domingo, 9 de diciembre de 2007

Experiencia personal: Ida y vuelta de una transición




Publicado previamente en http://carlaantonelli.com/
Texto ampliado






Hago este balance de mi transición a los dieciséis años de haberla empezado, por mí, porque necesito saber dónde estoy, pero también por quienes puedan reconocerse más o menos en mí. Desde luego, el titulo indica que ya no estoy de ida, sino de vuelta, aunque quiero explicarme y explicar hasta qué punto estoy de vuelta. En todo caso, la idea de la relativización de la transexualidad, por lo menos en mí, se me reafirma. No se trata de verme igual que una mujer, sino de verme como soy, aceptando mis elementos masculinos y mis elementos ambiguos.

Perdonadme que haga el comentario hablando de mi experiencia, pero es que me parece que es necesario que se cuenten más experiencias y las teorías no se queden en el aire. Por otra parte, estoy segura de que habrá mucha gente que se reconocerá más o menos en lo que digo, de manera que ésta no es sólo mi historia, sino que puede ser parecida a la historia de otras personas.

Sobre todo, para quienes están empezando el camino de ida, puede ser interesante leer lo que dice alguien que está de vuelta, a dónde he llegado y a dónde no, y lo que he aprendido por el camino. Pues adelante.

Yo he tenido toda mi vida oscilaciones identitarias. Pero en 1991, ya no podía más y por eso empecé a dar los pasos que poco a poco me llevaron a hacer la transición.

Sabía todo lo que no había en mí de femenino, pero esperaba que la condición de mujer estuviera en mí reprimida, y que según avanzara el cambio, se decantase también la feminidad en mi manera de ser.

Sin embargo, el nombre lo elegí porque era ambiguo; me recordaba a la vez a Kim Novak, que me había fascinado en “Me enamoré de una bruja” y a Kim Philby, un espía doble de la Guerra Fría; me hubiera encantado ser espía; moverse sin que te vean.

Empecé la transición en condiciones muy difíciles; creía que mi trabajo, que era la enseñanza, me impediría hacerlo públicamente. También veía obstáculos insuperables en mi estatura, en el tamaño de mis pies, en mi voz, en mis entradas.

Estaba dispuesta, de todos modos; había pasado tantos años de represión que cualquier paso era suficiente para mí. Empecé sin pedir mucho: siendo trans entre trans. Fue muy grande entrar en contacto con Transexualia. Aunque fuera con ropa masculina, poder hablar con Mónica, Jenny, Nancy, Miriam, Juana, Raquel, era muy suficiente para mí. Y que ellas me considerasen trans.

Presentarme en público como trans, aunque fuera en petit comité, tuvo una consecuencia inesperada: había tenido en mi juventud un amigo homosexual –por carta- que fue la vida para mí; y ahora me gustaron los homosexuales en general. Hasta entonces había tenido con ellos un sentimiento desengañado: “No soy como vosotros”. Pero ese verano de 1991 estuve en Cogam, en Madrid, y me presenté como transexual, es decir, diciendo en voz alta para ellos y para mí: “No soy homosexual”. Y establecer esa barrera de seguridad, fue suficiente como para que me diera cuenta de que eran un tipo de hombre distinto: tiernos entre sí, cariñosos, se saludaban con besos, se acariciaban los brazos, nada prepotentes, nada jactanciosos. Un modelo de hombre que no tenía los defectos que en mi niñez me habían echado atrás de los hombres. Pensé que me gustaban, sentimentalmente, y de que si hubiera tenido un amigo gay en mi niñez, quizá, por sentimentalismo –no por sexo- hubiera sido gay y no transexual.

Desde entonces eso es tan fuerte que mi mejor amigo es gay, que me encanta estar con gays, que me echo a llorar leyendo novelas de amor gays y me ha encantado cuando he tenido la ocasión de besar a un gay o de sentir su mejilla pinchuda o suavemente barbuda o de que me acaricie el brazo. Y no hay sexo en nada de ello, nada más que sentimiento:

Porque los veo como si me viera a mí mismo, en mi adolescencia gentil, esbelta, triste y extraviada. Ellos también han estado estupefactos de descubrirse gays y con frecuencia se sintieron solos y luego marginados y ridiculizados. Sois como yo.

Cuento esto con detalle, porque ha sido fundamental para que a lo largo de estos años empezara a aceptar la especial masculinidad que hay en mí. Soy como vosotros.

