domingo, 31 de enero de 2016

UN BOSQUEJO DE ECOTRANSEXOLOGÍA

Kim Pérez

Actualizado, 7 de febrero de 2016

Esta noche, en un largo rato de los que me desvelo, y aprovecho para pensar en la soledad, el silencio y la oscuridad, he pensado con asombro que la Ecología es el sistema más parecido hoy al clásico e incluso al escolasticismo católico, basado en este punto en la filosofía de Aristóteles, que se puede cualificar como la filosofía del  sentido común.

La Ecología parte de que la naturaleza sigue un orden que los humanos debemos entender y respetar.

Otros sistemas privilegian la voluntad humana; entienden que podamos hacer todo lo que queramos, pero los resultados pueden ser catastróficos.

Al pensar en ese orden, vemos que es sutilísimo, generando la inmensa complejidad de nuestros cuerpos, de nuestras conductas, de nuestras conciencias, todo tan difícil de entender, que merece que seamos lo más naturales que podamos para asegurarnos de que ese mismo orden nos protegerá en lo que podamos ser protegidos.

Por ejemplo, la drogadicción es antiecológica porque rompe el orden de nuestro ser, llevándonos a un bienestar químico repentino que no tiene que ver con nuestros lentos procesos químicos naturales, en los que nuestro cuerpo y nuestra mente se acompasan tranquilamente.

Naturalmente, esto me lleva a preguntarme cuál es el valor ecológico de mi transexualidad, y lo encuentro enseguida pensando que yo misme soy fruto de un largo proceso natural, que duró muchos años, desde que fui concebide, hasta hacerme una persona ambigua o andrógina como soy.

¿De qué vale todo esto, por qué nuestro ecosistema tendría interés en hacerme como soy?
Sencillamente, porque la variabilidad de las especies es un valor ecológico, porque aumenta su adaptabilidad y por tanto, sus ocasiones de supervivencia.

La especie humana es sexogenéricamente muy variable. Formamos en todo continuos o escalas que van desde las formas más extremas a las formas intermedias, lo que he llamado conjuntos difusos de sexogénero. Masculinidad y feminidad extremas son útiles para la adaptación humana, pero también las formas intermedias, en las que el continuo masculinidad/ feminidad forma capacitaciones especiales.

En mi experiencia, yo he creído verlo en el trabajo de la enseñanza, en el que mis cualidades ambiguas, en realidad no medio masculinas ni medio femeninas, sino masculinas y femeninas a la vez, resultaban útiles en la práctica.
Supongo que otras personas trans, con otras experiencias laborales, habrán visto lo que pueden aportar de original y valioso simplemente por ser trans; por tener a la vez una capacidad para vivir lo objetivo y lo subjetivo, mientras que la mayoría de los varones son más objetivistas (interesándose mucho por las máquinas, por ejemplo), mientras que la mayoría de las mujeres son más subjetivistas (interesándose mucho por las vidas humanas)

Pues a veces puede ser interesante para la especie que haya personas que podamos ser a la vez objetivas y subjetivas, y si eso lo podemos hacer con facilidad muchas personas trans, mejor.
Éste sería un descubrimiento del orden natural, y por eso formaría parte de la ciencia ecológica. Puede haber otros, distintos.

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Poner en relación la transexualidad con el conjunto de la naturaleza, sobrecoge; así se afirma el valor de la visión ecológica, que se hace irrenunciable en cuanto se comprende el rigor del método realista, lo que plantea el dilema de si la transexualidad es ecológicamente válida o no.

Empecemos por la descripción del método que vamos a seguir. La verdad será la adecuación de la inteligencia a la cosa. Esto supone dos realidades como punto de partida: la que mira y lo que mira. Y la necesidad de que, dentro de lo que se mira, la representación corresponda lo más exactamente que se pueda a lo representado.

La utilidad de este método se puede decir en pocas palabras: que si yo me enfrento objetivamente a un peligro, pueda ver con la mayor precisión que sea posible el peligro que me amenaza. Esto, efectivamente, es de sentido común, pero en el pensamiento de principios del siglo XXI está cuestionado por el subjetivismo, el relativismo o el voluntarismo.

