miércoles, 4 de marzo de 2015

ANÁLISIS DE MI INTERSEXUACIÓN PRENATAL


Kim Pérez


Ensayo


Actualizado, 20 de febrero de 2016

(Un ensayo es un estudio que no llega a tener todo el  rigor del método científico. Sin embargo, puede aportar informaciones ordenadas que, en su momento, den lugar a investigaciones científicas)

(Hipoandrogenia)

Hay un hecho, anterior a mi gestación, que pudo ser decisivo para mi manera de ser. Mi madre me lo resumía en su extrema vejez: “Sí, pero te salvó la vida”.
Estaba perdiendo un hijo tras otro, por matriz infantil o útero hipoplásico, una afección muy rara, que produce muchos abortos, cinco desde que se casó con 19 años en 1938, a 1940, con 21, hasta que el Dr Gálvez Ginachero, de Málaga, muy respetado durante la guerra, primero por los rojos y luego por los nacionales, le prescribió Progynon, de Schering, “recién inventado”, me decía mi madre, en realidad desde 1928, doce años antes, valerato de estradiol, el primer estrógeno u hormona femenina en farmacia, inyecciones de 10 mg. El 18 de agosto de 1939, mi padre anotó en su diario: ‘Hoy empieza R. el tratamiento con “proginón”.’ Unos diez meses después, en cuanto supo que estaba esperándome, a fines de junio de 1940, según las instrucciones del médico, mi madre detuvo el tratamiento. Pero tendría un efecto depot, de acción gradual, porque actualmente se llama Progynon Depot.
Aún así, en diciembre, cuando nos veníamos de Palma de Mallorca a Granada, mi madre tuvo una gran hemorragia en Valencia, que le obligó a quedarse no sé si fue una semana o dos en casa de mis tíos, inmóvil en la cama; es decir, estuve a punto de irme yo también.

La eficacia desmasculinizadora del Progynon se comprueba por el hecho de que, ochenta años después, se sigue usando sobre todo para la feminización trans, parece que en países pobres, por ser quizá (no lo sé seguro) más contundente, relacionado con el estradiol,  el estrógeno más feminizador.
En efecto, entre 1930 y 1950, los estrógenos se usaban para eludir los abortos espontáneos, “evitar los desenlaces adversos del embarazo” y en los “Annales D’Endocrinologie”, primer número, marzo de 1939, el Progynon se anuncia para problemas de la pubertad, entre otros (Dr. Alfredo Jácome Roca, “Aspectos Históricos de la Terapéutica con hormonas femeninas”); y la matriz infantil puede ser considerada un problema de pubertad.
La descripción de Progynon de una farmacia en la red aconseja una inyección cada cuatro semanas, lo que señala la duración del efecto depot. Pongamos que mi madre tardara casi un mes en constatar que estaba embarazada de mí,  por lo que pudo seguir el tratamiento hasta mediados de julio de 1940; el efecto duraría entonces casi ocho semanas, sin contar su caída final, quizá no repentina, sino gradual; por tanto, ese estado duraría entre unas seis semanas y nueve, lo suficiente para mantenerme durante ellas en estado femenino y para formar quizá femeninamente algunas estructuras cerebrales que ya lo seguirían siendo. Otra hormona, el acetato de leuprorelina, al ser inyectado, libera dosis diarias iguales durante 1, 3 o 4 meses. (Periti, P., Mazzei, T., Mini, E, “Clinical pharmacokinetics of depot leuprorelin”; Department of Preclinical and Clinical Pharmacology, Università di Firenze, Florence, Italy)
O sea, que si fuera éste el caso, mi cerebro en formación pudo estar sometido a la acción de un estrógeno, inhibidor de las hormonas masculinas, desde el mes de mi concepción, junio de 1940, hasta finales de julio (seis semanas) o mediados de agosto (ocho semanas; quizá nueve)
Dándome la razón, Peggy Cohen-Kettenis escribe en “Transgenderism and Intersexuality in Childhood and Adolescence: Making Choices”: se registró una alta proporción de transexuales, 3 entre 243 XY o XX [KP: 1.02%, unas cien veces más que en la población general], expuestos a medicación antiepiléptica maternal durante su preñez (Dessens et al, 1999), dentro de la escasez de observaciones relativas a quienes ingirieron en útero compuestos desmasculinizadores o feminizadores (Collaer y Hines, 1995)

(Gradación de la hipoandrogenia)

