”, que es a fin de cuentas un actor. Pero he aprendido a valorarme tal como soy.

Saco en conclusión que es verdad que existen los dos continentes. Se puede demostrar como cuestión estadística. Hay una mayoría de seres humanos que se sienten a gusto en uno u otro. Podemos decir, en términos matemáticos, que sus llanuras están presididas por sendos atractores estadísticos, realidades invisibles, que atraen hacia sí a los seres humanos.

Quienes son atraídos lo son con más o menos fuerza. Algunos están muy cerca del atractor, otros más lejos, pero bajo su acción. Hay hombres muy masculinos, tipo Schwarzenegger, otros normales, otros poco masculinos, otros casi nada masculinos, pero lo mínimo para poder decir con gusto “soy hombre”… Lo que es interesante es que algunos de los habitantes de este continente nacieron con cuerpo de mujer.

En el continente femenino, pasa lo mismo. Hay mujeres muy femeninas, que siguen el modelo de quienes, casi siempre anónimas, viven para su casa, sus hijos y su marido, y con toda felicidad, porque es lo que quieren, y otras más normales, que por ejemplo estudian para tener una independencia, otras poco femeninas, otras casi nada, lo justo para considerarse mujeres… También la amiga que digo es habitante de este continente y de las más femeninas.

Las dos inmensas mayorías están a gusto en los dos continentes y parece que ya no hay más que hablar.

Pero estamos una minoría, no sé si grande o pequeña, que no estamos a gusto en ninguno de los dos. Parece que lo de la fisura infranqueable no es real.

Andemos por la orilla de uno u otro. Parece que hay un lugar, remoto, en el que hay una tierra que sirve de transición entre uno y otro. Las personas que vivimos en ella, sentimos la atracción remota de los dos atractores estadísticos. Es remota, o sea que no es muy fuerte la del uno ni la del otro. Quizá uno más que el otro o quizás con la misma intensidad.


Estamos hablando de estadísticas. Sería muy interesante hacer la de cada uno de los conjuntos humanos de los que estamos hablando, con muestras suficientemente grandes. A partir de esta estadística, sería posible hablar con realismo de los sexos.

martes, 28 de julio de 2015

TSX (TRANSEXUALIDAD FEMENINA; TRES ENSAYOS)





Kim Pérez



Kim Pérez

PREÁMBULO

Empecé a existir en junio de 1940, gracias al estradiol, el primer estrógeno sintético puesto a la venta. Mi vida ha ido en paralelo con la liberación trans, el breve tiempo más nuevo y solemne  para nosotres, después de milenios de amarguísima represión.

Hacia mis cinco años (1946) empecé a identificarme en unas cosas con mi madre y en otras con mi padre, y hacia los diez años (1951 o 1952) empecé a darme cuenta de que no me adaptaba a los niños de mi edad, y un día pensé con tristeza que, si hubiera nacido niña, sería más feliz. En la pubertad, dos o tres años después, desarrollé lo que hoy se llama feminofilia y empecé a rechazar los genitales masculinos.

Magnus Hirschfeld había creado el término  travestido en 1910, y transexualismo en 1923, diecisiete años antes de mi llegada a esta vida, y en 1949, yo con ocho años, David Oliver Cauldwell empezó a difundir en los EEUU, el término de transexual (murió en 1959, cuando yo tenía 18 años); la historia de la transición de Christine Jorgensen, en 1952, yo con 11, fue decisiva. Yo no me enteré. No tenía nombre para lo que sentía. Fui a la Biblioteca Municipal, en los jardines del Genil, y busqué, en la inmensa Enciclopedia Espasa, términos como homosexual” y “eunuco” y vi que no  ajustaban con lo que yo era.

En mi veintena, en 1964, empecé a buscar en otros países algunas puertas abiertas. Fracasé en Francia, aunque llegué al elegantísimo cabaret “Le Carrousel”, porque me asusté, y luego en Suecia; pero conseguí el primer nombre, “travesti”, con acento francés en la i, y mi primera referencia, Coccinelle, famosísima desde 1958. Luego, entre 1967 y 1968, trece meses, medio conseguí vivir a mi manera en Argelia, en un cerrado ambientillo francoargelino, hetero, pero que me respetaba.

Pero yo vacilaba mucho porque, como sé ahora, tampoco me ajustaba a la feminofilia, lo que me producía variaciones periódicas muy fuertes entre una fase de fuerte sexualización y otra fase asexual, y eso me impedía tomar decisiones. Volví a España y encontré un puesto en la Universidad. En América,  tomaba sus decisiones mientras tanto Sylvia Rivera, puertorriqueña, durmiendo en las calles de Nueva York, y en 1969 fue la principal de las travestis que rompieron nuestra sumisión en Stonewall. Tampoco me enteré (pero la saludé en Bolonia, en el Coloquio Transiti, en 2000)

Buscaba obsesivamente en las librerías algún libro sobre lo que tanto me importaba y encontré algunos, que eran mi único cordón umbilical. Encontré en ellos la palabra “transexual”, referida a algunas de las que ya actuaban en algunos cabarets en España.Yo no era capaz.

En 1971, me fui en vacaciones de Navidad a Londres, y decidí quedarme allí, para vivir como yo quería. Pero fue demasiado para mis dudas, y un par de meses después, decidí entrar en una fase de autorrepresión, que duró veinte años, y que al final, sin más evasión que la fantasía, por poco acaba con mi equilibrio mental.

En 1991, recién cumplidos los cincuenta, me di cuenta de dos puntos de partida: “Sólo la realidad puede salvarme” y “aunque el mundo se hunda”. Empecé a salir de la represión como quien sale de un coma. Me di cuenta de que existían los teléfonos. Desde hacía unos años, me parece que desde 1987, existía en Madrid Transexualia, donde tuve a mis más queridas amigas trans, las primeras.  

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Desde entonces, amistad, aventuras, mi segunda juventud, y activismo. Cuando entendí que mi fase de alejamiento de mis deseos era asexual, superyoica (en términos freudianos), se terminó mi oscilación periódica. La hormonación me hizo pasar al otro lado de la feminofilia, y sin embargo seguí siendo transexual. Mi prioridad era entenderme, y desde entonces lo ha sido, viendo mis diferencias con otras transexuales.

Al entenderme, podía ser útil para las transexuales que se me parecieran en dudas y vacilaciones.

No me atrevo a hablar de transexuales masculinizantes. No tengo experiencia profunda más que de un amigo querido y no es suficiente para generalizar. Por tanto, tengo que callar.

La primera clasificación que intenté, hacia 1997, fue entre transexuales feminizantes por identificación con la mujer y transexuales feminizantes por desidentificación con el hombre. Ya intuía que no era suficiente. Apenas se divulgó.

Mientras tanto, Ray Blanchard, sexólogo no transexual, en 1989 clasificó a las transexuales feminizantes por su orientación, amantes de los hombres y no-amantes de los hombres, y creó para las segundas el término de “autoginefilia” (amor de sí como mujer)- Anne Lawrence, transexual, le siguió; es miembro de la WPATH o asociación de médicos interesados, pero esta asociación no ha apoyado las ideas de Blanchard. Su clasificación es útil en la práctica, pero parte del segundo nivel de la vida transexual, no tiene en cuenta el primero, el previo, que son las cuestiones de identidad, y al ignorarlas, la autoginefilia queda como una mera forma de placer, lo que es doloroso para muchas personas transexuales.

Casi veinte años después de mi primer intento de clasificación, entre muchas dudas, estoy   llegando a una clasificación tripartita que es la que presento aquí. La divido en dos formas condicionadas por una base biológica, aunque decididas por la práctica biográfica, que serían la forma intersex y la forma feminizante, y otra forma, de base biográfica, que sería la feminófila.

La forma intersex la describo por mi experiencia personal, porque es la que conozco a fondo, como es natural; se identifica por la conciencia de intersexualidad, distinta de la de feminidad o masculinidad. Debe de haber infinitas formas de sentirse entre dos aguas, o entre dos brisas, pero creo que todas deben de coìncidir en este resumen.

La forma feminizante es mucho más definida como conciencia; es posible sentirse niña desde siempre, o más parecida a las niñas que a los niños; es fácil también que se dé una represión o autorrepresión muy tempranas; en la pubertad, la conciencia de feminidad puede ser prioritaria o ceder la prioridad a la conciencia de orientación androsexual, con fórmulas como “yo me siento mujer, pero no necesito vivir como mujer”.

La forma feminófila me parece que parte de la experiencia biográfica de la falta o rechazo  total del modelo paterno y el refugio en el modelo materno o femenino en general. En una de sus formas, es compatible con una identidad social masculina y en otras da lugar a una transexualidad.

Es posible que haya transexuales que no entran en estas tres clases; sigue habiendo mucho que descubrir en nosotras mismas.

Pueden verser más estudios en

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ANÁLISIS DE MI INTERSEXUACIÓN PRENATAL

Ensayo

(Un ensayo es una obra de pensamiento que no cubre los requisitos para ser una obra científica, tales como formulación de hipótesis, comprobación sobre una muestra significativa y enunciación de tesis o formulación de una nueva hipótesis; pero se funda en observaciones sobre la realidad, que pueden dar lugar a la formulación de hipótesis y por tanto, al comienzo de un proceso científico)

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Esquema I:  Intersex. Naturaleza intersex, masculina/ femenina,  con elementos suaves de ambos sexos. Identidad masculina/ambigua. En la edad escolar, algo de acoso, que no suele ser intenso. Orientación o bien hacia la mujer,  que no suele llegar a un intenso deseo sexual o bien hacia el hombre ambiguo, más por afinidad, que por deseo sexual. Conciencia de ambigüedad, de ajustar con hombres y  con mujeres  (o de no ajustar con hombres ni con mujeres) Puede llegar a una hormonación, para expresar su ambigüedad; la mayoría puede no necesitar una operación de reasignación genital.
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Notas. El Conjunto I y el III, cuando hay vacío de modelo paterno, pueden superponerse más o menos. La introspección permite saber cuál es el más personal.
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(Hipoandrogenia)

Hay un hecho, anterior a mi gestación, que pudo ser decisivo para mi manera de ser. Mi madre me lo resumía en su extrema vejez: “Sí, pero te salvó la vida”.

Estaba perdiendo un hijo tras otro, por matriz infantil o útero hipoplásico, una afección muy rara, que produce muchos abortos, cinco desde que se casó con 19 años en 1938, a 1940, con 21, hasta que el Dr Gálvez Ginachero, de Málaga, muy respetado durante la guerra, primero por los rojos y luego por los nacionales, le prescribió Valerato de estradiol, de Schering, “recién inventado”, me decía mi madre, en realidad desde 1928, doce años antes, el primer estrógeno u hormona femenina en farmacia, inyecciones de 10 mg. En cuanto supo que estaba esperándome, a fines de junio de 1940, mi madre detuvo el tratamiento. Pero tendría un efecto depot, de acción gradual.

Aún así, en diciembre, cuando nos veníamos de Palma de Mallorca a Granada, mi madre tuvo una gran hemorragia en Valencia, que le obligó a quedarse no sé si fue una semana o dos en casa de mis tíos, inmóvil en la cama; es decir, estuve a punto de irme yo también.

La eficacia desmasculinizadora del Valerato de estradiol se comprueba por el hecho de que, ochenta años después, se sigue usando sobre todo para la feminización trans, parece que en países pobres, por ser quizá (no lo sé seguro) más contundente, relacionado con el estradiol,  el estrógeno más feminizador.

En efecto, entre 1930 y 1950, los estrógenos se usaban para eludir los abortos espontáneos, “evitar los desenlaces adversos del embarazo” y en los “Annales D’Endocrinologie”, primer número, marzo de 1939, el Valerato de estradiol se anuncia para problemas de la pubertad, entre otros (Dr. Alfredo Jácome Roca, “Aspectos Históricos de la Terapéutica con hormonas femeninas”); y la matriz infantil puede ser considerada un problema de pubertad.