Pero de momento, preferí obviar este descubrimiento. Mi voluntad fundamental seguía siendo cambiar de género.

Encontré en 1993 a mi amiga Merche, que me fue importantísima, porque estuvo junto a mí. Gracias a ella, mi transición no fue a solas.

Pero me seguía pareciendo que tenía que ser limitada. Empecé a hormonarme –bajo supervisión médica, desde luego- pero opté por la ropa unisex. Le llamaba así por ejemplo a los chándales. Poco a poco me decidí a completarla con collares, pendientes, maquillaje y cabellos cuidados –por Merche, que es peluquera- y teñidos. La imagen que me importaba era la que tenía ante mis ojos, pero no me cuidaba de la imagen a los ojos ajenos, lo que hubiera debido hacer, porque la idea, en sí, era buena pero mi imagen era torpe y rara –lo vi al hacerme unas fotos.

Ya trabajaba así, vivía así, y mi trabajo se mantenía sin demasiados problemas gracias al respeto y el cariño de mis estudiantes. Por entonces, simplemente yo me estaba feminizando, con gran alegría y grandes esperanzas. Seguía tratando a muchas trans y era feliz entre ellas.

Para mí, todo culminó el 5 de enero de 1995, cuando me operé. Había estado dispuesta incluso a operarme aunque nadie lo supiera, simplemente por mí, para que lo supiera yo. Hubiera sido también suficiente para mí; una isla de salvación en el negro océano de desesperación en el que había vivido durante decenios.

De acuerdo con mi manera de ver las cosas seguí vistiendo ropa unisex, aun operada, casi dos años más, hasta que la evolución de las cosas sociales me convenció de que sería mejor dar un paso más, y lo di: en octubre de 1996 me puse falda para empezar el curso.

Ya por entonces me maquillaba y pintaba todos los días, llevaba medias y ropa interior apropiada, usaba bolso, me puse una peluca para mejorar mi aspecto, formaba nuevos hábitos que se volvían naturales. Entraba decididamente en los aseos de señoras (hasta entonces, mis entradas habían sido furtivas, y deseando que nadie me viera), porque ahora eso era lo lógico.

Sin embargo, la plena identidad como mujer no llegaba. Además, cada vez me interesaba menos.

Uno –uno- de los resortes que habían empujado mi transición era la autoginefilia, la fascinación por la imagen de la mujer superpuesta sobre la propia, el erotismo del espejo. Había sido suficiente que la libido bajara por la hormonación para que la autoginefilia empezara a ceder.

Me habían fascinado los pechos y los sujetadores, hasta el punto de que mis fantasías se centraban en ellos; ya no; dejé de usar sujetadores, un latazo y ahora me fastidia tener pechos. Después, lentamente, a lo largo de años, dejó de interesarme el maquillaje, y dejé de maquillarme: desde entonces, la cara “lavá”. Hace poco, me he aburrido de los bolsos; salgo a la calle con la cartera en la mano; es más cómodo.

Por otra parte, miro mi historia, y veo a un joven varón, alto, delgado, tímido, melancólico, sensible. Algo ahusado de silueta, manos de dedos largos, facciones suaves, expresión soñadora. Consciente de ser distinto desde los ocho o los nueve o los diez años y contento de ser como soy aunque con el sufrimiento de ver que diferencia significaba no integración. Lo veo ahora haciendo juego con tantos homosexuales que son como él aunque tambén se distingue de ellos en el deseo; no desea como ellos desean.

La experiencia de Cogam me ha hecho aceptar lo que soy. También veo que la transexualidad fue un recurso para no ahogarme, cuando pensaba que nadie me quería y que yo no era digno de amor: era demasiado torpe y tímido. Pero el amor es una verdadera necesidad para cualquier persona, un hambre.

Pero también soñé en mi adolescencia ser un joven príncipe del que nadie sabía su condición y de pronto se revelaba y surgía la admiración de todos por él; o ser un niño, tan guapo como yo lo fui, a quien un viejo pescador hubiera querido como un padre y enseñado a ser grumete; proyectos que tenían en común que no requerían un cambio de género, pero que resultaban inviables. Ahora, cuando lo pienso, me doy cuenta de que en estos dos deseos- deseos de ser amado, a fin de cuentas- me figuraba siendo varón. Y eran dos a uno, en relación con el deseo de cambiar de sexo.

