lunes, 17 de febrero de 2014

Recapitulación personal


Kim Pérez

Actualizado, 27.II.2014

Hay un hecho, anterior a mi gestación, que pudo ser decisivo para mi manera de ser. Mi madre me lo resumía en su extrema vejez: “Sí, pero te salvó la vida”.

Estaba perdiendo un hijo tras otro, por matriz infantil o útero hipoplásico, una afección muy rara, que produce muchos abortos, cinco desde que se casó con 19 años en 1938, a 1940, con 21, hasta que el Dr Gálvez Ginachero, de Málaga, muy respetado durante la guerra, primero por los rojos y luego por los nacionales, le prescribió Progynon, de Schering, “recién inventado”, me decía mi madre, en realidad desde 1928, doce años antes, valerato de estradiol, el primer estrógeno u hormona femenina en farmacia, inyecciones de 10 mg. En cuanto supo que estaba esperándome, a fines de junio de 1940, mi madre detuvo el tratamiento. Pero es posible que tuviera un efecto depot, de acción gradual, porque actualmente se llama Progynon Depot.

 Aún así, en diciembre, cuando nos veníamos de Palma de Mallorca a Granada, mi madre tuvo una gran hemorragia en Valencia, que le obligó a quedarse no sé si fue una semana o dos en casa de mis tíos, inmóvil en la cama; es decir, estuve a punto de irme yo también.

La eficacia desmasculinizadora del Progynon se comprueba por el hecho de que, ochenta años después, se sigue usando sobre todo para la feminización trans, parece que en países pobres, por ser quizá (no lo sé seguro) más contundente, relacionado con el estradiol,  el estrógeno más feminizador.

En efecto, entre 1930 y 1950, los estrógenos se usaban para evitar los abortos espontáneos, o conclusiones no deseadas de los embarazos, para “evitar los desenlaces adversos del embarazo” y en los “Annales D’Endocrinologie”, primer número, marzo de 1939, el Progynon se anuncia para problemas de la pubertad, entre otros (Dr. Alfredo Jácome Roca, “Aspectos Históricos de la Terapéutica con hormonas femeninas”), y la matriz infantil puede ser considerada un problema de pubertad.

La descripción de Progynon de una farmacia en la red aconseja una inyección cada cuatro semanas, lo que señala la duración del efecto depot. Pongamos que mi madre tardara casi un mes en constatar que estaba embarazada de mí,  por lo que pudo seguie el tratamiento hasta mediados de julio de 1940; el efecto duraría entonces casi ocho semanas, sin contar su caída final, quizá no repentina, sino gradual; por tanto, ese estado duraría entre unas seis semanas y nueve, lo suficiente para mantenerme durante ellas en estado femenino y para formar quizá femeninamente algunas estructuras cerebrales que ya lo seguirían siendo. Otra hormona, el acetato de leuprorelina, al ser inyectado, libera dosis diarias iguales durante 1, 3 o 4 meses. (Periti, P., Mazzei, T., Mini, E, “Clinical pharmacokinetics of depot leuprorelin”; Department of Preclinical and Clinical Pharmacology, Università di Firenze, Florence, Italy)

O sea, que si fuera éste el caso, mi cerebro en formación pudo estar sometido a la acción de un estrógeno, inhibidor de las hormonas masculinas, desde el mes de mi concepción, junio de 1940, hasta finales de julio (seis semanas) o mediados de agosto (ocho semanas; quizá nueve)

En 1991, compré un texto de divulgación, de Anne Moir y David Jessel, “El sexo en el cerebro”. En él se explica el mecanismo de androgenación prenatal, que sucede en dos fases. En la primera, puede haber bastantes andrógenos para configurar genitales masculinos pero, en la segunda, estos pueden no producir a su vez bastantes andrógenos para masculinizar el cerebro Entonces, puede haber un cuerpo masculino y un cerebro femenino (página 33)