La Ecología vuelve a poner las cosas en su sitio. No somos los dueños del Universo, como tiende a pensar el voluntarismo liberal. Nos encontramos en cambio con todo un mundo de hechos, cuyas relaciones obedecen a una Lógica que tenemos que entender para poder actuar respetándola.

Consideremos la sexuación: movida por los mecanismos del placer, está dirigida primariamente al intercambio de genes en el momento de la reproducción, y secundariamente sirve para otras funciones: mantenimiento de la vida social, en las especies en las que ésta  significa una mejor adaptación, y estímulo para la vida individual; en el caso de la consciencia humana, este estímulo genera la experiencia del placer e incluso la del amor, así como la de la autoafirmación y la rivalidad.

Observemos en la Biología, base de la Ecología, un sentido finalista que está ausente en otras ciencias de la naturaleza, como la Física o la Química, que en la inmensa escala de sus campos de estudio parecen ser meramente descriptivas. Al hablar de la sexuación, como hecho biológico, hablamos de que “sirve para” y enunciamos finalidades primarias y secundarias.

Pasar el hecho de la transexualidad por esta plantilla ofrece resultados paradójicos: los más notorios son la mayor dificultad para la reproducción y la mayor facilidad para la afirmación personal. Estamos definiendo a la vez un mal y un bien, entendidos como la adecuación menor o mayor de la sexuación a sus fines.

Pero la consideración más de cerca de la sexuación nos permite ver perspectivas empíricas que transforman esa visión finalista. Sabemos que la reproducción es una función de la especie, no de los individuos. Por ejemplo, las abejas y las hormigas crían una mayoría de  individuos estériles con el fin de que su trabajo permita la reproducción de una pequeña minoría de individuos fértiles.

Por tanto, también en nuestra especie la reproducción es un deber del conjunto de la especie. Mientras que, en nuestras condiciones de vida, la mayoría de los individuos de la especie se reproduzca, podemos permitirnos que haya una minoría que, voluntaria o involuntariamente, no se reproduzca.  

Veamos ahora qué tiene que ver la transexualidad con la mayor facilidad para la afirmación personal. Se puede explicar en pocas palabras también: no podemos seguir la corriente mayoritaria, en la que basta con dejarse llevar. En la sociedad hetera es suficiente con seguir los propios impulsos instintivos para encontrar un lugar social, como lo encuentran aves o mamíferos no humanos, sin necesidad de reflexión sobre sí. En nuestro caso, comprendemos que estamos contrariando el pilar fundamental de la sociedad hetera, y nos vemos obligades a una reflexión profunda sobre lo que soy yo. Esta reflexión puede culminar con inmenso dolor en la convicción de que yo no puedo transitar o en la jubilosa convicción de que sí, aun en una medida no total, en cuyo caso se convierte en afirmación personal, pero en todas las historias, es la de una percepción de lo que soy yo, como distinte de mi propio cuerpo y de la mayoría que no se lo cuestiona.

Esta distancia entre lo que soy yo y mi apariencia es la esencia de la condición humana. Se da, con casi igual intensidad, en las personas de rostros abrasadados o en las mujeres feas, que al mirarse en el espejo, saben que no es a ellas a quien ven (Rosa Chacel), sino su apariencia, como un velo que las disfraza, y les impide conocer el amor o les dificulta la procreación; y es humano valorar estas condiciones por cuanto nos permiten conocer la distancia entre la posibilidad de decir yo y la apariencia que estorba a los otros vernos como somos.

Y entonces es más importante la realidad de que existamos personas singulares que la de que podamos  procrear.  Nuestra existencia se convierte en una vanguardia ejemplar para quienes se suman con naturalidad a la corriente principal, aunque de momento se encuentren en la fase de los denuestos. No en balde, algunas de las más amistosas nos dicen “admiro tu valentía”, porque estamos abriendo nuevas perspectivas al estado de opresión humana por la ignorancia, el poder, las circunstancias...