La descripción de Valerato de estradiol de una farmacia en la red aconseja una inyección cada cuatro semanas, lo que señala la duración del efecto depot. Pongamos que mi madre tardara casi un mes en constatar que estaba embarazada de mí,  por lo que pudo seguir el tratamiento hasta mediados de julio de 1940; el efecto duraría entonces casi ocho semanas, sin contar su caída final, quizá no repentina, sino gradual; por tanto, ese estado duraría entre unas seis semanas y nueve, lo suficiente para mantenerme durante ellas en estado femenino y para formar quizá femeninamente algunas estructuras cerebrales que ya lo seguirían siendo. Otra hormona, el acetato de leuprorelina, al ser inyectado, libera dosis diarias iguales durante 1, 3 o 4 meses. (Periti, P., Mazzei, T., Mini, E, “Clinical pharmacokinetics of depot leuprorelin”; Department of Preclinical and Clinical Pharmacology, Università di Firenze, Florence, Italy)

O sea, que si fuera éste el caso, mi cerebro en formación pudo estar sometido a la acción de un estrógeno, inhibidor de las hormonas masculinas, desde el mes de mi concepción, junio de 1940, hasta finales de julio (seis semanas) o mediados de agosto (ocho semanas; quizá nueve)

En 1991, compré un texto de divulgación, de Anne Moir y David Jessel, “El sexo en el cerebro”. En él se explica el mecanismo de androgenación prenatal, que sucede en dos fases. En la primera, puede haber bastantes andrógenos para configurar genitales masculinos pero, en la segunda, estos pueden no producir a su vez bastantes andrógenos para masculinizar el cerebro Entonces, puede haber un cuerpo masculino y un cerebro femenino (página 33) Pero esto no parece ajustar con mi historia, pues la fase en que debí de estar bajo la acción del estrógeno fue la primera, mientras que cuando ya recuperé la androgenación natural fue en la segunda, y de hecho, mi cerebro se formó suficiente, aunque no intensamente masculino, en preferencias de género.

Para corroborar este aserto, al final de ese primer trimestre (dato impreciso), entiendo que entre  la semana octava y la décimotercera,  hubo un nivel hormonal suficiente para masculinizar mi cuerpo, como se comprueba incluso en la ratio de mis dedos índice y anular (2D-4D), que entra dentro de los parámetros  masculinos en ambas manos (John T. Manning, “Digit Ratio: A Pointer to Fertility, Behavior and Health”, Rutgers University Press, y Zhengui Zheng y Martin Cohn,  “Developmental basis of sexually dimorphic digit ratios” (Proceedings of the National Academy of Sciences), 2011.

Medidos desde el pliegue digital inferior, mis dedos van de 2D=7.2 a 4D=7’8 cm (ratio 0’92), los izquierdos y 2D=7.2 a 4D=8 cm (ratio 0’9), los derechos; media, 0’91 ; comparados con los datos publicados en un estudio sobre 136 varones y 137 mujeres, en los que el intervalo masculino iría de 0’889 a 1’005, media 0’947 frente a un intervalo femenino de 0’931 a 1’017, media 0’965 (Bailey AA, Hurd PL, March 2005. “Finger length ratio (2D:4D) correlates with physical aggression in men but not in women”. Biological Psychology 68 (3): 215–22), mi ratio de los izquierdos y la de los derechos estarían dentro del intervalo y la media masculinos y fuera de los femeninos.

Existe la posibilidad de que, en muchas historias trans, la hipo- o hiperandrogenación prenatales pueda ser espontánea, como en una variación natural. Los flujos naturales son por naturaleza inexactos, sólo aproximados en un más y un menos, lo que hace que un notable más o menos sea siempre posible en la distancia que hay entre la realidad física y su cuantificación abstracta. Por otra parte, sabemos que la variabilidad biológica es un valor para la adaptación natural, generando formas de vida o, en los humanos, de pensamiento, que pueden ser muy útiles para la especie.

A veces, el más o menos depende de causas identificables. En mi historia, al efecto bioquímico intenso del Valerato de estradiol pudo unirse el stress de guerra que sufrió mi madre, que acentuaría el efecto depot de ese fármaco. Ocurrió desde el 5 de junio de 1940 hasta el 10 de julio, cuarta semana, cuando mi padre, destinado en Palma de Mallorca, tuvo que realizar algunos vuelos para vigilar la neutralidad de las aguas españolas, en uno de los cuales fue derribado por los ingleses uno de sus compañeros y era muy posible perderse en el mar, por insuficiencia de los instrumentos de que se disponía. Aquel tiempo coincidió con el primer mes de mi gestación.

No han sido confirmados los resultados de Günther Dörner, en 1980, sobre un posible máximo de homosexuales nacidos en Alemania entre 1944 y 1945, momento crítico de la Guerra Mundial, según el intento de comprobación de Schmidt y Clement, en 1988. Sin embargo, la discusión sigue abierta: en 1993, Matt Ridley, en “The Red Queen”,  aludía al cortisol, hormona del stress, que nace de la misma base que la testosterona, dejándole quizás menos margen de formación; un estudio publicado en Archives of General Psychiatry señala que un stress emocional severo durante los primeros meses de embarazo puede aumentar  también el riesgo de esquizofrenia. 

A fines de la tercera semana se han formado ya las bases del cerebro anterior, medio y posterior. Son estructuras demasiado básicas para pensar que alguna función esté localizada, por lo que supongo que la feminidad básica de mi cerebro se vería en tendencias difusas, algo así como un material con determinadas propiedades, que se verían operativas en ciertas circunstancias.

Louis Gooren, primer profesor de Transexología, desde 1988, en la Universidad Libre de Amsterdam, dice en “The biology of the  human sexual differentiation”, Hormones and Behavior, noviembre, 2006,  que los efectos de los andrógenos prenatales prevalecen más en la conducta de rol de género que en la identidad de género; yo profundizaría ese análisis con la realidad de que mi conducta de género y mi identidad sean masculinas, aunque poco definidas, pero mi sexuación de base sea femenina, como luego expondré.

Hay pruebas, dicen Moir y Jessel, de que el sexo cerebral supone una gradación, un continuo; más andrógenos en la matriz, más masculina la conducta; menos andrógenos, más femenina (página 41) Por tanto, el volumen de la dosis administrada, al actuar sobre la primera formación del cerebro, determinaría el grado de feminidad permanecida. Yo supongo que en mí fue algo más que una difusa ambigüedad, como la que Moir y Jessel cuentan en  la historia de  Jim, cuya madre tuvo que tomar otra hormona femenina, el dietilestribestrol, porque su diabetes le provocaba también abortos espontáneos. Jim era un muchacho tímido, que no sabía defenderse, tratado como mariquita en clase y cuya heterosexualidad había quedado difuminada, a diferencia todo de su hermano mayor Larry, en cuyo embarazo no fue necesaria la hormonación (páginas 42 y 43) , todo lo cual coincide con mi experiencia.

Veo a Jim como ambiguo, significando que no es femenino, sino que su masculinización ha sido somera, dejando amplias zonas feminoides tanto en su corporalidad como en su mente: poco muscular, poco emprendedor, poco activo sexualmente, más bien introvertido, tímido, sensitivo...

Hay pruebas, dicen Moir y Jessel en “El sexo en el cerebro”, de que el sexo cerebral supone una gradación, un continuo; más andrógenos en la matriz, más masculina la conducta; menos andrógenos, más femenina (página 41) Por tanto, el volumen de la dosis administrada, al actuar sobre la primera formación del cerebro, determinaría el grado de feminidad permanecida. Yo supongo que en mí fue algo más que una difusa ambigüedad, como la que Moir y Jessel cuentan en  la historia de  Jim, cuya madre tuvo que tomar una hormona femenina, el dietilestribestrol, porque su diabetes le provocaba abortos espontáneos. Jim era un muchacho tímido, que no sabía defenderse, tratado como mariquita en clase y cuya heterosexualidad había quedado difuminada, a diferencia todo de su hermano mayor Larry, en cuyo embarazo no fue necesaria la hormonación (páginas 42 y 43) , todo lo cual coincide con mi experiencia.

Veo a Jim como ambiguo, significando que no es femenino, sino que su masculinización ha sido somera, dejando amplias zonas feminoides tanto en su corporalidad como en su mente: poco muscular, poco emprendedor, poco activo sexualmente, más bien introvertido, tímido, sensitivo...

No se trata en él por tanto de feminización, sino de atenuación de la masculinidad. Mi madre, por matriz infantil, perdía a un hijo tras otro, y se sometió a un tratamiento con el primer estrógeno en farmacias, el valerato de estradiol, para poder tenerme; debía suspenderlo al saber que estaba embarazada, pero este estrógeno tenía un efecto depot o de depósito durante un mes, por lo que mi cuerpo en formación contó con él durante el tiempo en que mi madre lo ignoró. El valerato de estradiol se sigue usando en muchos países a efectos de feminización transexual. En mí, como consecuencia, hay una feminización de la genitalidad y una atenuación de la  masculinidad en los demás elementos de mi personalidad.

Considero que hay una feminización de mi genitalidad porque, después de veinte años, sigo sintiéndome fundamentalmente contenta y en paz, después de eliminar los genitales masculinos, que es lo más temible para los varones. No he echado de menos ninguna funcionalidad; no sabía que existía un impulso de penetración (he tenido que preguntarlo para cerciorarme hace poco)

Desde mi adolescencia, he envidiado a quienes perdían los genitales en un accidente, como si hubieran tenido una suerte; entonces, imaginaba que todos los hombres deseaban ser mujeres. Esta falta de impulsos básicos asociados con los genitales me hace pensar que esta conducta no está asociada con una fobia o cualquier otra reacción afectiva, sino que tenga que ver con una configuración cerebral en la que no lleguen a haberse formado los elementos relacionados con la genitalidad masculina.

Al principio de mi transición tenía pensado que por mi profesión docente, las responsabilidades de manutención de mi madre, mi estatura, etcétera, no me permitirían una transición de género. Me di cuenta de que no me importaban demasiado. Con que yo supiera que estaba reasignada, ese hecho sería suficiente en mi intimidad. Podía vestir como varón, que mi paz estaba a salvo.

Llegué por entonces a imaginar una parábola en la que me decían que podría operarme si aceptaba irme enseguida a vivir el resto de mi vida en una isla desierta, sin contacto humano alguno; yo aceptaría porque lo fundamental para mí sería saber que mi cuerpo era como yo necesitaba que fuera.

Un vientre liso. Incluso sin genitales femeninos, que en realidad tampoco necesitaba como míos y que, por mayor fidelidad a mí misme, no hubiera pedido que me configurasen; pero tampoco  me enojan.  

Esta realidad me hace pensar que mi necesidad de transición no ha sido de género, sino de sexo, genital. Podría haberme adecuado mejor a mi masculinidad atenuada, en el ámbito del género, el social, y lo perfecto, para mí, hubiera sido que socialmente también constara mi realidad corporal.

Deduzco de aquí que mi feminización hormonal, prenatal, al tener su mayor eficacia durante los primeros tiempos del embarazo, debió de relacionarse con estructuras cerebrales muy básicas y arcaicas también, que serán las que tengan que ver con la genitalidad, mientras que, al progresar el embarazo, las nuevas estructuras más avanzadas, las que tienen que ver con la consciencia de sí, tales como la identidad, quedarían atenuadamente masculinizadas.

No poco paradójicamente, aun partiendo de un cariotipo XY, en la sucesión temporal de mi gestación, muy estrogénica al principio, algo hipoandrogénica después, yo me habría formado de manera más parecida a una mujer masculinizada que a un hombre feminizado.