Al final de ese primer trimestre (dato impreciso), entiendo que entre  la semana octava y la décimotercera,  hubo un nivel hormonal suficiente para masculizar mi cuerpo, como se comprueba incluso en la ratio de mis dedos índice y anular (2D-4D), que entra dentro de los parámetros  masculinos en ambas manos (John T. Manning, “Digit Ratio: A Pointer to Fertility, Behavior and Health”, Rutgers University Press, y Zhengui Zheng y Martin Cohn,  "Developmental basis of sexually dimorphic digit ratios" (Proceedings of the National Academy of Sciences), 2011.

Medidos desde el pliegue digital inferior, mis dedos van de 2D=7.2 a 4D=7’8 cm (ratio 0’92), los izquierdos y 2D=7.2 a 4D=8 cm (ratio 0’9), los derechos; media, 0’91 (muy baja); comparados con los datos publicados en un estudio sobre 136 varones y 137 mujeres, en los que el intervalo masculino iría de 0’889 a 1’005, media 0’947 frente a un intervalo femenino de 0’931 a 1’017, media 0’965 (Bailey AA, Hurd PL (March 2005). "Finger length ratio (2D:4D) correlates with physical aggression in men but not in women". Biological Psychology 68 (3): 215–22), mi ratio de los izquierdos y la de los derechos estarían dentro del intervalo y media masculinos y fuera de los femeninos.

Sin embargo, mi cerebro o era ya femenino, estructuralmente, desde el principio, o no se masculinizó lo bastante;  lo veo en la hipoandrogenia conductual en mi temperamento, definido en una importante tipología caracterológica (Heymann y Le Senne), como sentimental (emotivo, no activo, secundario), introvertido, tímido, conciliador; y más en concreto en que  mi grado en la escala dominancia/sumisión está muy decantado hacia la sumisión, y el fundamento de esto puesto estaría antes de ese final del primer trimestre de mi gestación, en el que se decidió la relación entre mis dedos.

Se puede unir al efecto bioquímico intenso del Progynon el stress de guerra que sufrió mi madre, que acentuaría el efecto depot de ese fármaco. Desde el 5 de junio de 1940, mi madre se reunió con mi padre, destinado en Son San Juan, en Mallorca, encargado de vigilar la neutralidad de las aguas españolas. Había peligro en esas salidas porque era posible perderse en el mar, sin instrumentos de navegación, o los ingleses podían disparar (de hecho, derribaron a un compañero de mi padre) Él le decía a mi madre, de 21 años: “Si han dado las doce de la noche y no he regresado, recoge tus cosas y llama a tu padre”. La situación duró de momento sólo hasta el 10 de julio, cuarta semana, pero el primer mes se habría cumplido o casi.

No han sido confirmados los resultados de Günther Dörner, en 1980, sobre un posible máximo de homosexuales nacidos en Alemania entre 1944 y 1945, momento crítico de la Guerra Mundial, según el intento de comprobación de Schmidt y Clement, en 1988. Sin embargo, la discusión sigue abierta: en 1993, Matt Ridley, en “The Red Queen”,  aludía al cortisol, hormona del stress, que nace de la misma base que la testosterona, dejándole quizás menos margen de formación; un estudio publicado en Archives of General Psychiatry señala que un stress emocional severo durante los primeros meses de embarazo puede aumentar  también el riesgo de esquizofrenia.  

A fines de la tercera semana se han formado ya las bases del cerebro anterior, medio y posterior. Son estructuras demasiado básicas para pensar que alguna función esté localizada, por lo que supongo que la feminidad básica de mi cerebro se vería en tendencias difusas, algo así como un material con determinadas propiedades, que se verían operativas en ciertas circunstancias.