En este ámbito, la Ecología se transforma al llegar al ser humano. Si fuéramos seres como los animales, nuestra perspectiva sería vivir nuestro estado natural entre ellos, en un clima intertropical, alimentándonos de lo que estuviera a nuestro alcance, como lo hacíamos hace centenas de miles de años. Parece que la finalidad de la Biología es formar seres cada vez más inteligentes, mejor adaptados para sobrevivir, y éste es el resultado de la evolución humana. Pero cuando nuestra inteligencia y nuestra cultura nos han llevado a un nivel determinado, nos hemos preguntado “¿y si las cosas pudieran no ser como son?”.


Pregunta que funda la civilización humana y en ella, la transexualidad, no lejos de su centro, porque como he dicho, alteramos el pilar fundamental de la sociedad humana, que es la primera división del trabajo, la función de los sexos. Ante esta irrupción de las libertades humanas, la Ecología debe reconocer, como se hacía hace siglos, que la naturaleza ha “servido para” la aparición de los seres humanos, y que una vez surgidos, tenemos responsabilidades de hermanos mayores para el resto de la naturaleza.   


domingo, 24 de enero de 2016

PSICOLOGÍA DE LA FEMINOFILIA

Kim Pérez

Feminofilia es una palabra que me parece que ha surgido en el ámbito lingüístico hispano; significa “amor a la mujer” en un contexto transgenérico. Con mayor precisión, le corresponde la palabra autoginefilia, que en el ámbito científico significa, empezando por el final, “amor a la mujer dentro de sí”, empleada por Ray Blanchard, psicólogo clínico, en 1989.

Para muchas personas XY en especial resulta muy difícil adaptarse a la masculinidad ambiental. Esto puede suceder porque algunos temperamentos, incluso masculinos, se consideran incompatibles con una masculinidad excesivamente competitìva, acometedora o ruda, dominadora, darwiniana, que nuestra cultura ha establecido como ideal, hasta normativo, castigando a quienes no lo quisieran o pudieran seguir.

O también, tristemente, porque a veces ha habido menores que, en una edad crucial, se han visto enfrentados con el modelo paterno, porque les haya negado su aprecio o incluso les haya maltratado. Encontrando siempre una precariedad en el sentimiento de su masculinidad, o incluso un rechazo muy profundo.

La identidad feminófila está encabezada por un “yo no quiero ser”. Lo masculino se rechaza como una parte de la realidad, que se descubre de pronto, que es muy desagradable, y que para colmo, está en la misma persona, pareciendo incluso que constituye su ser a los ojos ajenos.

Y sin embargo el indefinible olor de los andrógenos, las feromonas masculinas cuando llenan el aire, las bromas masculinas, los gestos masculinos, resultan profundamente repulsivos. Se siente que no deberían existir. No deberían estar incluidos en el Universo. La persona feminófila es lo contrario de un homosexual, aunque puede aceptarlo en la medida en que es menos masculino.

El yo profundo de la persona trans feminófila se siente ajeno a su propia naturaleza masculina, como si tuviera que navegar en una nave que rechaza. Es una experiencia profundamente humana. La puede entender sólo quien sepa que su yo que mira es distinto de su yo corporal, lo que su yo mira.

Es como una experiencia de sorpresa. Se ve con distanciamiento no sólo el propio cuerpo, sino los sentimientos que nacen de ese cuerpo, los rasgos temperamentales, por ejemplo, los instintos sexuales. Se ve que emerge de él una personalidad masculina, pero desde el centro del propio ser se rechaza esa personalidad.

Hay una realidad humana que es la distancia con los propios sentimientos. Muchas veces éstos nos sorprenden y nos extrañan. Nos vemos sintiendo lo que nunca podríamos haber pensado que sentiríamos y podemos juzgar esos sentimientos, como aceptables o como inaceptables.