En 1991, compré un texto de divulgación, de Anne Moir y David Jessel, “El sexo en el cerebro”. En él se explica el mecanismo de androgenación prenatal, que se dice que sucede en dos fases. En la primera, puede haber bastantes andrógenos para configurar genitales masculinos pero, en la segunda, estos pueden no producir a su vez bastantes andrógenos para masculinizar el cerebro. Entonces, puede haber un cuerpo masculino y un cerebro femenino (página 33) 
Pero esto no parece ajustar con mi historia, pues la fase en que debí de estar bajo la acción del estrógeno fue la primera, mientras que cuando ya recuperé la androgenación natural fue en la segunda, y de hecho, mi cerebro se formó suficiente, aunque no intensamente masculino, en preferencias de género o conducta social.
Para corroborar este aserto, al final de ese primer trimestre (dato impreciso), entiendo que entre  la semana octava y la décimotercera,  hubo un nivel hormonal suficiente para masculinizar mi cuerpo, como se comprueba incluso en la ratio de mis dedos índice y anular (2D-4D), que entra dentro de los parámetros  masculinos en ambas manos (John T. Manning, “Digit Ratio: A Pointer to Fertility, Behavior and Health”, Rutgers University Press, y Zhengui Zheng y Martin Cohn,  “Developmental basis of sexually dimorphic digit ratios” (Proceedings of the National Academy of Sciences), 2011.

Medidos desde el pliegue digital inferior, mis dedos van de 2D=7.2 a 4D=7’8 cm (ratio 0’92), los izquierdos y 2D=7.2 a 4D=8 cm (ratio 0’9), los derechos; media, 0’91 ; comparados con los datos publicados en un estudio sobre 136 varones y 137 mujeres, en los que el intervalo masculino iría de 0’889 a 1’005, media 0’947 frente a un intervalo femenino de 0’931 a 1’017, media 0’965 (Bailey AA, Hurd PL, March 2005. “Finger length ratio (2D:4D) correlates with physical aggression in men but not in women”. Biological Psychology 68 (3): 215–22), mi ratio de los izquierdos y la de los derechos estarían dentro del intervalo y la media masculinos y fuera de los femeninos.

Existe la posibilidad de que, en muchas historias trans, la hipo- (XY) o hiperandrogenación (XX) prenatales pueda ser espontánea, como en una variación natural. Los flujos naturales son por naturaleza inexactos, sólo aproximados en un más y un menos, lo que hace que un notable más o menos sea siempre posible en la distancia que hay entre la realidad física y su cuantificación abstracta. Por otra parte, sabemos que la variabilidad biológica es un valor para la adaptación natural, generando formas de vida o, en los humanos, de pensamiento, que pueden ser muy útiles para la especie.

A veces, el más o menos depende de causas identificables. En mi historia, al efecto bioquímico intenso del Progynon pudo unirse el stress de guerra que sufrió mi madre, que acentuaría el efecto depot de ese fármaco. Ocurrió desde el 5 de junio de 1940 hasta el 10 de julio, cuarta semana, cuando mi padre, destinado en Palma de Mallorca, tuvo que realizar algunos vuelos para vigilar la neutralidad de las aguas españolas, en uno de los cuales fue derribado por los ingleses uno de sus compañeros y era muy posible perderse en el mar, por insuficiencia de los instrumentos de que se disponía. Aquel tiempo coincidió con el primer mes de mi gestación.
No han sido confirmados los resultados de Günther Dörner, en 1980, sobre un posible máximo de homosexuales nacidos en Alemania entre 1944 y 1945, momento crítico de la Guerra Mundial, según el intento de comprobación de Schmidt y Clement, en 1988. Sin embargo, la discusión sigue abierta: en 1993, Matt Ridley, en “The Red Queen”,  aludía al cortisol, hormona del stress, que nace de la misma base que la testosterona, dejándole quizás menos margen de formación; un estudio publicado en Archives of General Psychiatry señala que un stress emocional severo durante los primeros meses de embarazo puede aumentar  también el riesgo de esquizofrenia. 

A fines de la tercera semana se han formado ya las bases del cerebro anterior, medio y posterior. Son estructuras demasiado básicas para pensar que alguna función esté localizada, por lo que supongo que la feminidad básica de mi cerebro se vería en tendencias difusas, algo así como un material con determinadas propiedades, que se verían operativas en ciertas circunstancias.
Louis Gooren, primer profesor de Transexología, desde 1988, en la Universidad Libre de Amsterdam, dice en “The biology of the  human sexual differentiation”, Hormones and Behavior, noviembre, 2006,  que los efectos de los andrógenos prenatales prevalecen más en la conducta de rol de género que en la identidad de género; yo profundizaría ese análisis con la realidad de que mi conducta de género y mi identidad sean masculinas, aunque poco definidas, pero mi sexuación de base sea femenina, como luego expondré.

