Feminofilia es una palabra que me parece
que ha surgido en el ámbito lingüístico hispano; significa “amor a la mujer” en
un contexto transgenérico. Con mayor precisión, le corresponde la palabra
autoginefilia, que en el ámbito científico significa, empezando por el final,
“amor a la mujer dentro de sí”, empleada por Ray Blanchard, psicólogo clínico,
en 1989.
Para muchas personas XY en especial
resulta muy difícil adaptarse a la masculinidad ambiental. Esto puede suceder
porque algunos temperamentos, incluso masculinos, se consideran incompatibles
con una masculinidad excesivamente competitìva, acometedora o ruda, dominadora,
darwiniana, que nuestra cultura ha establecido como ideal, hasta normativo,
castigando a quienes no lo quisieran o pudieran seguir.
O también, tristemente, porque a veces
ha habido menores que, en una edad crucial, se han visto enfrentados con el
modelo paterno, porque les haya negado su aprecio o incluso les haya
maltratado. Encontrando siempre una precariedad en el sentimiento de su
masculinidad, o incluso un rechazo muy profundo.
La identidad feminófila está encabezada
por un “yo no quiero ser”. Lo masculino se rechaza como una parte de la
realidad, que se descubre de pronto, que es muy desagradable, y que para colmo,
está en la misma persona, pareciendo incluso que constituye su ser a los ojos
ajenos.
Y sin embargo el indefinible olor de los
andrógenos, las feromonas masculinas cuando llenan el aire, las bromas
masculinas, los gestos masculinos, resultan profundamente repulsivos. Se siente
que no deberían existir. No deberían estar incluidos en el Universo. La persona
feminófila es lo contrario de un homosexual, aunque puede aceptarlo en la
medida en que es menos masculino.
El yo profundo de la persona trans
feminófila se siente ajeno a su propia naturaleza masculina, como si tuviera
que navegar en una nave que rechaza. Es una experiencia profundamente humana.
La puede entender sólo quien sepa que su yo que mira es distinto de su yo
corporal, lo que su yo mira.
Es como una experiencia de sorpresa. Se
ve con distanciamiento no sólo el propio cuerpo, sino los sentimientos que
nacen de ese cuerpo, los rasgos temperamentales, por ejemplo, los instintos
sexuales. Se ve que emerge de él una personalidad masculina, pero desde el
centro del propio ser se rechaza esa personalidad.
Hay una realidad humana que es la
distancia con los propios sentimientos. Muchas veces éstos nos sorprenden y nos
extrañan. Nos vemos sintiendo lo que nunca podríamos haber pensado que
sentiríamos y podemos juzgar esos sentimientos, como aceptables o como
inaceptables.
Esta distancia es la que objetivamente
separa el yo del cuerpo. Yo tengo plena conciencia de mi subjetividad, de mi pensamiento
que ahora veo funcionando, pero no tengo plena conciencia de mi corporalidad,
Siento sus efectos en un centro de percepciones que está cerca de este yo, que
siente bienestar o malestar, placer o dolor, lo que se ha llamado el sentido
interno, pero lo desconoce todo acerca de sus procesos propios.
El cuerpo es una máquina
maravillosamente diseñada, que podemos llevar aquí o allá, de la que podemos
servirnos, a la que podemos mandar dentro de ciertos límites, pero distinta de
mí. En este momento estoy respirando, pero no sé qué estoy haciendo para
respirar, desconozco los procesos químicos que se están produciendo y cómo se
producen. He aprendido que tengo bazo, estará funcionando, supongo, pero no sé
lo que hace. Veo aparecer en mí algunos sentimientos sexuados, no veo aparecer
otros, y no sé por qué.
En este caso, como suponen una
interrelación extensísima con otras personas, que constituye la base de mi ser
social, puedo saber si me gusta o me disgusta lo que veo aparecer en mí. Veo
sentimientos masculinos (como otras personas ven aparecer sentimientos
femeninos) y los rechazo (como otros yoes pueden rechazar los femeninos)
Este rechazo surge de más hondo que la
experiencia biográfica, con sus altos y bajos. Puede surgir en edades muy
tempranas, cinco años, por ejemplo. Puede no haber factores previos, sucedidos
que contar. De pronto, se mira hacia un niño de la misma edad, y resulta
desagradable, repulsivo. Puede ser una experiencia intermasculina, básica, del
equipamiento de fábrica con el que venimos, pero yo, quien miro, al conocerla,
puedo decirme: “Yo no quiero ser así”. No es que el niño me haya hecho nada, no
me ha pegado ni amenazado, es simplemente que no quiero ser como él, verme como
él, que los demás me vean como él.