Esta distancia es la que objetivamente separa el yo del cuerpo. Yo tengo plena conciencia de mi subjetividad, de mi pensamiento que ahora veo funcionando, pero no tengo plena conciencia de mi corporalidad, Siento sus efectos en un centro de percepciones que está cerca de este yo, que siente bienestar o malestar, placer o dolor, lo que se ha llamado el sentido interno, pero lo desconoce todo acerca de sus procesos propios.

El cuerpo es una máquina maravillosamente diseñada, que podemos llevar aquí o allá, de la que podemos servirnos, a la que podemos mandar dentro de ciertos límites, pero distinta de mí. En este momento estoy respirando, pero no sé qué estoy haciendo para respirar, desconozco los procesos químicos que se están produciendo y cómo se producen. He aprendido que tengo bazo, estará funcionando, supongo, pero no sé lo que hace. Veo aparecer en mí algunos sentimientos sexuados, no veo aparecer otros, y no sé por qué.

En este caso, como suponen una interrelación extensísima con otras personas, que constituye la base de mi ser social, puedo saber si me gusta o me disgusta lo que veo aparecer en mí. Veo sentimientos masculinos (como otras personas ven aparecer sentimientos femeninos) y los rechazo (como otros yoes pueden rechazar los femeninos)

Este rechazo surge de más hondo que la experiencia biográfica, con sus altos y bajos. Puede surgir en edades muy tempranas, cinco años, por ejemplo. Puede no haber factores previos, sucedidos que contar. De pronto, se mira hacia un niño de la misma edad, y resulta desagradable, repulsivo. Puede ser una experiencia intermasculina, básica, del equipamiento de fábrica con el que venimos, pero yo, quien miro, al conocerla, puedo decirme: “Yo no quiero ser así”. No es que el niño me haya hecho nada, no me ha pegado ni amenazado, es simplemente que no quiero ser como él, verme como él, que los demás me vean como él.

Es como si tuviera que reencarnarme, viera cómo puedo ser con un cuerpo determinado que todavía no tengo, y me dijera que no quiero tener ese cuerpo.

La palabra ser, en el sentido de verme con un cuerpo determinado, no se me aplica, porque yo no soy ese cuerpo, sino que tengo ese cuerpo. Las personas feas, tullidas, deformadas, saben de lo que estoy hablando. Son distintas de su cuerpo. Quienes las ven, a menudo se asombran: “¡Qué hermosa es por dentro!”

Por tanto, estamos hablando del centro de la condición humana y las personas trans feminófilas participan de él.
¿Por qué aceptamos o no aceptamos nuestro sexo? La mayor parte de las personas lo aceptan sin dificultad y hasta con gusto. Las personas feminófilas, no. Las personas feminófilas se sienten extrañas hasta con sus sentimientos. No es cuestión de afinidades o desafinidades entre sus sentimientos y los de otras personas, porque pueden tener sentimientos masculinos, pero no los aceptan. Puede ser que tengan también una diferencia entre sus sentimientos masculinos y los de otras personas, por ejemplo, la que nace de un sentimiento de ambigüedad, pero entonces ya no se trataría de un sentimiento de feminofilia pura, emparejado con otro de androfobia pura, sin paliativos.

Porque es verdad que en los hombres heteros suele haber un sentimiento de fuerte compañerismo con otros hombres, fundamento paradójico de su heterosexualidad porque se empareja con otro de extrañeza ante la mujer, de no compañerismo con ella, y de desearla justamente en su diferencia. Aprecian a los varones y desean a las mujeres. El primero de estos sentimientos no existe en las personas feminófilas.

No estoy hablando de que en ellas se intente dar la primacía a la voluntad sobre el ser, o pensar en lo que se quiere por encima de lo que se es, porque estoy hablando de dos niveles del ser, uno interior y otro exterior. Cada cual, entre los humanos, es algo y está en algo. Los humanos somos en el fondo seres sin circunstancias, conciencias puras, pero estamos en medio de  circunstancias espaciotemporales, biológicas o psicológicas.        