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Las expresiones concretas de mi sexualidad ( =conducta sexual biológicamente condicionada), han sido, la primera, (autoimagen), ambigua, la segunda, (orientación), también ambigua y las tercera (genitalidad), definidamente femenina; en general, las más pulsionales e inconscientes son más femeninas, mientras que las más conscientes, más evolucionadas, son más masculinas, de acuerdo con mi hipótesis de una estrogenación intensa en los primeros momentos de mi gestación, seguida por una androgemación normal en los siguientes.

Desde el punto de vista endocrinológico, abstracción hecha de la sexuación cromosómica, por partir de una situación desandrogenizada, feminizada, yo sería paradójicamente más bien una mujer masculinizada que un varón feminizado.

Con más detalle, éstos son mis caracteres:  

(Autoimagen e identidad)

“Los niños son para las mamas y las niñas para los papas”; expresión popular oída en Granada, que comprende lo mismo que la primera parte del Edipo, y parece situarme en el lado de los niños, porque sentí una básica adoración por mi madre.

Mi hermana se situaba de un lado frecuente en las niñas, pues sintió siempre tensión hacia nuestra madre, por notar una especie de rivalidad, a la vez que amor y deseo de imitación hacia nuestro padre.

Con tres o cuatro años, oí con pasmo una valoración de mi belleza:  “¡Qué niño tan guapo! ¡Qué lástima que no sea una niña!” No se me ha olvidado, lo que significa que configuró mi identidad. Por entonces, una mañana, mi madre me dijo: “¡Mi carita de luna!” También se me ha quedado grabado.

Mi padre estuvo cerca de mí, porque con tres años me enseñó a leer y escribir él mismo, pero de pronto se alejó, no sé porqué ¿Intuyó que yo estaba lejos de su ideal muy masculino?

Con unos cinco años, dije a mi hermana: “Mamá me quiere a mí y papá a ti”. Esta frase significaba para mí,
=primero, una frustración, porque yo necesitaba un amor unido, de ambos;
=segundo, que, por lo menos, el amor de mi madre lo compensaba en parte;  y
=tercero, que yo tenía una clase de belleza comparable a la de mi madre, mientras que encontraba que mi padre y mi hermana se parecían también.

Es decir, había iniciado un proceso de identificación cruzada, aunque no llegaba a convertirse en identificación de género.  Los elementos que se parecían fueron las finas facciones de mi madre, afines a las suaves mías, que veía en mis grandes ojos oscuros y mi cabello negro, ondeado sobre mi frente. Mi identidad comenzaba a basarse sobre mi belleza, una experiencia femenina.

Con esos mismos cinco años, mi padre me regaló un avioncito de varitas de balsa y papel traslúcido, que volaba de verdad con una gran hélice y un elástico enrollado. En la gran caja de cartón había una lámina en la que volaba entre nubes bajo la luz gris de la luna. Me identifiqué también enseguida con él, porque era aviador, y con su mundo ideal.

Hacia los seis años vi un tebeo de niñas, comprado para mi hermana, que tampoco le interesó a ella, que tenía dibujos de muchachas de largas cabelleras rizadas e historias de amor, que me resultó extraño y desprovisto de interés, y me situaba fuera del universo arquetípico de las niñas.

Exactamente con siete años, al entrar en la vida escolar, sentí con fuerza mi androfobia hacia la
mayor parte de los niños, la fría indiferencia con que me acogieron, y mi inadaptación al rudo colegio de niños en el que me vi. Hacia los diez años, pensé con tristeza que “hubiera sido más feliz naciendo niña y yendo al colegio de las niñas”, contiguo y mucho más civilizado.

Con unos doce años, lei con pasión el relato de la expedición de unos guardiamarinas británicos en un bergantín por los Mares del Sur. Sus uniformes blancos simbolizaban para mí la pureza disciplinada de la vida masculina. Lloré sabiendo que ese ideal me era inaccesible. La única profesión que me hizo soñar fue la de marino.

Hacia los trece años, ya en la pubertad, formé un “deseo de fusión con la imagen de la mujer en el espejo”, (concepto formulado por Catherine Millot, “Exsexo”, discípula de Lacan, que también se puede llamar “autoginefilia” (Ray Blanchard, seguido por Anne Lawrence),  o “deseo feminizante”, del que he podido desprenderme sólo cuando he podido formar una imagen masculina/ambigua o intersex de mí mismo, que corresponde mucho mejor a mi realidad.

La “imagen de la mujer en el espejo” o “feminizante” se superpone a la propia, pero no es la propia. Se hace necesaria cuando no existe una imagen masculina posible de sí, por lo que la compensa.  Cuando encontré el recuerdo de una imagen propia masculina/ambigua y llegué al concepto de intersex, la “imagen de la mujer en el espejo” desapareció sola.

Con unos quince o dieciséis años, en medio de terribles turbulencias por mi deseo de la imagen de mujer, encontré un momento de paz la tarde que me definí conscientemente como ambiguo, palabra que incluía los significados de esbelto, delicado y lánguido. Recuerdo aquel pensamiento como sereno, enternecedor y puro. Después, con unos veinticinco, puede ordenar mis pensamientos en un relato que luego he titulado con la palabra “Ambiguo”.

Llegué en ese momento a una visión unificada de mí, a la que todavía debo aferrarme, por la presión que ejercen sobre mi identidad las visiones binaristas demasiado masculina o demasiado femenina. Ambas me rompen, porque son excluyentes, mientras que la de mi ambigüedad, mi intersexualidad, es incluyente.

La visión masculinizante quiere ver en mí una base bastante masculina, aunque atenuada, y una sola divergencia fuerte, que es mi rechazo de la genitalidad masculina; pero cuando quiero detallar esa masculinidad en temperamento, orientación, etc, me encuentro con más ambigûedad que masculinidad definida.

La visión feminizante, por el contrario, quiere traducir al femenino neto toda mi manera de ser, pero se encuentra casi siempre con que la feminidad definida, por ejemplo en la maternalidad,  me resulta también extraña e incomprensible.

En resumen, mi identidad profunda, madura, útil en lo personal y lo social, es la ambigüedad o intersexualidad.

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El éxtasis o adoración hacia la madre es quizás frecuente entre las personas ginesexuales o amantes de la mujer que hacemos una transición de sexogénero. Parece explicable por el Edipo freudiano.

Usualmente debe ser compensado por la adhesión por afinidad hacia el padre, que por nuestra  propia intersexualidad puede no darse, lo que a mí me ha llevado a fijarme en mi parecido con la imagen de mi madre,  “me parezco a ella”.

En mi historia, mi transición empezó por este sentimiento. En otras, puede ceder el primer lugar al descubrimiento del cuerpo femenino y a la propia identificación con su forma: “Quiero ser como tú”, incluso desde los tres años.

La adoración por la madre, que es el Edipo, puede intensificarse mucho, convirtiéndose en un refugio frente a un padre que suponga una amenaza, sin poder por eso mismo dar lugar a un sentimiento de afinidad y un deseo de imitación del padre.

Esta secuencia, en cambio, parece muy distinta de otra adoración o imitación de la madre, propia de las  personas trans androsexuales, que aman a los varones. En estas historias supongo que predomina el sentimiento de afinidad, más que el de identificación con su imagen, se dan intentos de vestir como ella y de repetir su conducta, es decir, hay una identificación con la manera de ser de la madre, compatible con las tensiones y discusiones frecuentes entre madre e hija.

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(Genitalidad)

El sentimiento más definido femeninamente que viene de mi base biológica es el rechazo de los genitales masculinos en mi cuerpo, no rechazados por ser masculinos (por su relación con los hombres), sino por ellos mismos, como si mi cerebro los encontrase feos, incluso ridículos, lo primero, incomprensibles, después, e inadecuados para la imagen que mi sistema neurológico puede tener de mi cuerpo.

Yo no había tenido nunca una conciencia definida de mi genitalidad ni de su significado. Cuando nos bañaban juntos, hasta con siete u ocho años, a mi hermana y a mí, no me interesó mirar nuestros cuerpos ni pensé nunca en que nuestros cuerpos fueran diferentes.

Con unos ocho años, había reparado por primera vez en mis genitales, que me parecieron pequeños y graciosos, poco importantes porque servían sólo para hacer pis, un líquido claro y transparente que no requería ningún pudor especial; recuerdo que pensé que sólo el ano requería pudor, por estar asociado con la suciedad; por tanto, no los rechazaba, tal como los comprendía.

Pero con unos nueve años, me llegó la primera sensación de desagrado por mis genitales, al tener que pasar por una operación, que requirió anestesia con éter (soñando con colores fuertes y agrios, círculos giratorios de estrellas, muy desagradables), una noche de hospitalización y una semana más o menos de cama en casa.  El resultado fue la circuncisión y, por primera vez, una imagen genital fea, el glande parecido a un casco militar.
 
La maduración de los genitales me repelió, era lo contrario de lo que podía aceptar, porque  me parecieron mal hechos, no eran míos, no representaban nada mío, que tuviera que ver con mi manera de ser, que era más delicada, no los entendía, no quería que estuvieran en mi cuerpo; sólo habría entendido que siguieran en su estado anterior. Además no deseaba usarlos, desconocía los impulsos masculinos de penetración.

Lo que podía ser mi cuerpo era un vientre redondo y liso, que me parecía mucho más hermoso que con una adherencia genital. Imaginarla en erección, ya era lo inimaginable, algo como añadido, como un tronco insertado en él, postizo. No me situaba, como supongo que harán los varones, como en la base de una expresión de fuerza y de poder sobre otra persona. Creo además que me lo figuraba como algo esencialmente adherido, como si hubiera entre los genitales y mi cuerpo el espacio en el que se usa un pegamento.

Por otra parte, tampoco deseaba unos genitales femeninos, simplemente aspiraba a tener la lisura de la forma. 

Afortunadamente, documenté este sentimiento con precisión en mi diario sólo cinco o seis años después, el 12.IX.1960, yo con diecinueve años:

“Esta mañana, al ir a bajar a la playa, he vuelto a ver mi sexo en el espejo, mientras me ponía el bañador. Es una cosa fea; ajena a mí y a mi personalidad. Mi “yo” termina donde empiezan los genitales. De lo que se llama sexualidad, sólo me pertenece lo que más extendido y difuminado está en todo mi cuerpo: la voluptuosidad. El sexo es postizo, me avergüenzo de él, me disgusta, le aborrezco (…) repugna a mi voluptuosidad, al amor que siento por mi cuerpo suave y mis facciones delicadas (…)  de la misma manera con que me repugna el vello de mis axilas, la barba de mi cara, el vello de mis piernas (…)”

Estos sentimientos siguen inalterados veinte años después de haber llegado a una emasculación el 5.I.1995. La he experimentado como una adecuación, mientras que si no hubiera sido necesaria, la habría sentido como una mutilación, una disminución de facultades que habría añorado siempre, en cuanto a capacidad de placer; sin embargo, veinte años después sigo a gusto cuando pienso que estoy operada y en la forma actual de mi vientre.

La pruebas de que este sentimiento no era una derivación del deseo de una identidad social femenina está en que,
=primero, cuando creí que no me sería posible hacer la transición social, me sentía dispuesto a hacer una  transición genital y no social, es decir, a seguir viviendo como hombre, sintiendo como suficiente alegría saber yo mismo, en secreto, que mi cuerpo estaba operado; y
=segundo, con el tiempo, se ha perdido mi interés por asumir un papel de género femenino, aceptando en cambio una identidad ambigua o intersex, pero ha permanecido la misma repulsa por los genitales masculinos y la misma alegría porque ya no estén en mi cuerpo.

Mi sexualidad por tanto incluye que no comprendo o no siento el deseo de penetración y que he pasado de la aceptación de mis genitales masculinos inmaduros, al fuerte rechazo de su estado maduro.