Sé que, si de alguna manera hubiera podido hacerlos realidad, si hubiera resultado que, por lo menos, fuera el nieto de un marqués o hubiera podido ser marino, gran parte de mi afectividad se hubiera lanzado por estos medios de ser admirado y querido de la manera que yo quería y quizá no hubiera sido tan importante cambiar de sexo.

Cuando veo todo esto, es como si apareciera ante mí la clave de mi transexualidad, como si descubriera su realidad, hecha de inseguridad, de necesidad de valoración y de aprecio, pero necesidad angustiosa, del recurso continuo a distintas posibilidades que me permitiesen resolver mis conflictos, ganar esa estimación ajena que no encontraba: y para eso, cambiar de sexo, o ser un príncipe, o ser un grumete. Y de estas tres posibilidades, cuya fuerza es simbólica, la única que resultó posible, por raro que parezca, la única que podía calmar mi angustia en la práctica era cambiar de sexo.

Angustia, inseguridad. Era un niño, un adolescente sensible, introvertido, distinto de los demás, pero no femenino. Y la sensación de ser distinto intensificada por la falta de aprecio hacia mi manera de ser que era lo que encontraba. Rechazado, tampoco podía querer, ni admirar, ni sentirme uno más. Sólo rechazaba. Rechacé la imagen de varón, sólo me quedaba la imagen de la mujer. Y su fascinación.

Hasta que la convivencia con los homosexuales me hizo ver que hay una manera de ser varón que me gusta. Y más cuando descubrí que los muchachos a quienes he admirado y querido eran o son precisamente la imagen de lo que yo hubiera querido ser.

Por fin veo que está formándoseme una identidad estable que es a la vez masculina y ambigua.

Me gusta ser masculino y ambiguo, porque es ser como soy. Para entenderme, tengo que decir que es muy importante la parte de ambiguo, casi tanto como la de masculino.

Ser ambiguo para mí significa tener algunas cualidades como la sensibilidad, hasta la melancolía, la vulnerabilidad, la comprensión por encima de todo, la delicadeza, el temperamento de artista, cosas que también pueden ser propias de muchos hombres pero que en general se dan entre los menos androgénicos. Y yo soy sin duda hipoandrogénico. Haber sido lector, soñador, llorica, tímido, cobarde, en mi niñez, y no deportista, realista, descarado, audaz, valiente, es uno de los resultados normales de la hipoandrogenia. Ésta es una de las claves de mi realidad y bien visto, me gusta y me enorgullezco de ser así.

Algunos de los matices de mi hipoandrogenia tocan como es natural lo biológico. Soy básicamente heterosexual, en el sentido de que me agradan espontáneamente las mujeres, que las miro con agrado, es la palabra, pero mi heterosexualidad es difusa. Cada vez que he intentado centrarme en ese agrado, que me guste una mujer concreta, he sentido poderosas resistencias. Inmediatamente le encuentro defectos insuperables. Tampoco tengo ni siquiera sentimientos por la mujer tan fuertes como el compañerismo, la emoción y la ternura que siento por los homosexuales.

Tampoco siento la pulsión de la sexualidad activa. Tuve que leer una vez, por casualidad, los impulsos que sienten los hombres, para enterarme, no sin extrañeza y poco interés por ellos.

Eso explica que la salida de mi sexualidad haya sido la autoginefilia, una reacción de muchas personas transexuales, no de todas (autós = sí mismo; giné = mujer; filia = amor; amor a la mujer en sí mismo) en la que el interés por la mujer, en general, se vuelve sobre la imagen de la mujer en sí mismo, la imagen de la mujer en el espejo. Pero ahora, como digo, hasta la autoginefilia ha volado.

Quizá –pero sólo quizás- mi hipoandrogenia explique que lo único que permanece bastante estable después de estos años, en mi caso, sea el desagrado por los genitales masculinos.

Me imagino como si estuvieran de nuevo en mi cuerpo y me desagradan; me agrada más estar como estoy, francamente, tocar con mi mano esa región y ver que no hay nada; me tranquiliza.

El desagrado es físico y simbólico; no me agrada imaginar su forma; y tampoco me gusta lo que representan, que imagino únicamente como poder y temor.

Pero, para precisar más mis sentimientos, en esta hora de recapitulación, tengo que decir que mis genitales me parecían algo sencillo, tierno y natural en mi infancia; desde luego, imaginaba entonces que sólo servian para hacer pis, una necesidad menor; es decir, que mis sentimientos negativos no son absolutos; incluso pienso que empezaron después de la operación de fimosis que tuve que hacerme con unos nueve o diez años, cuando al descapullarse, el resultado me pareció brutal y feo.