Puesta en lo que se es por dentro, la persona feminófila sabe que no quiere o no puede ser por fuera lo que es ni siquiera lo que siente. Mientras sólo puede decir “no quiero ser”, se encuentra sin consuelo, porque no podemos establecernos sólo en un no, y necesitamos encontrar un sí.

El recurso feminófilo consiste en la adopción del modelo femenino o materno, ya que el masculino o paterno está muy dificultado o imposibilitado en la práctica. Esta traslación del querer ser es en principio sólo la búsqueda de unas circunstancias en las que arraigarse.
 
Pero a continuación, o quizá inmediatamente, como consecuencia y no como causa, viene el placer. Éste puede venir por un automatismo biológico. En la mayoría de las personas XY la imagen de una mujer causa placer y cuando está más cerca, causa excitación. La fusión con la imagen de la mujer es una forma de cercanía imaginada, y por tanto, puede excitar. Pero el orden no es primero excitación y luego fusión, sino primero necesidad afectiva de fusión y luego excitación.

Por todo eso digo que la feminofilia tiene una función adaptativa; busca una adaptación mejor para sobrevivir ante estos conflictos, cuando llegan a ser graves. En este sentido, la feminofilia tiene un valor objetivo.

La intensa presencia del placer en la feminofilia puede preocupar en la medida en que fuera su principal contenido y por tanto pudiera atrapar a la voluntad como una adicción. De hecho, Ray Blanchard, psicólogo clínico pero no transexual ni feminófilo, ve este placer por fuera, en su sola apariencia, sin conocer por dentro las causas que llevo expuestas, y la considera una parafilia, es decir, un estímulo del placer sexual distinto del atractivo humano, como puede serlo el fetichismo (y de hecho, añado yo, las parafilias suelen ser adictivas) Y no es así, aunque en sus momentos iniciales y, sobre todo, en la soledad, puede serlo pasajeramente.

Hay placer en la feminofilia, pero no sólo placer. Hay también amor, deseo de la mujer, y ese verdadero amor puede estar lleno de ternura y de deseo de compañía mutua. Blanchard yerra cuando ve la feminofilia sólo como una parafilia, es decir como un estímulo erótico distinto del humano; yo creo que es un sentimiento unificado que puede empezar por ese automatismo que al establecerse como hábito lo refuerza y que culmina en el amor de compañía y de ternura mutua.

Pienso en personas a quienes conozco, con historias casi arquetípicas, pero reales. Una de ellas está permanentemente dolorida por el recuerdo de su padre, maltratador, muy refugiado en su madre, queriendo ser físicamente como las niñas desde los tres años, fascinado siempre por la ropa de mujer y muy amante de la mujer; este amor le permitió casarse, tuvo hijas, a las que quiso y no tuvo afortunadamente hijos, porque no hubiera podido quererlos; y su esposa le permitía el transvestismo en la casa; vivía equilibradamente y amantemente.

Pero el fin de su matrimonio, por otra razón, el apartamiento de sus hijas, le dejó a solas consigo misma, y en esta soledad la fascinación de la fusión con la imagen de la mujer actuó unilateralmente; decidió vivir como mujer y buscar así otra pareja, declarándose lesbiana, aunque su experiencia fuera tan distinta de las experiencias lésbicas; se operó, con esta esperanza, cuidó cuanto pudo su arreglo, su ropa, esperando que fuera fácil. Pero consiguió sólo frustración, a lo largo de diez años. Sin embargo, su historia es sencilla como historia de amor, porque desea sobre todo compañía, una plenitud casi extática en la que pueda gozar de un acompañamiento constante, la mano en la mano.

Esta historia no merece el nombre de parafilia. Hay más amor en ella que en muchas historias heteras. Y en los brillantes ojos de mi amiga, al ver a una mujer en la que ponga sus expectativas, entiendo ahora otros amores trans que he conocido, en los que una persona vive con tal amor la compañía de su mujer, que puede renunciar al deseo de hormonarse del todo, con tal de conservar la capacidad de unión corporal, que es lo único que ella le pide. O el de otra amiga, que después de su transición social, que fue demasiado para su esposa, sigue esperando pacientemente, año tras año, que su esposa vuelva a su lado, sin plantearse otra compañía.