Es como si tuviera que reencarnarme,
viera cómo puedo ser con un cuerpo determinado que todavía no tengo, y me
dijera que no quiero tener ese cuerpo.
La palabra ser, en el sentido de verme
con un cuerpo determinado, no se me aplica, porque yo no soy ese cuerpo, sino
que tengo ese cuerpo. Las personas feas, tullidas, deformadas, saben de lo que
estoy hablando. Son distintas de su cuerpo. Quienes las ven, a menudo se
asombran: “¡Qué hermosa es por dentro!”
Por tanto, estamos hablando del centro
de la condición humana y las personas trans feminófilas participan de él.
¿Por qué aceptamos o no aceptamos
nuestro sexo? La mayor parte de las personas lo aceptan sin dificultad y hasta
con gusto. Las personas feminófilas, no. Las personas feminófilas se sienten
extrañas hasta con sus sentimientos. No es cuestión de afinidades o desafinidades
entre sus sentimientos y los de otras personas, porque pueden tener
sentimientos masculinos, pero no los aceptan. Puede ser que tengan también una
diferencia entre sus sentimientos masculinos y los de otras personas, por
ejemplo, la que nace de un sentimiento de ambigüedad, pero entonces ya no se
trataría de un sentimiento de feminofilia pura, emparejado con otro de
androfobia pura, sin paliativos.
Porque es verdad que en los hombres
heteros suele haber un sentimiento de fuerte compañerismo con otros hombres,
fundamento paradójico de su heterosexualidad porque se empareja con otro de
extrañeza ante la mujer, de no compañerismo con ella, y de desearla justamente
en su diferencia. Aprecian a los varones y desean a las mujeres. El primero de
estos sentimientos no existe en las personas feminófilas.
No estoy hablando de que en ellas se
intente dar la primacía a la voluntad sobre el ser, o pensar en lo que se
quiere por encima de lo que se es, porque estoy hablando de dos niveles del ser,
uno interior y otro exterior. Cada cual, entre los humanos, es algo y está en
algo. Los humanos somos en el fondo seres sin circunstancias, conciencias
puras, pero estamos en medio de circunstancias espaciotemporales, biológicas o
psicológicas.
Puesta en lo que se es por dentro, la
persona feminófila sabe que no quiere o no puede ser por fuera lo que es ni
siquiera lo que siente. Mientras sólo puede decir “no quiero ser”, se encuentra
sin consuelo, porque no podemos establecernos sólo en un no, y necesitamos
encontrar un sí.
El recurso feminófilo consiste en la
adopción del modelo femenino o materno, ya que el masculino o paterno está muy
dificultado o imposibilitado en la práctica. Esta traslación del querer ser es en
principio sólo la búsqueda de unas circunstancias en las que arraigarse.
Pero a continuación, o quizá
inmediatamente, como consecuencia y no como causa, viene el placer. Éste puede
venir por un automatismo biológico. En la mayoría de las personas XY la imagen
de una mujer causa placer y cuando está más cerca, causa excitación. La fusión
con la imagen de la mujer es una forma de cercanía imaginada, y por tanto,
puede excitar. Pero el orden no es primero excitación y luego fusión, sino
primero necesidad afectiva de fusión y luego excitación.
Por todo eso digo que la feminofilia
tiene una función adaptativa; busca una adaptación mejor para sobrevivir ante
estos conflictos, cuando llegan a ser graves. En este sentido, la feminofilia
tiene un valor objetivo.
La intensa presencia del placer en la
feminofilia puede preocupar en la medida en que fuera su principal contenido y
por tanto pudiera atrapar a la voluntad como una adicción. De hecho, Ray Blanchard,
psicólogo clínico pero no transexual ni feminófilo, ve este placer por fuera,
en su sola apariencia, sin conocer por dentro las causas que llevo expuestas, y
la considera una parafilia, es decir, un estímulo del placer sexual distinto
del atractivo humano, como puede serlo el fetichismo (y de hecho, añado yo, las
parafilias suelen ser adictivas) Y no es así, aunque en sus momentos iniciales
y, sobre todo, en la soledad, puede serlo pasajeramente.