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(Orientación)

Sé que hay que distinguir entre dos sentimientos sexuados. Uno es la sexoafectividad, de naturaleza sentimental, racional, no erótica; otro es la sexoeroticidad, que se siente como alteración menor o mayor del equilibrio racional.

Pues bien, en mí,  existe una sexoafectividad dirigida hacia los varones y una sexoeroticidad producida por la presencia de la mujer, aunque atenuada como en Jim, el muchacho también estrogenizado del que hablan Moir y Jessel en el libro de divulgación que antes he mencionado.

Lo más curioso es que siento esta reacción como signo de afinidad hacia la mujer,  como si probase que pertenezco al ámbito de la mujer.

Encuentro las pruebas más fuertes de este sentimiento en que mi adoración hacia mi madre iba acompañada siempre por la conciencia de que me parecía a ella, desde los cuatro o cinco años, y más tarde, desde los doce o los trece, por el surgimiento de un deseo de fusión con la imagen de la mujer en el espejo, del que luego hablaré.

Sé a la vez que este sentimiento está atenuado, porque no se convierte en verdadero deseo del cuerpo de la mujer, en ese deseo persistente, obsesivo, que pueden sentir quienes lo sienten más fuerte que yo: con diecinueve años, intenté interesarme por alguna muchacha, que pudiera ser mi novia, pero no me interesó ninguna; me esforcé en conseguir ese sentimiento persistente por una que era muy bella, pero no lo conseguí, porque mi atención requería un verdadero esfuerzo; luego, intenté salir, con cuatro o cinco amigas, no sobrepasando con casi ninguna la primera cita, porque no me sentía realmente atraído.


Haciendo juego con esta ginesexualidad, siento también, ante los varones prepotentes una intensa androfobia o antipatía, que me parece que es el sentimiento básico intermasculino.

La sentí con claridad, por primera vez hacia los cinco años: en la playa, había dos hermanos de mi edad, muy rubios. Uno era guapo y arrogante, con una mandíbula poderosa, y me despertó enseguida una aversión casi insoportable; el otro era tímido, con gafitas, pelos tiesos y cara triangular, y me hizo sentir una fuerte simpatía, fundada en una afinidad inconsciente.

Hay en mí elementos que corresponden a la afectividad intermasculina, desexualizada, en particular mi afinidad por los varones que siento algo ambiguos, como yo; o la necesidad, en mi juventud, de un “hermano mayor” que me protegiera y me enseñara a vivir, y que pude personalizar en una amistad por correspondencia; o la valoración de la figura paterna, en mi gran respeto y mi admiración verdaderamente filial por los militares, que se someten idealmente a una disciplina ascética para ofrecer sus vidas.

Sin embargo, he intentado desarrollar, desde los trece o catorce años, una androfilia secundaria,  que siento subordinada al deseo de identificación con la mujer (“para ser mujer tengo que desear a los hombres”)

Pero hay a la vez estímulos masculinos reales, más primitivos, descubiertos poco a poco, como la estatura alta o más alta que la mía, el volumen del cuerpo (aunque me repele la silueta en uve, que suele atraer a las mujeres heteras), el vello en torso y piernas, y la barba, tanto a medio crecer (por pinchuda) como crecida (acogedora como un nido)
       
Estos estímulos generan en mí una sexualidad también primitiva, de sumisión/ protección. Me pueden mantener excitada durante horas, me hacen sentir que se doblan mis corvas, me causan una adhesión unida a cierta repugnancia.

Me he planteado si habrá dos planos en mi orientación,
=uno más evolucionado, que incluye el deseo y el gozo, dirigido hacia las mujeres, y el afecto de afinidad, dirigido hacia los varones;
=y otro más arcaico, asociado con el temor, puesto que he descubierto en mi estructura afectiva una fuerte fantasía de sumisión/protección que puede suponer un placer compensatorio, equilibrador de unas angustias previas, que tengo bien identificadas; este plano de atracción/ horror se dirige hacia los varones poderosos y temibles; es decir, que tiene que ver con la secuencia angustia/ fantasía/ compensación y no con una configuración de mi sexuación cerebral.

¿Es el mismo esquema el que, desde las grandes angustias de mi preadolescencia y mi adolescencia, procedentes de mi relación con los varones, se traduciría en la fantasía de ser una muchacha subordinada a ellos, lo que me crearía un placer compensador de tanta angustia? Por cierto, la fantasía de mi subordinación como mujer, iba acompañada de la correlativa comparación con la libertad y  dominancia de los varones.

Este  deseo de sumisión/protección se distingue del masoquismo en que no supone ningún deseo de placer por el dolor,  sino que se encuentra condicionado por un deseo de protección efectiva, que lo equilibra. Para mí, el ser dominante debe ser capaz de ejercer su capacidad de agresión frente al mundo de fuera, e inhibirse frente al mundo de dentro, el de la pareja.

En resumen, mi orientación atenuada hacia la mujer expresa bien mi ambigüedad o intersexualidad fundamental.

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(Circunstancias patologizantes)

Desde los catorce años aprox. fui afligido por una neurosis obsesiva intensa, que asocio con                                la incomprensión social de mi condición sexual.

Hoy veo cómo entre los especialistas existe una gran inseguridad y dispersión al  analizar las causas del hoy llamado Trastorno Obsesivo Compulsivo (TOC)

Se estudian posibles causas biológicas, pero las hipótesis no alcanzan resultados concluyentes. Psicológicamente, se ensayan instrumentos conductistas, cognitivistas, y supongo que etcétera, consiguiendo a veces resultados prácticos muy notables.

Yo, por el tiempo en que formé, desde los años sesenta, mis conocimientos autoanalíticos, autopsicológicos, he conseguido salir adelante, en la práctica, usando herramientas como la noción de símbolo, la de manifestación de lo contrario, la de consciencia y subconsciencia, la de ello, superyó y yo, que proceden de Freud, usándolas con toda heterodoxia y profundizando larguísimamente en ellas a base de encuentros conmigo misma.

Sé que la razón más profunda fue sentir mi yo amenazado. O acaso la amenaza versaba sobre la noción de mi yo ideal (superyo)

Lo digo porque los primerísimos síntomas, sentidos en el colegio, fueron el miedo a un tic nervioso que podía alterar la serenidad de mi cara. Empezaba a sentir un cosquilleo dentro del espacio interior boca-nariz que tenía que resolverse frunciendo el labio superior como para desenredar el cosquilleo. Apenas cedía, y parecía resolverse, comenzaba otra vez, angustiándome.

Los siguientes, un año después, fueron ya del tipo más clásico de miedo al contagio/ miedo a contagiar. Se definieron cuando me enteré de que había un compañero y coetáneo, también de quince o dieciséis años, del que se rumoreó que tenía sífilis. La enfermedad venérea era además humillante, por lo que me dio miedo de contagiarme, miedo doblado por el miedo superyoico a contagiar a otras personas; el compañero no era de mi curso, pero desarrollé un pavor a un contagio por el aire, por su sola proximidad. Parece que era también mi yo ideal lo que estaba amenazado, por pasar a la categoría de persona contagiosa.

Hoy, al pensar en ello, aventuro si la necesidad de ponerme en lo peor, no encubriría un deseo contrario de agresividad, puesto que aquellos años eran también los del desprecio de mi propia masculinidad y mi androfobia extrema. Pero si había agresividad habría también arrepentimiento por ella, en nombre de mi ideal de yo.

El conflicto entre ambas pulsiones corresponde también al análisis de Freud de que encubre el conflicto en un estado todavía no definido entre pulsiones masculinas y femeninas, lo que, cuando lo leí años después me tranquilizó porque podía traducirse a mi cuestión fundamental respecto a mi identidad de género.

Pero de momento, la angustia era tan fuerte, que suscitó los primeros, únicos y afortunadamente no muy absorbentes sentimientos de suicidio de mi vida.

Poco después, relacionados también con la temática del contagio, apareció la temática de suciedad / limpieza, que me forzaba a rituales de lavado de manos casi continuo y duchas irrazonables. Poca duda me cabe de que el miedo a la suciedad material encubría como símbolo el miedo  a la suciedad moral, al sentirme continuamente en deuda con el erotismo de mi deseo de fusión con la imagen de la mujer y la vergüenza que recaía sobre aquel yo ideal feminizado, que sentía que debía ser perfecto e incompatible con la suciedad excrementicia.

Todas las angustias relacionadas con los casi continuos rituales neuróticos y la psiquiatrización de mi vida, me llevaron a pedir a mis padres el internamiento en una clínica psiquiátrica, con diecinueve años, después de que hubieran llegado a mi vida el ensayo de amor a una muchacha francesa, Michèle, y el intento de amor por correspondencia hacia un muchacho francés, Philippe, que me colmó en lo afectivo pero a quien no pude desear.

Estuve en una clínica privada de Madrid tres meses, y fui sometido a un tratamiento de choque de treinta comas insulínicos, entonces en boga (como el electroshock o la lobotomía) y que resultó perfectamente inútil. Los tres meses de clínica me fueron estimulantes en cuanto me alimentaron un sentimiento de autocompasión y me permitieron una animada vida social, con algunas personas de alto nivel de vida sometidas a curas de alcoholismo, entre las cuales estaba una amiga que me fascinó por su seguridad y su humor.

Ahora, en 2015, más de medio siglo después, es útil que diga que lo he ido superando a medida que he ido descubriendo el carácter simbólico de los miedos y angustias que he descrito:

=mi necesidad de un yo ideal femenino que cubriese la carencia de un yo ideal masculino; ese yo ideal femenino, sentido feminófilamente, como perfecto, extático, se ponía en peligro por realidades como la suciedad física, que simbolizaba la moral.

=la imagen rechazada de mi fuerte agresividad contra los varones (androfobia), que representaba simbólicamente como un miedo al contagio / a contagiar (hacer daño) y simbolizaba ocultamente el deseo de hacerles mucho daño. La fantasía se mantenía por su sentido real que permanecía oculto a la consciencia pero transparente a la subconsciencia.

=una fantasía de omnipotencia que me obligaba a hacer todo lo posible y casi lo imposible para evitar ese daño temido/ deseado. Esa obligación moral sin límites me angustiaba mucho conscientemente, y pude superarla sólo cuando interioricé que “yo no soy Dios” y por tanto tengo límites.

Hoy, después de más de veinte años de transición, puedo decir que vivo libre de la neurosis obsesiva, y que los restos menores que quedan los suelo superar con un poco de humor, como quien conoce bien a un antiguo y ya débil enemigo.

La superación coincidió con mi transición. El paso a la realidad de la experiencia identitaria, una experiencia fundada en mi realidad y en mis límites reales, me liberó de las fantasías de deseo de fusión con la imagen de la mujer, porque la práctica diaria de mi identidad, comunicada,  siempre cotejable con la realidad, era mucho más fuerte que su inmovilización en la fantasía erotizada e incomunicada.

Y al ceder el mundo de la fantasía erotizada, cedió también su paralelo, la fantasía obsesivo/ compulsiva.

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(Conclusiones)

Personales

Este largo trabajo de reflexión sobre mi manera de ser me ha llevado casi setenta años, desde las primeras observaciones que tuve que hacer con unos cinco años.

Me ha llevado a poder dar continuidad a mi identidad inicial, que yo entendía de niño pero que era en realidad de niño intersex.

Me hubiera convenido tener referencias sociales que me explicasen mi manera de ser, pero como no existen apenas, todavía, he tenido que seguir mi propio ejemplo, algo que sé que tendríamos que hacer todos los humanos: no someternos a referencias ajenas.

Para mí, por ajenas entiendo las más definidas dentro del binario feminidad  / masculinidad; he tenido que descubrir las propias, que unas veces eran más bien masculinas y otras más bien femeninas, pero siempre a mi manera.