En una forma que ha actuado como un mito colectivo, la historia de “La chica danesa”, Einar/ Lili, una historia feminófila, empieza por un momento de amor y termina en un momento de amor. El factor común de todas estas historias es un “quiero ser como tú”, que a veces, como en ésta última, puede ser aceptado.

Pero estamos hablando de un sentimiento de fusión que debe ser mantenido perfectamente lúcido para no ser contraproducente. Es verdad que su relación con el placer lo puede hacer literalmente enloquecedor, confinando a quien lo siente en su soledad.

Frente a la capacidad de amor que puede generar, amor de afinidad, no de complementariedad, puede quedar sólo en una experiencia personal. Un placer de sujeto, no de objeto. La dificultad de la relación XY y XX se ve minimizada en el plano de la fantasía sexual por una imagen de mujer que puede crearse inmediatamente, con sólo vestirse y arreglarse y aunque la persona permanece consciente de que es una imagen de sí misma y por tanto no la libera de la soledad, puede entretenerse con mecanismos narcisistas, tales como contemplar su cuerpo en el baño durante horas (lo cuenta Kathy Dee) o salir a la calle para ser mirada y admirada, cuando le es posible, o poner sus fotografías en las redes sociales o, más sencilla y mejor, compartir su nueva imagen en la compañía de amigos y amigas, riendo y charlando durante horas.

Vemos que en el proceso feminófilo se entra a menudo en un terreno imaginario, equivalente al de los mundos creados por la literatura y los juegos de rol.

En él, el impulso sexual, el deseo de gustar, el placer que produce, procura crear una imagen de mujer muy idealizada y a pretender que sea la imagen interior de quien la sueña. Lo primero se consigue con una práctica de arreglo, maquillaje, cambios en la corporalidad, cirugía genital o estética, lo segundo, afirmando una feminidad perfecta, que sólo haya tenido que liberarse para eclosionar. Pero ambos propósitos suponen una tensión continua, y una sensación de amargo fracaso en la medida en que no se consigan por el reconocimiento ajeno, sobre todo.

Puesto que la feminofilia es un intento de mejor adaptación, estos resultados serían deficientes a estos efectos. Pero es posible liberarse de esas angustias y mantener la esperanza buscando en todo momento una compañía real, una amistad por lo menos y un amor cuando sea posible, y en este caso, estar dispuesta a afrontar los sacrificios que el propio amor compense.

Por eso creo que limitar la experiencia feminófila a la sola racionalidad del análisis de Blanchard es poco. Vale la pena pensar que la lógica de un discurso puede limitar su alcance según su capacidad de expresión de la realidad.

Un discurso científico puede aportar determinadas informaciones, poner orden en ciertos hechos. Blanchard lo consigue, estableciendo, no sin un gran esfuerzo teóricopráctico, la primera clasificación de la experiencia trans de acuerdo con la orientación, y obteniendo dos categorías que, corrigiendo su vocabulario, son las de las personas MaF que aman a los hombres y las que aman a las mujeres. Pero estoy segura de que el lenguaje científico no puede dar cuenta de los matices de la realidad que he expuesto, y sin embargo son decisivos a la hora de valorar la experiencia feminófila en su conjunto.

El discurso de Blanchard es también matizado, en cuanto que distingue cuatro tipos de autoginefilia, la transvestista, la conductual, la fisiológica y la anatómica, según el énfasis que se adopte en la fusión con algunos u otros aspectos de la vida de la mujer, siendo la anatómica la que más lleva a la reasignación de sexo; por tanto, las diversas modalidades de la autoginefilia no corresponderían a una intensidad menor o mayor, cuantitativa, de la transvestista a la anatómica, por ejemplo, sino a la diferencia cualitativa del centro de la fantasía.