Hay placer en la feminofilia, pero no
sólo placer. Hay también amor, deseo de la mujer, y ese verdadero amor puede
estar lleno de ternura y de deseo de compañía mutua. Blanchard yerra cuando ve
la feminofilia sólo como una parafilia, es decir como un estímulo erótico
distinto del humano; yo creo que es un sentimiento unificado que puede empezar
por ese automatismo que al establecerse como hábito lo refuerza y que culmina
en el amor de compañía y de ternura mutua.
Pienso en personas a quienes conozco,
con historias casi arquetípicas, pero reales. Una de ellas está permanentemente
dolorida por el recuerdo de su padre, maltratador, muy refugiado en su madre,
queriendo ser físicamente como las niñas desde los tres años, fascinado siempre
por la ropa de mujer y muy amante de la mujer; este amor le permitió casarse,
tuvo hijas, a las que quiso y no tuvo afortunadamente hijos, porque no hubiera
podido quererlos; y su esposa le permitía el transvestismo en la casa; vivía
equilibradamente y amantemente.
Pero el fin de su matrimonio, por otra
razón, el apartamiento de sus hijas, le dejó a solas consigo misma, y en esta
soledad la fascinación de la fusión con la imagen de la mujer actuó
unilateralmente; decidió vivir como mujer y buscar así otra pareja,
declarándose lesbiana, aunque su experiencia fuera tan distinta de las
experiencias lésbicas; se operó, con esta esperanza, cuidó cuanto pudo su
arreglo, su ropa, esperando que fuera fácil. Pero consiguió sólo frustración, a
lo largo de diez años. Sin embargo, su historia es sencilla como historia de
amor, porque desea sobre todo compañía, una plenitud casi extática en la que
pueda gozar de un acompañamiento constante, la mano en la mano.
Esta historia no merece el nombre de
parafilia. Hay más amor en ella que en muchas historias heteras. Y en los
brillantes ojos de mi amiga, al ver a una mujer en la que ponga sus
expectativas, entiendo ahora otros amores trans que he conocido, en los que una
persona vive con tal amor la compañía de su mujer, que puede renunciar al deseo
de hormonarse del todo, con tal de conservar la capacidad de unión corporal,
que es lo único que ella le pide. O el de otra amiga, que después de su
transición social, que fue demasiado para su esposa, sigue esperando
pacientemente, año tras año, que su esposa vuelva a su lado, sin plantearse
otra compañía.
En una forma que ha actuado como un mito
colectivo, la historia de “La chica danesa”, Einar/ Lili, una historia feminófila,
empieza por un momento de amor y termina en un momento de amor. El factor común
de todas estas historias es un “quiero ser como tú”, que a veces, como en ésta
última, puede ser aceptado.
Pero estamos hablando de un sentimiento
de fusión que debe ser mantenido perfectamente lúcido para no ser
contraproducente. Es verdad que su relación con el placer lo puede hacer
literalmente enloquecedor, confinando a quien lo siente en su soledad.
Frente a la capacidad de amor que puede
generar, amor de afinidad, no de complementariedad, puede quedar sólo en una
experiencia personal. Un placer de sujeto, no de objeto. La dificultad de la
relación XY y XX se ve minimizada en el plano de la fantasía sexual por una
imagen de mujer que puede crearse inmediatamente, con sólo vestirse y
arreglarse y aunque la persona permanece consciente de que es una imagen de sí
misma y por tanto no la libera de la soledad, puede entretenerse con mecanismos
narcisistas, tales como contemplar su cuerpo en el baño durante horas (lo cuenta
Kathy Dee) o salir a la calle para ser mirada y admirada, cuando le es posible,
o poner sus fotografías en las redes sociales o, más sencilla y mejor,
compartir su nueva imagen en la compañía de amigos y amigas, riendo y charlando
durante horas.
Vemos que en el proceso feminófilo se
entra a menudo en un terreno imaginario, equivalente al de los mundos creados
por la literatura y los juegos de rol.
En él, el impulso sexual, el deseo de
gustar, el placer que produce, procura crear una imagen de mujer muy idealizada
y a pretender que sea la imagen interior de quien la sueña. Lo primero se
consigue con una práctica de arreglo, maquillaje, cambios en la corporalidad,
cirugía genital o estética, lo segundo, afirmando una feminidad perfecta, que
sólo haya tenido que liberarse para eclosionar. Pero ambos propósitos suponen
una tensión continua, y una sensación de amargo fracaso en la medida en que no
se consigan por el reconocimiento ajeno, sobre todo.