He visto que tengo un sentido épico de la vida, pero en lo abstracto, no relacionado con las luchas concretas, que son más bien masculinas, y un sentido lírico que es más bien femenino.

Mi sentido épico se centra en el combate entre el Bien y el Mal, y me absorbe mucho, sé que supone seguridad y valentía, pero excluye todo lo que en las películas se llama acción, tan explosivo, tan violento, todo lo que en los hombres supone una descarga androgénica, tan deseada, tan relajante.

Mi sentido lírico lo centro de hecho en la contemplación del sol, en su brillo suave o en sus reflejos refulgentes; me ha hecho desear poder quedarme en casa, no tener que exponerme al duro mundo exterior. Todo esto es hipoandrogénico, sé que es apacible, femenino, tanto en hombres como entre mujeres.

Quizá lo épico se ritme con lo lírico en forma de ciclos.

Por eso, ahora, al cabo de tantos años, puedo aceptar que me guste todo lo que sé que es mío, independientemente de que sea más o menos androgénico. Mi éxtasis ante el mar, mi amor por los barcos, por la vida en libertad, que me llevó al sueño de ser marino, la única fantasía profesional que he sentido; esto es épico.

Mi esperanza de que mi definición personal fuera la belleza, la delicadeza, la suavidad de mi cuerpo; el sueño de ser amada, valorada, querida, besada; esto es lírico.

Y aunque sea tan tarde, estoy aprendiendo a explicarme todo esto con una palabra, intersex, que falta en la práctica en nuestro vocabulario y que estoy esperando que se amplíe, incluyendo junto a la intersexualidad corporal, perceptible, la conductual, que deriva a mi entender de algo tan material como la menor o mayor androgenación del cerebro en la edad prenatal.

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Generales

Parto de la convicción de que toda la sexuación deriva de los andrógenos.

Los andrógenos causan la menor o mayor acometividad de los individuos. Aquí está el centro de las conductas femeninas o masculinas, que son objetivamente distintas por su grado de menor o mayor acometividad, y que después se diversifican en una pluralidad de matices.

En la naturaleza, los flujos que determinan la feminidad/ masculinidad no son matemáticamente exactos, sino que se producen de manera difusa, bajo un modelo de más o menos que genera realidades individuales sólo aproximadas: se es más o menos mujer, más o menos varón, más o menos intersex.

Por eso, la androgenación forma un continuo de feminidad/ masculinidad en el que cada ser individual ocupa un lugar determinado, de modo  que 0 andrógenos producen formas muy femeninas y conductas muy maternales (pero estériles), mientras que según van aumentando los andrógenos las formas empiezan siendo más y menos femeninas, luego más o menos intersex y luego menos y más masculinas, y las conductas pasan de ser menos a más acometedoras, diferenciación básica derivada de la menor o mayor presencia de andrógenos.

El número de estas formas viene influido por la existencia de dos llamados atractores estadísticos (un término matemático), abstractos, ideales, uno femenino y otro masculino, en torno a los cuales se sitúan la mayoría de los seres individuales, pero a distintas distancias del atractor, más cerca o más lejos, hasta que se llega a un número relativamente pequeño que está lejos de uno y otro, les intersex, stricto sensu.

La androgenación se hace en dos planos, el fenotípico, relacionado con las formas corporales, y el cerebral, relacionado con la conducta. Ambos planos supongo que se constituyen en diferentes momentos o por diferentes cauces en la androgenación prenatal.

Por tanto, ambos planos se pueden superponer de manera diferenciada, de manera que puede haber por ejemplo mujeres por la forma, que tengan conductas más acometedoras que muchos hombres, y hombres por la forma, que tengan conductas más apacibles que muchas mujeres; la separación entre ambos planos es tan neta, que los conceptos de mujer u hombre por la forma no van acompañados por una conducta menos o más acometedora nada más que estadísticamente.

Partiendo por tanto de este esquema difuso (un más o menos) de la androgenación, he expuesto un origen bioquímico de mi transexualidad, a partir de la acción de un estrógeno, inhibidor de la androgenación, en los primeros momentos de mi gestación. Gracias a la lectura de la obra de divulgación de Moir y Jessel, he constatado causas parecidas que producen efectos semejantes, en el caso de Jim. Esta relación causa/efecto está ampliamente constatada en numerosísimos estudios, que incluyen experimentos como la inducción de conductas femeninas (lordosis) en ratas masculinas, por la modificación de su androgenación prenatal.

Estas observaciones sobre efectos yatrogénicos (causados por la ingesta de medicamentos) son seguramente muy minoritarias, pero clarifican hechos más frecuentes y espontáneos,  en los que variaciones naturales de los niveles androgénicos pueden inducir variaciones de la conducta sexuada.

En este sentido, puedo decir que mis observaciones sobre mi propia experiencia y las de otras personas, me llevan a pensar que los niveles de androgenación son condicionantes aunque no determinantes, es decir, que no obligan a una única forma conductual, sino que dejan abierto un abanico de posibilidades (y no otro), en el que cuentan ya las diferencias biográficas, las condiciones sociales y culturales, las experiencias afectivas…

Es decir, los efectos biogénicos pueden ser muy definidos y perceptibles, pero sus consecuencias en la conducta de género pueden estar bastante abiertas.

Pero el hecho de ver un origen de la transexualidad en las variaciones naturales de la androgenación, en la naturaleza, la sitúa en el terreno de la justificación natural, y le presta una legitimidad de la máxima importancia moral y social, que de por sí libera a las personas transexuales de todo estigma y culpabilización.

La transexualidad (como quizá la homosexualidad) no se debe por tanto a una opción, sino a un condicionante biótico.

Llegando a mi experiencia, este condicionante tiene una dimensión y unos límites. Me ha desmasculinizado hasta cierto punto, pero no me ha feminizado del todo.

Por tanto, debo realizar un tenaz esfuerzo por ser yo misme, en los términos reales de mi ambigüedad o intersexualidad, cuya validez se confirma porque las imágenes con las que me veo me enternecen y me son agradables.

Y debo superar el deseo de fusión con la imagen de la mujer, que me da una imagen superpuesta a la mía que me resulta tranquilizadora, un refugio, pero me hace confundir las dimensiones de sujeto y objeto, lo que me impide, como sujeto, el amor propio, introvertido, y como objeto, el amor extravertido, hacia otra persona, entendida como otra, distinta de mí y por eso fascinante.

Mi naturaleza intersexual cerebral no me ha dejado situarme con claridad ni en el terreno de las mujeres ni en el de los varones; uno y otro se definen por la fuerza de su amor propio, afectivo, hacia quienes “son como yo”,  y la intensidad del amor sexuado al otro, hacia quienes “no son como yo”.

Éstas son dos mitades parciales de la realidad humana: en una de ellas, lo normal es la vida de mujer y lo extraordinario es la realidad masculina, en la otra, lo normal es la vida de hombre y lo extraordinario es la realidad de la mujer, y una y otra mitad se necesitan mutuamente y les cuesta trabajo imaginar las circunstancias de la otra.

En cambio, mi historia me ha acercado a una unificación de lo humano, haciéndome conocer  partes de la vida de hombre y de la vida de mujer, lo que puedo representar en mi capacidad para enseñar, en la que me he visto a veces muy enérgico y a la vez, muy tierna, no intermedia, sino muy intensa en ambos aspectos, resultando muy querida por mis alumnos.

Pero me han limitado mis dificultades para definir una heterosexualidad respecto a mujeres o varones; me he quedado en una añoranza de la compañía, de las caricias, de la mutua entrega, sin la capacidad de concretarla, muy tendente a la espiritualidad; porque estos deseos inalcanzables y estos límites sé que son los de la condición humana.

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NIÑES FEMINIZANTES

Ensayo

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Esquema II:  Feminizantes. Son niñes muy femenines desde sus primeros años, en gestos, preferencias de ropa, amigas, juegos… En la edad escolar, acoso intenso, que puede llevar a una fase de represión o autorrepresión. Suelen tener una orientación definida hacia los varones, por lo que, en la pubertad, pueden priorizar o su orientación o su identidad. En este segundo caso, no suelen tener que operarse, porque su identidad suele formarse al margen y antes que su conciencia genital.
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Notas. En este Conjunto II, empleo la forma “niñes” porque a partir de la pubertad, pueden evolucionar o bien
=con identidad íntima queer o feminizante; o bien
=con identidad masculina, íntima y social, algo feminizante, o bien
=con identidad social masculina, e íntima  femenina (“me siento mujer, pero no necesito vivir como mujer”), o bien
=con identidad femenina, íntima y social.      
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(Propósito de este estudio)

Planteo este estudio como formando un par lógico con el relativo al análisis de mi intersexuación. Soy muy consciente de que, junto a mi ambigüedad más o menos bivalente, existe una feminidad definida en personas XY.

El hecho de escribir estos dos estudios parte entonces de la constatación de que hay por lo menos dos maneras básicas de ser transexual feminizante:  una, parte de una naturaleza conductual ambigua o intersexual; la otra, de una naturaleza conductual definidamente feminizante.

El esquema biográfico de ambas suele ser diferente:
=en la primera, intersex, suele haber una afirmación progresiva de la propia intersexualidad; pero es preciso superar un estado de confusión debido a que nuestra cultura es binarista, cuenta sólo con los conceptos duales de mujer/ hombre, femenina/ masculino, heterosexual/ homosexual, y no tiene en cuenta que existen realidades terceras, ni ofrece ni valora sus referencias.   
=en la segunda, feminizante, suele haber una afirmación infantil de la propia feminidad, seguida hasta ahora por una represión/autorrepresión que lleva a la negación, o desde ahora, por una ayuda familiar muy útil para la expresión, y que a partir de la pubertad requiere la valoración personal del propio futuro: o asumiendo que “me siento mujer, pero no necesito vivir como mujer”`, o asumiendo que “me siento mujer y necesito vivir como mujer”.

Es decir, parto de una primera distinción basada en la naturaleza ambigua o feminizante de las personas trans. Esto es una innovación, nacida a su vez de la propia experiencia transexual, frente a la distinción realizada hace años por Ray Blanchard, que diferenciaba a las personas transexuales por su orientación sexual, distinción seguida por la transexual Anne Lawrence, pero que ha resultado insuficiente como explicación  para muchas personas transexuales.

En esta segunda forma de transexualidad feminizante definida, empleo formas verbales ambiguas,  (persona XY, menor XY feminizante, incluso la innovación sintáctica de un tercer género en -e), aunque muchas veces podría decir simplemente niña XY,  porque su naturaleza es sutil y es preciso  por tanto tener una gran paciencia y un respeto profundo ante sus decisiones, porque su identidad adulta se formará después de la pubertad, cuando su feminidad se entenderá o bien como básica y central, requiriéndose la reasigación de sexogénero, o bien como relativamente marginal, dando lugar a formas de vida ambiguas o queer o incluso identidades sociales masculinas.

Aunque los fundamentos cerebrales menos o más androgénicos de la conducta se establecen en la fase prenatal, hemos de tener en cuenta que la pubertad supone un flujo repentino de andrógenos sobre el cerebro que puede modificar la conducta hasta cierto punto; por ejemplo, se puede pasar de una conducta tímida a otra más impulsiva, o de una indefinición de la orientación, a una definición mucho más clara,

Esta secuencia temporal entre niñez femenina y pubertad impredecible debe ser tenida muy en cuenta al saber cómo se debe tratar a una menor XY feminizante. Va unida a la distinción entre tratamientos reversibles e irreversibles adoptada por The Endocrine Society, de Estados Unidos, y seguida por la Sociedad Endocrinológica Europea.