Louis Gooren, primer profesor de Transexología, desde 1988, en la Universidad Libre de Amsterdam, dice en “The biology of the  human sexual differentiation”, Hormones and Behavior, noviembre, 2006,  que los efectos de los andrógenos prenatales prevalecen más en la conducta de rol de género que en la identidad de género; ese análisis confirma la posibilidad de que un cerebro femenino sea compatible con una identidad masculina, como lo fue en mi historia.

Hay pruebas, dicen Moir y Jessel, de que el sexo cerebral supone una gradación, un continuo; más andrógenos en la matriz, más masculina la conducta; menos andrógenos, más femenina (página 41) Por tanto, el volumen de la dosis administrada, al actuar sobre la primera formación del cerebro, determinaría el grado de feminidad permanecida. Yo supongo que en mí fue más que una difusa ambigüedad, como la que Moir y Jessel cuentan en  la historia de  Jim, cuya madre tuvo que tomar otra hormona femenina, el dietilestribestrol, porque su diabetes le provocaba también abortos espontáneos. Jim era un muchacho tímido, que no sabía defenderse, tratado como mariquita en clase y cuya heterosexualidad había quedado difuminada, a diferencia todo de su hermano mayor Larry, en cuyo embarazo no fue necesaria la hormonación (páginas 42 y 43) Todos los indicios que vivió Jim los viví también yo en mi adolescencia y más intensamente, porque la pubertad me hizo extrañarme por los órganos genitales masculinos, encontrarlo muy feos y rechazarlos, no pudiendo entenderlos como partes de mi cuerpo, y necesitando quitarlos, hasta que lo conseguí –el núcleo de mi transexualidad.

En mi historia, los efectos de la biología fueron sobre todo mi posición en el continuo dominancia/sumisión y  mi incompatibilidad con las funciones y los genitales masculinos.

Mi posición en el continuo dominancia/sumisión se define en una sensualidad sumisa, visible en los recuerdos de mis fantasías desde los cinco y los ocho años y que gravita siempre a lo largo de mi vida, aunque mi propia racionalidad la pone bajo control ern la vida real. Hacia 1946, con unos cinco años, fantaseé con ser un soldado raso a las órdenes de su superior y percibí un factor erótico, pues me avergoncé y reprimí la fantasía de inmediato; pero la recuerdo desde entonces. En el curso 1949/1950, con ocho/nueve años, vigilo una clase, con orgullo. Apunto por hablar a un niño. Al terminar, me dice con rabia “En la calle te espero”. Es un año mayor que yo, fuerte, enérgico. Gran pavor, que me dura semanas, a que me ataque en cualquier momento. No se me ocurre defenderme. Esa primavera, estando en el cuartillo del jardín de casa de mi abuela, con su celosía de madera, cerca de las tres de la tarde, se me ocurre de pronto una fantasía de sumisión, en la que yo soy un esclavo. Parece haber una función compensatoria, sustituir la angustia por placer. Desde 1954, trece años, mis fantasías transexuales se asocian con la idea de subordinación. Mediado junio 2010 (sesenta y nueve años), tengo una fantasía sexual que dura mes y medio, mañana y noche, en la que me veo, muy joven, dominada por un hombre enorme, grueso, amenazador, peligroso, calvo, velludo. Esta tendencia la asocio con papeles sociales voluntariamente humildes en Barcelona, Madrid (efímeros, hacia 1965) y Granada (más duradero, moral, 1972).  Toda mi erotización procede de esa sumisión o dependencia básica. No sé todavía si el deseo de lisura de mi cuerpo viene sobre todo de la incompatibilidad con los genitales masculinos, como expongo a continuación, o de ese deseo de sumisión, que me priva voluntariamente de su significado como arma.

No encuentro estadísticas de la posición de las mujeres en el continuo dominancia/sumisión;  pero entre las mujeres heteras que lo ponen en práctica como fantasía, un 89%  preferían un rol sumiso,  prefiriendo también un varón dominante, mientras que, de los varones heteros, un 71% preferían un rol dominante (Ernulf, Kurt E.; Innala, Sune M. (1995). "Sexual bondage: A review and unobtrusive investigation". Archives of Sexual Behavior 24 (6)”

Por tanto, este rasgo de mi temperamento lo puedo considerar  femenino,  procedente de una parte de mi cerebro formada femeninamente.