Es muy útil para valorar el punto de partida y cabe discutirlo racionalmente. Me parece que es posible introducir medidas cuantitativas en las diferencias cualitativas, de manera que se pueda distinguir el transgenerismo (transvestismo) ocasional del permanente, o las modificaciones corporales a las que se aspira, desde la hormonación menos o más extensa, a la orquidectomía, la emasculación o la reasignación genital.

Ha hecho suyo este discurso una persona transexual, la Doctora Anne Lawrence, que acaso lo valora precisamente por una crudeza que permite una claridad mayor sobre la propia experiencia y liberar los ojos de los sueños. Pero tengo que decir que, una vez despiertos, la realidad puede ser aceptable.

Sin embargo, volviendo a mis argumentos sobre la estructura del yo, dividido en yo interno y yo externo, puedo decir que una cosa es el “no quiero ser” y otra el “quiero ser”, y dentro de ésta segunda, una es el “puedo ser” y otra el “no puedo ser”; o una cosa es desear y otra que el deseo se haga realidad. Si yo me encuentro con la circunstancia de que soy fea, es natural que desee no ser fea, y puedo conseguirlo o más frecuentemente, no puedo conseguirlo.

Analizando la feminofilia en estos términos, una cosa es decirme “no quiero ser varón” y otra el “quiero ser mujer”, pero puesto que ser varón o mujer es una condición biológica que configura nuestro cuerpo y en él nuestro cerebro, sé que podré transformar mi apariencia corporal pero no mi condicionamiento cerebral. Mi misma feminofilia, mi deseo de ser mujer por mi amor por la mujer y mi repudio hacia el varón, es resultado de mi condicionamiento.

En este sentido, y mientras no sepamos cómo transformar el condicionamiento  cerebral, no sería posible pasar del “yo no quiero ser” al “yo quiero ser” y luego al “yo soy lo que quiero ser”.

Supongo que la solución que está al alcance de las personas feminófilas es tomar en cuenta todos los términos de esta secuencia.

Primero, “yo no quiero ser”, con plena conciencia del significado de este decir yo, sólo esa conciencia, distante de toda circunstancia, desnudo de cualquier adjetivo, casi como un asceta diciendo yo; y del significado de lo que no quiero, apareciendo a los propios ojos con toda nitidez como que es la masculinidad lo que no quiero ser y por qué no quiero serlo.

Segundo, “yo quiero ser”, mirando también con plena conciencia que quiero ser mujer, y del por qué, sabiendo que en primer lugar es lo que pretendo para encontrar un refugio a mi “no quiero ser” y en segundo lugar es un refugio en lo que amo.

Pero, paradójicamente, amo esto por lo que hay en mí o tengo de biológico, la masculinidad biológica atraída por la feminidad. Por tanto, debo asumir esta paradoja, por su valor de refugio.


Tercero, “yo soy lo que quiero ser”, equivalente a “yo quiero ser lo que soy”, asumiendo que en esta frase está contenido primero ese yo desencarnado y después, que ha llegado a ver lo que es, distinto de la masculinidad y no conseguirá ser una mujer como cualquiera sea, sino que acepta estar en una estructura sexual muy peculiar, que le concede justamente distanciarse de cualquier estructura sexual y ser humano e independiente, lo que, a mi entender, es dar un paso más en la condición humana. 

La feminofilia empieza por un sentimiento, que puede venir de causas menos o más fuertes y tener modulaciones de menor o mayor intensidad.

La menos intensa deja sitio para una identidad masculina, hetera, y para formas de expresión periódicas, que se entienden a veces como personalidades dobles y nombres dobles; lógicamente, creo que es mejor entenderse como una personalidad única, masculina, hetera y feminófila.

La feminofilia puede integrarse en esa única personalidad como un desahogo periódico de tensiones profundas que no son en su origen eróticas o sexuales, sino que guardan relación con ajustes o desajustes sociales, con rituales que simbolizan la voluntad de supervivencia en un medio hostil, incluso de fuertes traumas, y que sólo derivadamente tiene una función de estímulo sexual.    