Luego, en la pubertad, llegó el trauma ante su funcionalidad y sobre todo ante el hecho de que ésta me igualara con la sexualidad naciente de mis compañeros, que empezó antes que la mía -era un año menor- y que no comprendía y rechazaba con vehemencia. Entonces comenzó la obsesión y el no.

Pero ahora puedo reconocer que es verdad que, para alguien que no esté traumatizado, los genitales masculinos pueden representar algo tan dulce como el caño por el que pasa la vida; o la seguridad de sus familiares; o la firme bondad. Hay hombres que son buenos y amables; la mayoría; son paternales, llegado el momento; imaginarlos como padres, como buenos padres, es lo más justo que se puede decir de ellos; quizá yo podría reeducarme para pensar eso, incluso para haberlo pensado de mí cuando estaba a tiempo; quizá ese sentimiento y esa esperanza –ser un día como mi padre o como mi abuelo- me hubiera compensado suavemente, gradualmente, de mis sentimientos de rechazo, me hubiera hecho sentir cierta ternura por mi cuerpo tal como era, en su integridad.

Podría haber aprendido a ser hombre plenamente, a lo mejor, a perdonar a mi cuerpo por ser como era. No lo sé; eso queda ya dentro de lo futurible. Pero, incluso estando como estoy, estoy aprendiendo esa manera de ser masculina, delicada y amable.

Pero también es verdad que esto es sólo quizás y que quizás yo no hubiera sido capaz nunca de esa virilidad, por tierna y amable que fuere, puede ser verdad que si no he tenido una esposa y unos hijos es porque no podía tenerlos y también puede ser verdad que mi mente hipandrogénica prefiriese el vacío como expresión de su realidad, mejor que unos genitales cuya funcionalidad en el fondo no entiende y sólo con esfuerzo podría entender y aceptar como propios. No lo sé, es dudoso, pero, por lo poco que hoy sabemos, puede ser.

Por eso, dentro de mi manera de pensar y de sentir, el estar emasculado –que es la palabra técnica que representa lo esencial de mi estado- es de hecho hoy por hoy una manera de expresar la parte sensitiva, vulnerable y frágil en la que tanto me reconozco y tanto me define a mis ojos y quiero que se vea en mí.

“Un hombre emasculado por su voluntad”, podría ser en todo caso una de las descripciones actualizadas de mí, que no deja de contener un elemento dramático que responde a largas y penosas realidades.

Lo que pasa es que en todo caso necesitaba que eso se percibiera, que lo supieran todo, no sólo los que estuvieran al corriente, como en general los hombres que están contentos de serlo o no tienen problema con serlo lo manifiestan con sólo su manera de vestir.

Por eso me resisto a ponerme de nuevo pantalones, ni siquiera pantalones de mujer, porque con mi complexión corporal, con sólo ponerme un pantalón paso a parecer simplemente un hombre, un hombre como otro cualquiera, y yo quisiera que todos viesen, nada más verme, mi especificidad y mi singularidad; quiero que me vean como soy y como me siento, un hombre ambiguo, que necesita que todos entiendan esta segunda palabra con todo su significado.

Por eso mismo no puedo entrar en un aseo de hombres, primero, porque sólo imaginarlo despierta todas mis fobias (aunque supongo que con tenacidad podría reeducarlas, comprendiendo a los hombres como deben y pueden ser y no como son muchos de ellos), pero segundo, porque entrar o salir por esa puerta no afirma mis matices, tan importantes, que aun en un mundo de hombres perfectos yo quisiera afirmar, porque son los míos. En este apartado, la solución, para mí, estaría en los “aseos neutrales” que ahora se están ensayando en los Estados Unidos para quien quiera usarlos, a condición desde luego de que fueran voluntarios y no obligatorios. ¡Entrar por una puerta por la que también entrasen gays, camioneras y drag queens! Para mí, perfecto.


Aunque veo que poco a poco mi identidad masculina parece consolidarse y aceptar lo que hace pocas semanas parecía inaceptable. Puedo verme con orgullo semejante a los muchachos a los que he querido, a Walter, a Philippe, a Jorge. Entonces, mi genitalidad (de antes), mi masculinidad me parecen naturales y aceptables porque me hacen compañero de estos varones que quiero y admiro.