Hay pruebas, dicen Moir y Jessel en “El sexo en el cerebro”, de que el sexo cerebral supone una gradación, un continuo; más andrógenos en la matriz, más masculina la conducta; menos andrógenos, más femenina (página 41) Por tanto, el volumen de la dosis administrada, al actuar sobre la primera formación del cerebro, determinaría el grado de feminidad permanecida. Yo supongo que en mí fue algo más que una difusa ambigüedad, como la que Moir y Jessel cuentan en  la historia de  Jim, cuya madre tuvo que tomar una hormona femenina, el dietilestribestrol, porque su diabetes le provocaba abortos espontáneos. Jim era un muchacho tímido, que no sabía defenderse, tratado como mariquita en clase y cuya heterosexualidad había quedado difuminada, a diferencia todo de su hermano mayor Larry, en cuyo embarazo no fue necesaria la hormonación (páginas 42 y 43) , todo lo cual coincide con mi experiencia.
Veo a Jim como ambiguo, significando que no es femenino, sino que su masculinización ha sido somera, dejando amplias zonas feminoides tanto en su corporalidad como en su mente: poco muscular, poco emprendedor, poco activo sexualmente, más bien introvertido, tímido, sensitivo...  No se trata en él por tanto de feminización, sino de atenuación de la masculinidad.

(Conducta hipoandrogénica)

Con dieciséis o diecisiete años pude definir mi ambigüedad. El término “ambiguo”  quedó desde entonces como muy personal; redacción actual:
“Me llamé ambiguo, palabra que sabía que estaba unida en mí a delicado o lánguido, y que me parecía verdadera, por lo que me emocionaba y me enternecía. La delicadeza estaba en mi sentido estético y en mis formas gráciles; era consciente de mi  cuerpo delgado y alargado y mis largos brazos y piernas; me gustaba alzar los brazos como en un baile y mover las manos lánguidamente, como flores horizontales, en sus extremos.
“Por las mañanas de primavera o de verano, a veces los estiraba en la cama, en esa posición, e incluso los besaba y los olía con su perfume natural; era una expectativa de amor.
“Sentado, amo poner las manos, unidas entre los dedos, bajo mi cara, con delicadeza, y ver sus evoluciones, cuando también alzo los brazos. Me gusta poner las piernas juntas, con los pies entrelazados, y puestos un poco hacia atrás, y ligeramente caídas hacia un lado. Es una postura que nace de mí, de dentro, en la que a menudo me arrebujo, sintiendo todas mis extremidades como pegadas a mi cuerpo”.

Otras dimensiones de mi ambigüedad las veo en el desinterés o rechazo por la acometividad masculina; no tienen significado para mí los juegos corporales fuertes, que requieran desahogo de fuerzas, los deportes de competencia, las peleas, las películas de acción o de guerra. En cambio, tienen mucho sentido los grandes combates de ideas de la humanidad, la épica, entendida fuera de los combates sudorosos y sangrientos.
Me emociona el espíritu caballeresco, los militares uniformados de blanco como símbolo de su respeto a algo que es más grande que ellos, a la disciplina como consagración, al autocontrol como elevación espiritual.
Las planchas metálicas de los navíos, cuidadosamente pintadas pero desnudas, son el hábitat adecuado para tal ascetismo, que hubiera podido ser una alternativa para mi manera de ser si hubiera tenido claras entonces las razones del combate moral.
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Mi orientación puedo calificarla como subheterosexual, concepto que abarca los siguientes datos:
=preferencia estética por la mujer; rechazo como compañero sexual del varón.
=poca definición de la elección de objeto, siempre indefinida individualmente.
=nulo deseo de penetración (me sorprendió saber que existía)
=retroceso inmediato, con cualquier pretexto, ante toda aproximación a una mujer
=precariedad del deseo por la mujer, que haría inconsistente y poco sexuada cualquier formación de pareja.
=entendimiento de la unión sexual como actvidad fatigosa y sudorosa; refugio en la pasividad.
=cierto erotismo del hombre como figura dominante (más alto que yo, corpulento, calvo, barbudo de unos días, velludo), despertando en mí fantasías eróticas de sumisión/ protección, que han sido determinantes para mis fantasías de feminización.
=homoafectividad dirigida desde mis cinco años a varones ambiguos, submasculinos, tiernos, sensibles, necesitados como yo de protección.
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Identidad: masculina/ambigua o andrógina o submasculina. Elegi el nombre de Kim por ser ambiguo (referencias: “Kim de la India”, muy personal para mí, que era el único que coleccionaba sus cromos en clase; Kim Novak; Kim Philby; siempre me ha apasionado el espionaje)
Hacia los ocho años: posible impersonación de un paje en una obra de teatro;  me entusiasmó, por ser una figura delicada, gentil, a la vez pasiva, pero cuidada y protegida; la de paje es una figura andrógina que me habría unificado; también, representarlo, me afirmaría ante mis compañeros, que ya me ignoraban. Mi espera ansiosa durante semanas se frustró.