Puesto que la feminofilia es un intento
de mejor adaptación, estos resultados serían deficientes a estos efectos. Pero
es posible liberarse de esas angustias y mantener la esperanza buscando en todo
momento una compañía real, una amistad por lo menos y un amor cuando sea
posible, y en este caso, estar dispuesta a afrontar los sacrificios que el
propio amor compense.
Por eso creo que limitar la experiencia
feminófila a la sola racionalidad del análisis de Blanchard es poco. Vale la
pena pensar que la lógica de un discurso puede limitar su alcance según su
capacidad de expresión de la realidad.
Un discurso científico puede aportar
determinadas informaciones, poner orden en ciertos hechos. Blanchard lo
consigue, estableciendo, no sin un gran esfuerzo teóricopráctico, la primera
clasificación de la experiencia trans de acuerdo con la orientación, y
obteniendo dos categorías que, corrigiendo su vocabulario, son las de las
personas MaF que aman a los hombres y las que aman a las mujeres. Pero estoy
segura de que el lenguaje científico no puede dar cuenta de los matices de la
realidad que he expuesto, y sin embargo son decisivos a la hora de valorar la
experiencia feminófila en su conjunto.
El discurso de Blanchard es también
matizado, en cuanto que distingue cuatro tipos de autoginefilia, la
transvestista, la conductual, la fisiológica y la anatómica, según el énfasis
que se adopte en la fusión con algunos u otros aspectos de la vida de la mujer,
siendo la anatómica la que más lleva a la reasignación de sexo; por tanto, las
diversas modalidades de la autoginefilia no corresponderían a una intensidad
menor o mayor, cuantitativa, de la transvestista a la anatómica, por ejemplo,
sino a la diferencia cualitativa del centro de la fantasía.
Es muy útil para valorar el punto de
partida y cabe discutirlo racionalmente. Me parece que es posible introducir
medidas cuantitativas en las diferencias cualitativas, de manera que se pueda
distinguir el transgenerismo (transvestismo) ocasional del permanente, o las
modificaciones corporales a las que se aspira, desde la hormonación menos o más
extensa, a la orquidectomía, la emasculación o la reasignación genital.
Ha hecho suyo este discurso una persona
transexual, la Doctora Anne Lawrence, que acaso lo valora precisamente por una
crudeza que permite una claridad mayor sobre la propia experiencia y liberar
los ojos de los sueños. Pero tengo que decir que, una vez despiertos, la
realidad puede ser aceptable.
Sin embargo, volviendo a mis argumentos
sobre la estructura del yo, dividido en yo interno y yo externo, puedo decir
que una cosa es el “no quiero ser” y otra el “quiero ser”, y dentro de ésta
segunda, una es el “puedo ser” y otra el “no puedo ser”; o una cosa es desear y
otra que el deseo se haga realidad. Si yo me encuentro con la circunstancia de
que soy fea, es natural que desee no ser fea, y puedo conseguirlo o más
frecuentemente, no puedo conseguirlo.
Analizando la feminofilia en estos
términos, una cosa es decirme “no quiero ser varón” y otra el “quiero ser mujer”,
pero puesto que ser varón o mujer es una condición biológica que configura nuestro
cuerpo y en él nuestro cerebro, sé que podré transformar mi apariencia corporal
pero no mi condicionamiento cerebral. Mi misma feminofilia, mi deseo de ser
mujer por mi amor por la mujer y mi repudio hacia el varón, es resultado de mi
condicionamiento.
En este sentido, y mientras no sepamos
cómo transformar el condicionamiento
cerebral, no sería posible pasar del “yo no quiero ser” al “yo quiero
ser” y luego al “yo soy lo que quiero ser”.
Supongo que la solución que está al
alcance de las personas feminófilas es tomar en cuenta todos los términos de
esta secuencia.
Primero, “yo no quiero ser”, con plena conciencia del
significado de este decir yo, sólo esa conciencia, distante de toda
circunstancia, desnudo de cualquier adjetivo, casi como un asceta diciendo yo;
y del significado de lo que no quiero, apareciendo a los propios ojos con toda
nitidez como que es la masculinidad lo que no quiero ser y por qué no quiero
serlo.
Segundo, “yo quiero ser”, mirando también con plena
conciencia que quiero ser mujer, y del por qué, sabiendo que en primer lugar es
lo que pretendo para encontrar un refugio a mi “no quiero ser” y en segundo
lugar es un refugio en lo que amo.
Pero, paradójicamente, amo esto por lo
que hay en mí o tengo de biológico, la masculinidad biológica atraída por la
feminidad. Por tanto, debo asumir esta paradoja, por su valor de refugio.