Voy a razonar en este estudio una importante corrección que propongo, sobre este principio, a las propias recomendaciones de The Endocrine Society. Esta asociación recomienda que los bloqueadores de la pubertad puedan ser usados desde el primer signo de la misma (por lo que entiendo, incluso perceptible sólo analíticamente), con la intención de que el fenotipo y la voz del niñe feminizante no se masculinicen y pueda insertarse socialmente como mujer con toda naturalidad.

Pero, por lo que he dicho, los bloqueadores de la pubertad impiden por definición la experiencia de la pubertad masculina y por tanto la de la libre elección de la criatura entre sus posibilidades de una identidad social femenina o una identidad social masculina.

O libre elección, arrostrando la masculinización de la voz, estatura, etc, o plena inserción en la sociedad, parecen una antinomia irresoluble. Pero creo que hay un margen para evitar una dicotomía tan drástica, porque propongo que los endocrinólogos que hagan el seguimiento de estes niñes usen la ventana que puede existir entre el primer signo analítico y el primer signo de maduración fenotípica, por ejemplo en la voz, aproximadamente un año o dos, para permitirles la experiencia de una pubertad masculina, y decidir por sí mismas si la aceptan o no.

(Cómo son les niñes feminizantes)

Es útil señalar la manera de ser, para comprender la previsible evolución de las menores XY feminizantes, que son muy distintes de lo que yo he vivido como niño muy intermedio, masculino ambiguo o intersexual.

Quiero subrayar que hubiera querido que mi experiencia hubiera sido la misma que la de elles, que me parece más hermosa y más sencilla, pero a lo largo de los años he comprendido que no son iguales, pues lo que para mí ha sido un “quiero ser”, para ellas es un “soy”.

Para mí, el sentimiento básico ha sido de nebulosidad, en la que poco a poco, desde los diez años, fui definiéndome, sintiendo que hubiera sido más feliz naciendo niña, pero a la vez afirmándome como masculino en parte.

Para elles, la consciencia de ser muy femeninas o, dando un paso más, de ser en realidad niñas, ha sido tan precoz, a menudo desde los tres o cuatro años, que ha sufrido la sorpresa de la oposición social o familiar, unida al miedo, y al deseo de ocultar la propia naturaleza, disimulándola o masculinizándose.

La autorrepresión es a menudo la regla, que se puede romper precisamente en la pubertad, no sin grandes dificultades, gracias a la fuerza de la naturaleza,  en forma de querer entenderse como gay,  sin que este entendimiento funcione a la larga.

El sentimiento de ser una niña puede ser a veces tan natural y profundo, y a la vez, mirando a la sociedad, tan doloroso, que hay quien ha pedido a Dios no ya amanecer siendo niña, sino sentirse niño con la misma naturalidad, y no ha podido.

Han preferido jugar a juegos de niñas, con juguetes de niñas y sobre todo con niñas, aunque hayan elegido también algunos juguetes de niños, pero se encuentran más en su medio entre niñas.

Cuando se trata de entender la propia infancia suelo proponer el “test de los Reyes Magos”, es decir, el recuerdo de los juguetes y los juegos preferidos, y su significado como proyecciones del futuro.

Son frecuentes las muñecas de peinar y vestir, los juegos como princesa o sirenita ¿como ser ambiguo?, aunque entre las niñas XX se dé a veces un juego sumario con ellas (dejándolas acostadas todo el día y echándoles colonia, por ejermplo) o tirándolas directamente al patio.

(Y Ken Corbett, en 1999, llamó la atención sobre otros contenidos de los juegos con muñecas, que clasificó como buscando admiración o como defensivos; yo también he pensado que pueden ser entendidas como personajes de juegos no sexuados, o como compañeras de aventuras

Muchas veces, también, las madres y los padres tienen conciencia de la feminidad de estas criaturas antes que ellas mismas, que sin embargo despiertan ante el acoso escolar.  También puede ser que una hermana mayor las tome bajo su tutela, ante este acoso.

Es también frecuente la imitación de la imagen de su madre. Se diferencia de la fascinación propia de menores ambiguos de orientación ginéfila (Edipo) en que, en menores feminizantes, de orientación andrófila, esta imitación sea sobre todo la del arreglo de su madre, proyectando en las transformaciones de su apariencia las mismas que sueñan ver en sí mismas.

En cuanto a la admiración por la ropa femenina, creo que también tiene una enorme fuerza de autoproyección, por cuanto la menor XY femenina ve en ella su futuro anhelado.

(¿Por qué?)

¿Por qué surgen en personas XY estas cualidades femeninas?

Está ya bien establecida la causa biológica, desde las investigaciones de Swaab y Zhou en torno al área cerebral llamada BSTc. La línea de investigación que prueba que los cerebros de los trans masculinos son análogos a los masculinos y los de las trans femeninas intermedios entre los femeninos y los masculinos, está dando abundantes resultados con Antonio Guillamón (2011 y 2012), estudiando los escáneres cerebrales de  24 hombres trans y 18 mujeres trans, total 42,  antes de la hormonación, con quienes usa técnicas de escaneo y comparación con otros 29 hombres y 23 mujeres, total 52 personas no transexuales.

Estas diferencias cerebrales se pueden reflejar en los gestos, los gustos, las preferencias, las afinidades, que distinguen a las mujeres de los hombres; esta conducta puede ser muy definida (masculina o femenina) o ambigua.

En los humanos, el órgano fundamental de la sexualidad es el cerebro, dado que somos seres conscientes, conocedores de nosotros mismos y del medio en el que vivimos, que entendemos nuestros sentimientos y tenemos la voluntad de vivir lo mejor que podamos, de modo que nuestro cerebro es más importante que cualquier otro órgano genital.

Sin embargo, las estructuras cerebrales preparan diversas respuestas conductuales, pero no las aseguran, pues ello depende también de las historias personales y los condicionantes culturales de cada sociedad. Es decir, en cuanto a las formas concretas en las que cada persona XY pueda vivir su feminidad biológica, ésta es condicionante, pero no determinante, influye pero no obliga.

En sociedades más represivas se recurrirá más a expresarse con fórmulas de ambigüedad o`de afeminamiento más o menos sutilmente explícito, que tienda a transmitir la realidad de que “yo me siento mujer”; en sociedades más libres, se tenderá más a expresarse con fórmulas  transexuales.

En consecuencia, en cada persona, en cada sociedad, la conducta de género puede ser más o menos lineal o cruzada con la apariencia corporal; también la identidad de género, el sentimiento de ser mentalmente hombre, mujer o intersex, puede expresarse más o menos plenamente, o más o menos convencionalmente, admitiendo concesiones.

 (Autorrepresión)

Voy a plantear aquí algo que todavía es mayoritario y que ojalá deje de serlo. Es una constante que he observado directamente en estas criaturas, la tendencia a una intensa autorrepresión desde una edad muy temprana, los cinco o los seis años.

El mecanismo es muy simple: la toma de consciencia de la represión ambiental produce la autorrepresión.

Al llegar a la edad de la razón, la menor XY femenina se da cuenta con sorpresa de que sus tendencias naturales, tan espontáneas, son reprendidas en familia o reprochadas y burladas en la calle. Enseguida, su propia docilidad, su propia feminidad, le invita a intentar adaptarse a la norma de la masculinidad.

Puede aprender que andar con “pies de Teresa” (las puntas hacia dentro) es considerado femenino, y esforzarse en poner las puntas hacia fuera. Puede comprender que su voz es demasiado aguda o delicada en sus entonaciones, e intentar hablar de una manera más enérgica. Puede simular que el fútbol le interesa y fijarse en las conversaciones de los muchachillos para incorporarse a ellas.

Todo ello es un teatro, una representación, que le exige un esfuerzo de aprendizaje, pero puede hacerlo con más facilidad para la escena o menos. En el primer caso, puede hacer de su aparente masculinidad una segunda naturaleza.

Puede llegar, incluso, a intentar hipermasculinizarse. Una de las mayores dificultades con que se encuentran estas personas al crecer es que su aspecto o sus hechos son tan hipermasculinos que resulta trabajoso encontrar la personalidad femenina que se encuentra disimulada por ellos.

La autorrepresión, a edades tempranas, cuando es muy profunda, suele producir amnesia de todo lo que se intenta reprimir, por lo que se dificulta que la persona XY  femenina se comprenda a sí misma. Puede carecer de la consciencia de su experiencia como hecho constante a lo largo de su vida. “No me acuerdo”, puede ser la respuesta a las preguntas por su niñez. Incluso es posible que se sienta un malestar constante sin saber por qué. Lo reprimido quiere ser expresado, pero la represión bloquea su comprensión, cualquier toma de consciencia. Los seres humanos necesitamos expresarnos; se puede entender lo que significan muchos años de consciencia de lo que se quiere decir estando obligado a callar; pero esto es un paso más: no es fácil figurarse no saber siquiera lo que se quiere decir.

Puede ser que la autorrepresión sea lo que explique que los primeros estudios de seguimiento de estas menores XY feminizantes hayan dado que la mayoría hayan evolucionado en sentido homosexual, una minoría en sentido heterosexual y una minoría extrema en sentido transexual.

Cabe deducir que, a medida que la represión  ha ido distendiendo sus manos, los estudios de seguimiento actuales den una proporción mayor de salidas transexuales, aunque, por las razones que voy a explicar, estas evoluciones, aun en circunstancias de libertad, no lleguen a serlo todas.

(Pubertad)

Puedo hablar de experiencias directas, pues mantengo amistad, relación, correspondencia, con personas jóvenes XY consideradas femeninas en su niñez, que hoy por hoy viven o bien como varones o bien como mujeres, después de procesos internos sin intervención de terapia alguna.

El punto crucial de su evolución está en su pubertad, en el momento en que la orientación pasa a primer lugar en la consciencia.

Todas esas personas que conozco, menos una, tienen una orientación andrófila, de deseo y amor hacia los varones, que mayoritariamente acompaña a quienes son y se sienten femeninas desde la primera niñez; sólo una de mis amigas en ese caso es ginéfila.

Entre las personas andrófilas, es frecuente una decisión por una identidad social gay. Sus matices se expresan en esa frase que quise entender cuando la oí a un muchacho de apariencia muy masculina: “Yo me siento mujer, pero no necesito vivir como mujer”.

Supongo que quería decir que se sentía mujer sobre todo en el sexo, en la relación con los hombres, pero que eso era tan importante y crucial, que no necesitaba vivir socialmente como una mujer.

Recuerdo aquí que para las personas transexuales ginéfilas o para los heteros feminófilos es muy principal la imagen de la mujer, aureolada por resonacias afectivas y eróticas, pero que para estas personas XY femeninas no lo es, pues toda su afectividad y erotismo están puestos en los varones.

Por eso, a partir de la pubertad, estas personas XY femenina   s pueden elegir entre priorizar su identidad o su orientación.

Entre las primeras, hay personas que han conseguido vivir con completa coherencia identitaria desde sus primeros años. Se puede decir que siempre se han sentido mujeres, inequívocamente mujeres, y que después han llegado a vivir como mujeres con toda naturalidad.

Tengo que señalar que sólo se les presenta una decisión: operarse o no operarse. Este segundo paso se explica porque a menudo, su identidad femenina se ha formado tan temprano, que es fundamentalmente de género, porque no había consciencia alguna de genitalidad. Cuando, ya adultas, se les pregunta si se operarían, pueden decir: “Es que para mí no es necesario”.

Pero ahora voy a hablar de quienes pueden tomar consciencia de que una vida afectiva y sexual como transexual encuentra más dificultades prácticas que una vida como homosexual. Estas dificultades pueden provenir de personas típicas heteras, que no las vean suficientemente femeninas, y de personas típicas homosexuales, que no las vean definidamente masculinas; se solventa de hecho cuando la posible pareja es a su vez atípica en orientación.

Pero puede ser que ante las dificultades estadísticas para encontrar a estas pareja, decidan dejar a un lado sus posibilidades de identidad social femenina, para vivir con mayor plenitud su orientación, incluso adoptando la identidad social de hombre femenino y homosexual. 