Sin autoimágenes que me unificaran, me escindí enseguida en dos tendencias contradictorias:  
=Una, yo con ocho años, cuando un niño me amenazó formulariamente, pero yo me aterré. Incapaz de pensar en defenderme, temí durante semanas el cumplimiento de la amenaza, que no llegó. Pero mi respuesta, meses después, fue una fantasía de que yo era un esclavo de un amo moro. Se extinguió enseguida, pero esta tendencia a la sumisión/humillación/protección ante los hombres fue la base de mis fantasías de feminización, tras la pubertad.
Esta tendencia hacia el papel sumiso en las fantasías de sumisión es más frecuente entre mujeres heteras (89%), mientras que entre varones prevalece el papel dominante (71%) (Ernulf, Kurt E.; Innala, Sune M. (1995). "Sexual bondage: A review and unobtrusive investigation". Archives of Sexual Behavior 24 (6): 631–54, citado  en Wikipedia)
=Dos, hacia mis catorce años, cuando vi “El Príncipe estudiante”,  película de 1954, que me trajo la fantasía de ser un príncipe, figura arquetípica de un aura de admiración y encanto, porque me veía como tímido y gris, desdeñado por los varones más cercanos. Imagen masculina y ambigua, mucho más positiva que la de esclavo y generadora de proyectos simbólicos muy posibles; ha dado lugar, ya en la edad adulta, a mi pasión por la Genealogía.

Ahora, a los veinticinco años de haber iniciado mi transición, mi estado postop hipoandrogénico, me permite despejar la parte de feminofilia de mis expectativas. Al llegar a una imagen unificada y muy potente de androginia, puedo resolver la duda entre el binario hombre/ mujer y reconocer que yo no soy una mujer y que no me interesa ser mujer.                                                             En la visualización de esa imagen, en la que me veo ahusado, puede haber una identificación con el simbolo fálico del Uno, el Ser y el Poder, tal como intuía Lacan.

El alejamiento de la identificación con la mujer me permite también aceptar que no puedo entender la atracción femenina por el hombre, salvo en casos excepcionales, lo que confirma que  mi heterosexualidad XY es más definida de lo que quiero aceptar, aunque poco genital.

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Valoración de la genitalidad:  Antes de los ocho o nueve años, había reparado en ellos una sola vez, cuando el órgano peniano me pareció pequeño, gracioso, ahusado, coherente en el color de la piel con él área circundante y con su nombre de “pilila”; pensé que servía sólo para hacer pis, un líquido claro y transparente que no requería ningún pudor especial; recuerdo que también pensé que sólo el ano requería pudor, por estar asociado con la suciedad. Los testículos en cambio me parecieron una tripa fuera del vientre, fea.
Con ocho o nueve años, la operación de fimosis transformó esa imagen en sentido desagradable: la visión del glande me daba una imagen que rompía la primera ahusada, y que era fea, como agresiva.
Mi pubertad me trajo el rechazo de la genitalidad madura; no me adaptaba a la masculinidad corporal, desde los trece o catorce años; el tono de la piel rompía la continuidad con el área contigua, lo que fue una de las primeras percepciones de que no era mía; desde entonces, el órgano peniano me pareció un tubo feo, desarmónico, especialmente en la erección. Afortunadamente, documenté la intensidad de ese sentimiento con toda precisión en mi diario, sólo cinco o seis años después de empezar a sentirlo, el 12.IX.1960, yo con diecinueve años:
“Esta mañana, al ir a bajar a la playa, he vuelto a ver mi sexo en el espejo, mientras me ponía el bañador. Es una cosa fea; ajena a mí y a mi personalidad. Mi “yo” termina donde empiezan los genitales. De lo que se llama sexualidad, sólo me pertenece lo que más extendido y difuminado está en todo mi cuerpo: la voluptuosidad. El sexo es postizo, me avergüenzo de él, me disgusta, le aborrezco (…) repugna a mi voluptuosidad, al amor que siento por mi cuerpo suave y mis facciones delicadas (…)  de la misma manera con que me repugna el vello de mis axilas, la barba de mi cara, el vello de mis piernas (…)”
Estos sentimientos siguen inalterados más de veinte años después de haber llegado a una emasculación y vaginoplastia (ésta, innecesaria para mí), el 5.I.1995. Además del recuerdo del rechazo siento que mi vientre, ahora me es agradable. Me agrada saber que su forma es redondeada, mucho más suave, y lisa, afín con mi manera de ser; no representa ningún peligro ni amenaza (un arma) para nadie, impotente (aquí, una conexión con mi deseo de sumisión) Esta lisura es coherente, desenvolviendo a Lacan (según Catherine Millot), con una afirmación fálica del conjunto de mi persona, como Uno y como Ser y Poder, pero no como acometividad carnal.
Sin embargo sé que podía haber aceptado que mis genitales hubieran seguido sin funciones. He experimentado la emasculación como una adecuación, mientras que si no hubiera sido necesaria, la habría sentido como una mutilación.