Tercero, “yo soy lo que quiero ser”, equivalente
a “yo quiero ser lo que soy”, asumiendo que en esta frase está contenido
primero ese yo desencarnado y después, que ha llegado a ver lo que es, distinto
de la masculinidad y no conseguirá ser una mujer como cualquiera sea, sino que
acepta estar en una estructura sexual muy peculiar, que le concede justamente
distanciarse de cualquier estructura sexual y ser humano e independiente, lo
que, a mi entender, es dar un paso más en la condición humana.
La feminofilia empieza por un
sentimiento, que puede venir de causas menos o más fuertes y tener modulaciones
de menor o mayor intensidad.
La menos intensa deja sitio para una
identidad masculina, hetera, y para formas de expresión periódicas, que se entienden
a veces como personalidades dobles y nombres dobles; lógicamente, creo que es mejor
entenderse como una personalidad única, masculina, hetera y feminófila.
La feminofilia puede integrarse en esa
única personalidad como un desahogo periódico de tensiones profundas que no son
en su origen eróticas o sexuales, sino que guardan relación con ajustes o
desajustes sociales, con rituales que simbolizan la voluntad de supervivencia
en un medio hostil, incluso de fuertes traumas, y que sólo derivadamente tiene
una función de estímulo sexual.
No deja de ser hermosa la personalidad
de un varón, expuesto en su niñez a fuertes sufrimientos, que los supera asumiendo
la ropa de las mujeres, como seres también vulnerados. Quizá este significado
esté latente en las mujeres que están dispuestas a amarlos, acaso a cuidarlos,
acaso como representación humana de su propia voluntad de supervivencia.
El varón visto como compañero de
experiencia humana, no como dominador en un plano todavía animal. Y ese
compañerismo, representado por la falda.
Esa unión supone la sinceridad previa. A
veces, por temor a perder a la mujer que ha llegado a la propia vida, o por la
confianza en el propio amor, o por las dos cosas, quien tiene sentimientos
feminófilos se ha dicho “Esto, me caso y se acaba”, y creo que no se acaba,
porque forma parte de la estructura emocional de la persona; otras veces, se ha
dicho, pero la mujer ha respondido: “Esto, con mi cariño se acaba”, lo que
resulta también una confianza irreal.
Otras veces es verdad que la misma
estructura de la personalidad de la pareja le hace no encontrar la manera de
seguir adelante, y es frecuente que las parejas se deshagan, incluso habiendo un
cariño real.
O puede ser que una negociación permita
una convivencia (un poco triste), pero también es posible que la mujer
encuentre razones emotivas e incluso de deseo para seguir adelante en esta
relación.
Cuando los sentimientos feminófilos son
más intensos, pueden dar lugar a un cambio permanente, y a una hormonación u
operación (o varias formas de hormonación y varias formas de operación, como la
estética de los caracteres secundarios, o la orquidectomía o la emasculación o
la de reasignación genital)
Pero veo la feminofilia periódica y la
permanente como dos variantes cuantitativas del mismo continuo, no como hechos
cualitativamente distintos, no están separados de manera radical, no forman
parte de conjuntos cerrados a los que se pertenezca “sí o no”, sino a un
conjunto difuso, al que se pertenece “más o menos”.
Todo lo que he dicho de la relación con
una mujer real, se aplica aquí, con mayor fuerza. Es una cuestión mayor, porque
una persona feminófila se define por su amor a la mujer.
En éste, puede llegar a priorizar su
orientación sobre su expresión; si hay un amor muy profundo, es posible
sacrificar la expresión feminófila; incluso se puede decir que ésta es más
necesaria cuando falta ese amor, aunque esa llama de los sentimientos puede
velarse hasta sólo por la rutina, por lo es conveniente hablar siempre de la propia
realidad.
La frustración de las experiencias
reales de amor no sólo puede generar la expresión feminófila, sino darla por
terminada, amargamente, entrando en una fase de asexualidad triste: “Ya no me
interesa ser mujer”, ya no quiero seguir soñando con esa fusión con la mujer.
Al contrario, cuando la suerte es
favorable en todo ello, la experiencia puede ser exultante, no sólo se ama a la
mujer, sino que es posible fundirse con ella, en un “yo soy tú”, lleno de
música y de campanadas, pues resuelve dos aspectos de la personalidad, el deseo
de la mujer y la necesidad de una identidad.