También puede ser biológica mi reacción ante la maduración genital. Mis genitales, antes, me había parecido insignificantes, graciosos, útiles para orinar, y por tanto limpios. Con nueve años, una circuncisión quirúrgica, me los hizo parecer, por primera vez, muy feos.

Mi pubertad fue difícil y fea. Empezó con una caída en bicicleta, con un rozamiento ventral, que me produjo una urticaria genital. El picor me llevó a mi primera eyaculación, con un sentido de culpa que me hizo pensar: “¡Pus!”  A la vez, mi profunda androfobia, o incompatibilidad con los varones, hace que los genitales madurados me parezcan muy feos y empiezo a sentirlos extraños o ajenos; no quiero que estén en mi cuerpo o por lo menos, que vuelvan al estado anterior.

Afortunadamente, documenté este sentimiento con precisión en una libretilla de mi diario sólo cinco o seis años después, el 12.IX.1960, yo con diecinueve años:

“Esta mañana, al ir a bajar a la playa, he vuelto a ver mi sexo en el espejo, mientras me ponía el bañador. Es una cosa fea; ajena a mí y a mi personalidad. Mi “yo” termina donde empiezan los genitales. De lo que se llama sexualidad, sólo me pertenece lo que más extendido y difuminado está en todo mi cuerpo: la voluptuosidad. El sexo es postizo, me avergüenzo de él, me disgusta, le aborrezco (…) Y este sexo ajeno es algo que repugna a mi voluptuosidad, al amor que siento por  mi cuerpo suave y mis facciones delicadas; y repugna de la misma manera con que me repugna el vello de mis axilas, la barba de mi cara, el vello de mis piernas. Por ello, estoy ansioso de someterme a un tratamiento de hormonas; deseo ver suavizarse mis piernas, redondearse mis senos, reducirse mi sexo (…)”

Este deseo es tan intenso y personal, que siempre he pensado que, si la condición para operarme, hubiera tenido que ser irme a vivir el resto de mi vida, a una isla desierta, yo sóla, hubiera aceptado. También he pensado, más realistamente, que si mis circunstancias profesionales me hubieran impedido esta emasculación, me hubiera sido suficiente operarme, sin cambiar de género.

Hubiera podido ser jesuita, consagrado a una causa mayor que yo, entre hombres que hubieran renunciado a su sexualidad como yo; el orgullo de esta pertenencia, de este prestigio, hubiera sostenido gran parte de mi vida, pero me habría faltado la alegría del cariño, la esperanza de la sexualidad, aunque ésta me resulte tan difícil; pero el cariño, lo puedo conseguir. 

Emasculado desde hace más de veinte años (5.I.1995), sé  que me tranquiliza, en el silencio de la noche, llevarme la mano a la ingle, para sentir cómo es. No se ha tratado de una mutilación, sino de una adecuación a mis sentimientos. ¿Me falta una imagen corporal masculina? He leído, en cambio, la historia de una persona XY trans que se operó y después sintió que no sabe por qué, pero necesita  en su cuerpo el genital masculino, y está pensando en diversas técnicas de reconstrucción quirúrgica, que no afecta sin embargo a su transexualidad. 

Al transvestirme ante el espejo, en mi adolescencia,  deseaba verme viviendo una vida tranquila como mujer, pero enseguida llegó un placer indeseado, que me avergonzaba y me hizo, después, arrodillarme llorando y rezando. Sé que mi transexualidad no era una parafilia (la noción de autoginefilia de Blanchard), porque quienes se encuentran en ellas, buscan el placer; yo no buscaba el placer por ese mecanismo, me lo encontraba y me entristecía..