Es cierto que la identidad personal femenina sufra con este arreglo. Incluso personas bien adoptadas a esta expresión social pueden sentir que todo su ser no se expresa suficientemente aceptando una identidad social masculina, aunque sea atenuada, y prefieren definirse como  queer o intersex.

En la aceptación parcial de esa identidad social masculina, pueden intervenir consideraciones aparentemente menores, como puede ser que deseen disfrutar de la libertad de la vida masculina, sin las frecuentes sujeciones de la vida femenina, incluso la casi obligación de un arreglo, sentido como fastidioso. O que sientan hasta un placer travestista en el hecho de usar las ropas masculinas, que ven como sexualizadas, cargadas de erotismo. O que les cansen las largas explicaciones que hay que dar sobre la experiencia transexual, comparadas con la evidencia de la homosexualidad.

Puede ser que también se encuentre la facilidad de ser aceptado como un chico muy femenino pero de aspecto masculino, lo que lo hace muy atractivo para muchas sensibilidades homosexuales y se puede administrar socialmente sin dificultad alguna.

Hallado este camino, sé que puede ser que sientan incluso miedo al descubrir la intensidad de su feminidad (después por ejemplo de una fase de fuerte represión), temiendo “tener” que emprender una evolución transexual cuando se encuentran bien en una identidad social homosexual.

En conjunto, todo esto explica por qué las personas XY femeninas pueden preferir, sin renunciar a su feminidad una identidad social masculina; recuérdese: “Yo me siento mujer, pero no necesito vivir como mujer.”

Es posible que les angustie el verse tratadas por sus parejas simplemente como varones, pero si consiguen verse tratadas como varones femeninos, valorada su feminidad, objeto de deseo y de placer, para ellas puede ser suficiente.

Aunque debe recordarse que no es suficiente para aquellas personas XY femeninas que necesitan vivir su identidad femenina socialmente.

Pero en general, esto nos lleva a lo que quería decir al principio de este texto: que para las menores XY feminizantes hay abiertos dos caminos, el de la homosexualidad y el de la transexualidad, y que sólo cada persona puede elegir el que desea seguir.

Es conveniente, si así se desea, vivir durante la niñez y la preadolescencia la experiencia de la transexualidad; pero hay que admitir que, después de la pubertad, ambas experiencias pueden quedar abiertas. Por eso, para que pueda elegir por sí misma, hay que situar los bloqueadores de la pubertad más allá del primer signo sólo analítico de la pubertad, aprovechando la ventana temporal que queda hasta el primer signo perceptible en el cuerpo, para que la persona pueda conocer por sí misma la experiencia de la pubertad y decidir con conocimiento de causa.   


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FEMINOFILIA EN EL SENTIDO MÁS AMPLIO

Ensayo

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Esquema III: Feminofilia. Suelen ser niños con un vacío de modelo paterno, que les hace refugiarse en el modelo materno. Frecuente adoración de la madre. Aversión hacia los hombres. Conducta masculina normal. En la edad escolar, no suelen ser acosados. Orientación muy definida de amor a la mujer, por lo que crean una imagen de mujer que superponen sobre la propia, excitadamente. Con la hormonación suele disminuir esa excitación, pero el vacío de modelo paterno y el refugio en el materno subsisten como identidad. Pueden desear la operación de  reasignación de sexo para parecerse más a esa forma deseada.
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Notas. En este Conjunto III,  el vacío de  modelo paterno puede ser menos o más intenso. Cuando es menos intenso, puede dar lugar a una personalidad masculina y hetera, que sólo necesita expresar esporádica o periódicamente su adhesión al modelo materno. Cuando el vacío es más completo (por ejemplo en casos de malos tratos), puede dar lugar a una transexualidad estable.
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Este tercer estudio se inserta junto a los dos anteriores, sobre mi experiencia transexual intersex y la experiencia feminizante, a la vez que se diferencia de ellos en que tienen probablemente una base más biológica, mientras que la feminofilia es más afectiva o psicológica por su origen.

Aventuro que nace de una dificultad o carencia de afectos masculinos, en personas  XY  heterosexuales, que causa  la necesidad de sustituir en todo o en parte una autoimagen corporal masculina por una autoimagen corporal femenina.

Es como si quien siente esta experiencia se dijera: “Yo no puedo amar más que a la mujer; por tanto, si quiero aceptarme a mí mismo tiene que ser con la imagen de una mujer. Puedo aceptar ser como soy, masculino, hetero, pero no tengo sentimientos androafectivos, la imagen de un varón no existe para mí y en cambio la imagen de una mujer me resulta un refugio, me tranquiliza  o me excita y quisiera verla ante mí a cada momento, incluso en mí, al ver-me, al mirar-me en el espejo, al aparecer mi imagen personal ante mis ojos”.

En las otras circunstancias, que son la mayoría, en las personas XY existe una fuerte homosentimentalidad que es la condición que permite la heterosexualidad.

En sus primeros años, el niño desarrolla una afectividad dirigida a su madre, que es sin embargo diferente, y a quienes le son más afines en aficiones, reacciones, perspectivas: el padre y los otros niños.
Así se forma un “los niños con los niños y las niñas con las niñas” que permite el aprendizaje de la vida de varón y el orgullo por emular a quienes sirven de ejemplo, los varones mayores.

A la vez, las niñas son vistas con asombro también como diferentes. Extraña su manera de ser y no es necesario convivir con ellas. Por tanto, se forma una identidad social masculina, que alcanza su máxima intensidad en la preadolescencia, en las pandillas de chicos varones.

Inmediatamente después, en la pubertad, cambia el equilibrio hormonal y empieza la fascinación sexual por las mujeres.

Pero está también muy formada una afectividad intermasculina y esa fascinación no se convierte en deseo de fusión con los nuevos seres amados, tan absorbentes; la admiración tiende a la imitación en otros terrenos,  pero ahora puede ponerse en ellas toda la atención, la admiración por su gracia, su corporalidad, su manera de ser, sin querer ser como ellas.

Por eso, la homoafectividad u homosentimentalidad intermasculina es la condición que permite la heterosexualidad.

Cuando falta la homoafectividad u homosentimentalidad surge el deseo de fusión con la imagen de la mujer.

Esa falta puede ser parcial o total. En la mayoría, es sólo algo lateral, insistente pero que ni siquiera abarca toda la sexualidad. Se basa en una homosentimentalidad ligera, pero suficiente en la práctica. Se sabe que la admiración por la mujer, el deseo por la mujer, la práctica hetera son compatibles con un sueño ocasional que puede ser mantenido en silencio; a la vez, en los espacios no sexualizados de la existencia, trabajo, sociedad, relaciones familiares, se existe con naturalidad e incluso con alivio, olvidándose temporalmente de ese sueño.

Es posible entonces reconocer la fuerza de la propia heterosexualidad, sin más que alguna preocupación por cómo vivir en la práctica ese sueño. Lo más frecuente es que dé lugar a travestimientos en la soledad, o al empleo de alguna prenda aislada como símbolo de todo lo que se siente, o a la declaración de toda la complejidad personal ante la mujer a la que se ama profundamente y con quien se desea compartir toda la vida, y acaso ante la posibilidad de compartir complejidades afectivas con ella…

Hay por tanto una heterosexualidad feminófila que puede ser plena.

Cuando el vacío de homosentimentalidad es más total, puede llegarse a la transexualidad feminófila.

Puede ser natural, poco dramático. Basta la relativa lejanía del padre o la relativa distancia de  los compañeros, sobre todo de los “amigos del alma”, que pueden encontrarse o no. Depende también de la afectividad del niño, que puede verse muy frustrado por sus deseos de cariño y por lo poco que encuentre. O por sus dificultades de comunicación, procedentes quizá de su misma mayor inteligencia que la media de su ambiente, de su sensibilidad, de su capacidad de introspección…

A veces, el vacío de homoafectividad puede venir de razones más fuertes. Un acoso escolar, a veces inconsciente pero criminal, por las mismas causas que acabo de exponer, o un padre maltratador de la madre e incluso del niño, que le obliga a buscar refugio en la madre, o en alguna otra mujer mayor, o en alguna compañera, sin poder encontrarlo en otros varones.

Entonces puede surgir la transexualidad, como decía antes, por razones sólo psicológicas, sin intervención de otras causas biológicas.

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Unas palabras sobre el nombre feminofilia, que me parece surgido en el medio lingüistico de la lengua española, porque no veo su existencia en los medios de la lengua inglesa o la francesa. Señala lo fundamental de lo que estoy diciendo, porque se refiere al amor a la mujer.

En cambio, el primero que se ha empleado, travestismo, desde magnus Hirschfeld, señala sólo uno de sus efectos, y al no pensarse en su causa, queda inexplicado, como una fuente de placer que no se entiende, y clasificado con el término paraguas de parafilia; al no entender el profundo carácter adaptativo, compensatorio, de este símbolo, queda descrito como un trastorno.

En realidad, hay que entenderlo en toda su profunda realidad; se puede percibir entonces su intensa estética, su seriedad existencial, una más de las maneras en que los seres humanos nos adaptamos a la diversidad de situaciones ambientales.

Una persona feminófila está diciendo: “Mirad lo que sueño, que es mi manera propia de ser feliz”.

En el caso de la transexualidad feminófila, la primera descripción que la ha identificado ha sido el término “autoginefilia”, creado por el psicólogo canadiense Ray Blanchard y aceptado por la transexual Anne Lawrence, que ha sido reconocida por la WPATH, o asociación médica especializada en la transexualidad. Autoginefilia viene a significar lo mismo que feminofilia, pero en el desarrollo  estudioso y público de esta noción se llegó sólo a ver la relación de este sentimiento con la segunda parte de esta secuencia, el placer, desconociéndose la primera, el vacío de identidad, con lo que en la práctica el término autoginefilia ha quedado demasiado asociado a un entendimiento de esta transexualidad como condicionamiento del placer.

No es extraño que la mayoría de las personas transexuales feminófilas no se hayan visto reconocidas en toda su complejidad por este término, lo que lleva a la extensión de la forma alternativa de feminofilia.

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Hay algo de diálogo entre el yo deseante y el yo deseado. Este diálogo presupone una dualidad real entre la persona feminófila y su imagen femenina.

Esta dualidad, a veces, genera una doble identidad, estructurada en tiempos: unos de identidad masculina y otros de identidad femenina, una alternancia entra ambas experiencias. La persona feminófila puede  usar nombres alternativos, pasando de un momento a otro, de un nombre a otro, de una identidad a otra.

También cuando el vacío de lo masculino puede ser  total, la persona llega a una identidad única femenina y abarcadora de toda su realidad. En este caso, la nueva identidad se hace permanente y se llega a un cambio de identidad social e incluso a una reasignación genital.

En ambos casos, me gusta la palabra travesti, la primera que encontré, y sus connotaciones en América Latina, como desafiante, valiente, insumisa a la opresión…

Ante ella, ante sus imágenes, que pueden incluir a la travesti afeitándose, o enfrentándose con una vida marginal, o gozando de su desafío al mundo con tal de vivir como desea, se siente el temblor luminoso de la vida.

Hay precisamente una fuerza intersexual, hermosa, en este desafío. La he visto cuando supe que algunas travestis del Ecuador tomaron la costumbre de hacer una cruz con el dedo en el suelo, al salir de su alojamiento, pidiendo sólo no tener miedo a que las maten; no ya  que no las maten.

¿No es necesario vivir la experiencia del travestimiento o la transexualidad poniendo en peligro la propia vida?

¿No es una señal de la seriedad, de la profundidad de esta experiencia?

¿No se siente en todo su esplendor cuando se pasa la mano sobre una mejilla maquillada pero algo pinchuda por la barba?