Puedo comprender ahora que aquella imagen que me fascinó, la del muchacho ambiguo, sensual y delicadísimo, vestido de negro, al que vi un momento en el Café Flore de París, me atrajo intensamente porque era la imagen idealizada de mí mismo, de mi ambigüedad. No me atrajo por diferente, sino por semejante.

Me tengo que preguntar entonces qué queda de mi transexualidad o del deseo de transición de género, más ampliamente. Queda la necesidad de afirmarme como ambiguo. Lo puedo hacer, simbólicamente, incluso mediante el recuerdo de mis años de expresión transexual, mediante formas que me acercan a los rompegéneros que he visto, a aquel que iba por Londres con vestido de zíngara y barba de ocho días o aquel transformista de un documental que paseaba por un paseo marítimo, antes de su actuación, con su niño tomado de la mano.

En este sntido, llevar falda, es para mí sólo un acto simbólico, una forma de expresión, que me da además un margen de seguridad, un refugio, un asilo, una tranquilidad. Ya no quiere significar que yo sea una mujer, sino sólo que necesito o me viene bien usar en público prendas de mujer. ¿Es provocador? Sí, lo es, pero si no hubiera provocación no se transformarían las actitudes sociales. Y ahora yo quiero llamar la atención sobre el hecho de que algunos varones somos ambiguos y conscientes y decididos a serlo.

Si para demostrarlo fuera posible no ponerse falda, yo no me la pondría. Si consiguiera que todos vieran en mí lo que yo veo por dentro. Por otra parte, no me identifico ya con las mujeres deslumbrantes y jóvenes, que no me deslumbran,`pero me encuentro cerca de las que son de mi edad, cariñosas, cordiales, acogedoras, habladoras, sobre todo me encuentro parecida a las solteronas, porque muchas, cuando han abandonado la voluntad de seducción, son un poco asexuales, de manera que no me disgusta que me cuenten entre ellas. Un cabello gris y recogido, una ropa gris y sin forma, una vida casera y solitaria, una proyección emocional en las plantas que riegan, una evasión intelectual en la pintura, o la literatura, una manera de ser cariñosa y acogedora con todos. "Tía Kim".

En resumen de los resúmenes, ahora posiblemente me gustaría usar pantalones –me imagino con gusto esos actuales de faena o de campaña, llenos de bolsillos a lo largo de todo el pernil-, que además son ropa unisex, sobre todo si en mí parecieran unisex; pero no lo parecen.

Por eso me pongo falda y me dejo el pelo lo más largo y rizado que puedo, porque es la única manera de que todos vean lo que hay en mí, mi ambigüedad, mi hipoandrogenia, lo que miro con ternura porque es lo mío, de que les guste y hasta de que se sientan un poco protectores conmigo, lo que necesito, lo que me encanta.

Por lo menos, con mi aspecto actual, el cabello natural, rizado y blanco con grandes entradas, un jersey o una chaqueta vaquera, un gran chaquetón medio militar en invierno y la falda, que suele ser recta, también medio militar, los que me ven pueden decirse: “Un hombre vestido de mujer”.

Hay que recordar que quienes hablan así lo dicen por las apariencias (en este caso, mi estatura, voz, entradas, etcétera) y que muchas veces las apariencias engañan, pero en este caso, en mi caso, corresponden a la realidad, aunque no a toda la realidad.

Aunque sea duro, tengo que decirlo. Soy un varón ambiguo que necesita expresar lo que es, en los dos sentidos. Soy un travesti, palabra ambigua que también amo, y que despierta todos mis recuerdos y mi ternura, género indefinido o poco definido. En el matiz de las dos cosas que quiero expresar, que es mi vida, está mi orgullo, porque es lo que corresponde a mi manera de ser.

Necesito unos símbolos que expresen mi ambigüedad, eso es todo. Amo mi ambigüedad, tiene mucho sentido para mí, y necesito que se vea y se sepa. He necesitado operarme, pero eso no afecta al fondo de mi ser. He aceptado ciertas formas de la feminidad, pero no todas, como lo hacen las drags y a veces los homosexuales o algunos homosexuales, desplegando su pluma.

Hasta ahí llego yo, hasta aquí puedo hablar por lo que sé dentro de mí. Desde fuera, sé que hay transexuales que se sienten del todo mujeres y nada más que mujeres, que se han identificado en su niñez con las mujeres, encontrado iguales a ellas, reconocido como ellas, que necesitan hacer vida de mujeres; no hablo por ellas, como es natural, hablo por mí. Y me gusta ser como soy.