¿O cuando se oye una voz profunda sobre un cuerpo redondeado por las turgencias de las prótesis?

El horror de la miseria en la que hay que vivir con frecuencia dada la marginalidad social, el poder destructivo de las drogas, el acecho de la corrupción policial, la esclavitud de los sicarios, el dolor de un día a día sin poder escaparse, la rutina de una prostitución con varones cuando se ama a las mujeres, no disminuyen sino que exaltan la grandeza de esta fidelidad a los propios sentimientos, la necesidad de adaptación personal o de superación de las circunstancias que cada cual encuentra.

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La feminofilia se puede dar también en la intersexualidad conductual o cerebral, en la que la heterosexualidad aparece atenuada, porque lo sé por mi propia experiencia.

Desde los cuatro o los cinco años empecé a sentir la experiencia de mi inadecuación con la masculinidad plena y después de la pubertad aparecieron sentimientos feminófilos muy intensos, que fueron los que, de hecho, me llevaron a la salida en sentido transgenérico.

Por otra parte, mi intersexualidad necesitaba expresarse como tal, pero la cultura ambiente, completamente binaria, no me dejaba ver esta salida personal. Sentía la feminofilia como fascinación, pero personalmente poco adecuada.

Mi necesidad era expresar que soy intersex y que rechazo la genitalidad masculina, pero esto es distinto del centro de la feminofilia, que es la fusión con la imagen de la mujer en el espejo, imagen relacionada con el atractivo de la mujer, en corporalidad, en ropas, en género social.

 Cuando tuve ocasión de desbloquear mi evolución, de pasar de la fantasía a la práctica, la feminofilia se desvaneció por sí misma.

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Sin embargo, la experiencia personal de la feminofilia, me ha hecho comprender una experiencia que es también muy frecuente entre las personas feminófilas.

Como la aspiración más alta es una fusión con la imagen de la mujer, puede que se establezca este razonamiento: “Si voy a ser mujer tienen que atraerme los hombres”.

Entonces empieza un intento, que en mí ha durado casi toda mi vida, en el que el hombre aparece como la gran esperanza de confirmación de que hemos conseguido la fusión.

Pero recuérdese que nuestra verdad es que somos más o menos heterosexuales. Es posible acercarse a nuestro deseo sólo si descubrimos nuestra afectividad, nuestra afinidad hacia algunos hombres, que puede ser muy intensa, y si la confundimos con el deseo sexual.

Es necesario organizar nuestra afectividad con arreglo a nuestra realidad: si nuestras relaciones con los hombres son homosentimentales, homoafectivas, darles este nombre; si nuestras relaciones con la mujer son de la clase de refugio, o consuelo, o compensación ante la falta de afecto masculino, aceptar con naturalidad que nuestra propia imagen necesita ser parecida a la de una mujer.

El modelo de las travestis de América Latina me parece muy útil; pueden ser transvestistas, transgenéricas o transexuales;  ginesexuales o androsexuales; pero de hecho aceptan que tienen una biología masculina y una configuración femenina; juegan con ambos elementos; los viven con naturalidad.

Y con belleza y dignidad. Tengo guardada la imagen de un muchacho con el cabello largo, un cuerpo musculoso, sin arreglo alguno, y que avanza con decisión envuelto en un vestido de tirantes anchos, sucio como si fuera una camiseta. También esta imagen me habla de la bivalencia o la ambigüedad que hay en la vida feminófila. También este muchacho me enternece.

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En la medida en que la feminofilia permite muchas veces una vida integrada en lo social y laboral, y queda como práctica en la intimidad, los feminófilos no suelen necesitar de orientación psicológica o médica, lo que impide decir hasta qué punto está extendida. Sólo se puede intuir que es muy frecuente, e imaginar que alcanza cifras como el diez por ciento de la población y aun mayores.

En el caso de la transexualidad feminófila, en la que se decide una identidad social femenina permanente, siendo las cifras totales mucho más pequeñas, se habla de que las transexuales ginesexuales, o amantes de la mujer, pueden ser más numerosas que las transexuales androsexuales.

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Las notas características del “deseo erotizado de fusión con la imagen de la mujer en el espejo”, o “deseo feminizante”, en las personas feminófilas y trans intersex, amantes de la mujer, que no existe en las personas trans feminizantes, amantes de los varones, son:

=a. su función como refugio o de compensación identitaria ante un vacío de identidad, que centra la atención en una  autoimagen muy feminizante y excitante;
=b. pero forma un velo, sostenido por el deseo, que mientras existe impide ver, aceptar y  desarrollar la realidad personal, con su dimensión masculina, porque resulta  rechazada o menos estimulante; 
=c. el deseo de identificación excitante con la mujer puede llegar a un intento de semiorientación hacia el varón, para cumplir todas las expectativas; 
=d. la imagen de la mujer es limitada, poco real: arquetípica, joven y llamativa, externa, visual; no es interna, referida a la experiencia de la vida de la mujer, por ejemplo, en su relación real con sus hijos o en su cotidianidad, que puede ser prosaica;
=e. la excitación puede ser un automatismo no deseado, que contradice la necesidad identitaria;
=f. los estímulos excitantes, en el vacío de la fantasía, lejos de la realidad, están sometidos a un efecto de umbral, que requiere un suministro de estímulo cada vez mayor, para conseguir los mismos efectos;
=g. como efecto de la fatiga del erotismo, hay una sujeción a períodos de excitación y de cansancio, incluso de vergüenza y rechazo (“purgaciones”, en las que se desea liberarse de este proceso, y se tiran las ropas adquiridas, las fotos, etc);
=h. por depender de la cantidad de andrógenos en el organismo, este deseo disminuye con la libido al iniciar un proceso transexual con la hormonación, pero no desaparece, porque es estructural, identitario;  
=i. los factores identitarios, reflexivos (vacío/ refugio), pueden ser más determinantes para seguir adelante, asumiendo la realidad del vacío de modelo paterno y la necesidad de refugio en el modelo materno.  
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Intentaré rehacer aquí los sentimientos feminófilos; lo escribo en primera persona, para expresar la vivacidad de los sentimientos, pero al decir yo, hablo unas veces de mí y otras veces de otras personas. Pueden ser a veces irracionales, pero los sentimientos no distinguen de racionalidad ni irracionalidad:

Feminofilia es mirar a una mujer y desear ser ella. Las barreras se desvanecen. Yo soy lo que deseo.

Quiero que su ropa sea la mía, para poder ser ella. La ropa es la persona.

Quiero ser esa persona. Tan hermosa como ella.

Quiero abandonar la grisedad y la tristeza de mi vida masculina. Quiero compartir esa vida de hermosura.

Es encantador vivir una existencia centrada en la belleza.

La miro durante horas. La admiro. Acepto cada molécula de su ser. Cada actitud, cada gesto. Quiero que sean los míos. La imito, sin darme cuenta. Y cuando me doy cuenta, sigo imitándola.

Casi éxtasis.

Otras personas trans, yo no tanto, en mi caso, hablarían también de esto:

Les atraía desde la niñez la vida de las niñas. Tener sus muñecas, su ropa, sus cabellos. Ser como ellas.

Que todos puedan ver en mí lo que yo amo. Que me vean tal como quisiera ser.

Que cada minuto de mi vida haya sido un minuto de una vida de niña, valorada, protegida, cuidada.

Encantadora.

Una parte de esa maravilla que es la vida de mujer.

Si este sentimiento va acompañado por el desinterés por la vida masculina, si la vida masculina es para mí gris y fea, para mí, y triste, sin las ventajas que encuentran los hombres, ni sus alegrías, entonces mi esperanza es la feminofilia.

Centrada únicamente en compartir la vida de las mujeres, aunque me pueden gustar también más o menos los hombres. Una cosa es ser y otra gustar. Sin desear llegar a una vida masculina, aunque pueden gustarme los hombres, incluso de hecho, sin pensarlo.

No será sólo que me impresionen más o menos las mujeres. Será también que no pueda adoptar una identidad masculina.

Puede ser incluso que sienta rechazo por los órganos masculinos. Que al tomar una ducha procure no mirarlos.

O no tocarlos. Puede ser que la intensidad del deseo me lleve a masturbarme, pero puede ser también que lo haga con amargura.

Comprendiendo que mi cuerpo no es del todo como el de una mujer, que será lo que más desee.

Ahora, la otra posibilidad. Si puedo volver a la vida masculina, si me es en conjunto agradable como tal forma de vida, entonces seré un varón hetero feminófilo.

Que puede separar su vida profesional, familiar, social, de su pasión, como puede separarla de su amor a la música, por ejemplo.

Cinco días trabajando, en un trabajo muy masculino, que además, me guste, y el viernes, por ejemplo, tocando la batería.

Y el sábado por la tarde, ensayando.

¿No hay fans, fanáticos de la belleza, que idolatran la belleza?

Pues yo seré una fan, que tiene pósters de mis ídolos en mi cuarto.

¿No llega a ser la identidad de las fans la imagen de sus ídolos?

Pues mi identidad será la imagen de la mujer que vibra en mi imaginación en cada momento.

Mi identidad es mi deseo.

Cuando mi deseo cese yo puedo volver a mi identidad masculina, con la normalidad y lo corriente de cualquier vida masculina.

Otros pensamientos llegan a la imaginación de las personas feminófilas:

Me interesan los deportes. Encuentro buena la afición por los deportes, porque descansa la imaginación.

Me compro un diario de deportes y encuentro conversación con los amigos.

Si te deja un margen de masculinidad bastante amplio, placentero, serás un varón hetero feminófilo. Si no te lo deja, si el interés por la vida de mujer o la pasión por la mujer, según cada persona (interés o pasión) es lo único que te alegra y llena tu vida, serás transexual feminófila.

Kathy Dee, que escribió una autobiografía muy valiosa, cuenta que una amiga suya, transexual, operada, se pasaba horas y horas bañándose, mirando su cuerpo de piel muy blanca, en el agua transparente.

Pienso yo que la mujer con la que soñaba estaba ya allí, y no dejaba de estarlo, una vez que se levantaba y salía del baño, iba con ella, se vestía con ella, andaba con ella con sus movimientos conscientes de mujer.

La estructura de este sentimiento era dual: yo que miro y lo que miro, mi feminidad. En las mujeres heteras o lesbianas, este sentimiento es más sencillo, es sólo yo que miro.

Por eso, para los feminófilos que pueden salir del deseo y volver a su identidad masculina, todo equivale a una mujer con la que sueñan y que acercan a sí hasta el punto de expresarla con su cuerpo, que se convierte en la materia con la que un artista hace su arte.

Pueden tener incluso una identidad masculina heterosexual. Pueden hacer una vida masculina heterosexual, casarse con una mujer, amarla y desearla, tener hijos.

Sólo su sueño, su arte, es la feminofilia. Pueden dedicarle un tiempo y no otro, y en ambos se sienten a gusto. Pueden trabajar en la impersonación de mujeres y, al terminar, como vi una vez en un documental australiano, pueden volver a vestir de hombres con naturalidad. El artista de cabaret del que trataba el documental, a veces llegaba al cabaret con su hijo de unos diez años y, al terminar su actuación, con su camisa y su pantalón claros, volvía con él, andando por el paseo marítimo como cualquier padre con su hijo.

Algunos sentimientos son muy fuertes. Hay quienes han experimentado esto:

Mi padre (un padre) maltrataba a mi madre y me maltrataba a mí; por eso yo no puedo querer ser como mi padre.

Los varones no representan nada para mí. No quiero a ninguno.

Si tuviese que vivir entre varones y como varón, me llegaría una tristeza muy gris. Por eso me refugio entre mujeres, como me refugiaba en mi madre.


Yo quiero vivir en un mundo de mujeres. No sé cómo todas las mujeres no aman a las mujeres.