No deja de ser hermosa la personalidad de un varón, expuesto en su niñez a fuertes sufrimientos, que los supera asumiendo la ropa de las mujeres, como seres también vulnerados. Quizá este significado esté latente en las mujeres que están dispuestas a amarlos, acaso a cuidarlos, acaso como representación humana de su propia voluntad de supervivencia.

El varón visto como compañero de experiencia humana, no como dominador en un plano todavía animal. Y ese compañerismo, representado por la falda.

Esa unión supone la sinceridad previa. A veces, por temor a perder a la mujer que ha llegado a la propia vida, o por la confianza en el propio amor, o por las dos cosas, quien tiene sentimientos feminófilos se ha dicho “Esto, me caso y se acaba”, y creo que no se acaba, porque forma parte de la estructura emocional de la persona; otras veces, se ha dicho, pero la mujer ha respondido: “Esto, con mi cariño se acaba”, lo que resulta también una confianza irreal.

Otras veces es verdad que la misma estructura de la personalidad de la pareja le hace no encontrar la manera de seguir adelante, y es frecuente que las parejas se deshagan, incluso habiendo un cariño real.

O puede ser que una negociación permita una convivencia (un poco triste), pero también es posible que la mujer encuentre razones emotivas e incluso de deseo para seguir adelante en esta relación.

Cuando los sentimientos feminófilos son más intensos, pueden dar lugar a un cambio permanente, y a una hormonación u operación (o varias formas de hormonación y varias formas de operación, como la estética de los caracteres secundarios, o la orquidectomía o la emasculación o la de reasignación genital)

Pero veo la feminofilia periódica y la permanente como dos variantes cuantitativas del mismo continuo, no como hechos cualitativamente distintos, no están separados de manera radical, no forman parte de conjuntos cerrados a los que se pertenezca “sí o no”, sino a un conjunto difuso, al que se pertenece “más o menos”.

Todo lo que he dicho de la relación con una mujer real, se aplica aquí, con mayor fuerza. Es una cuestión mayor, porque una persona feminófila se define por su amor a la mujer.

En éste, puede llegar a priorizar su orientación sobre su expresión; si hay un amor muy profundo, es posible sacrificar la expresión feminófila; incluso se puede decir que ésta es más necesaria cuando falta ese amor, aunque esa llama de los sentimientos puede velarse hasta sólo por la rutina, por lo es conveniente hablar siempre de la propia realidad.

La frustración de las experiencias reales de amor no sólo puede generar la expresión feminófila, sino darla por terminada, amargamente, entrando en una fase de asexualidad triste: “Ya no me interesa ser mujer”, ya no quiero seguir soñando con esa fusión con la mujer.


Al contrario, cuando la suerte es favorable en todo ello, la experiencia puede ser exultante, no sólo se ama a la mujer, sino que es posible fundirse con ella, en un “yo soy tú”, lleno de música y de campanadas, pues resuelve dos aspectos de la personalidad, el deseo de la mujer y la necesidad de una identidad. 

viernes, 22 de enero de 2016

TSX-F. ESQUEMA DE CLASIFICACIÓN DE LAS PERSONALIDADES TRANS FEMENINAS


Kim Pérez


(Hipótesis fundamental)

La clasificación de las personas transexuales feminizantes ha sido hecha hasta ahora con un criterio cualitativo, la  orientación (Blanchard), fácil de establecer muchas veces con una sola pregunta, que resulta en la práctica muy útil para entender la conducta de las mayorías y hacer previsiones, aunque da resultados binaristas de ginesexualidad y androsexualidad, que resultan cortos para las minorías. Lamento los calificativos inconsiderados usados por Blanchard y su escuela, porque no afectan a la utilidad de su sistema.
Este estudio pretende afinarlo aplicando un criterio cuantitativo previo, el grado de androgenia prenatal, todavía sólo observable indirectamente por medio de la conducta sexuada; es más complicado, pero permite comprender al menos tres variantes, relevantes en la práctica, que tipifico así: dos de ellas son de origen biológico y una de origen biográfico; las dos primeras se distinguen por una hipoandrogenia conductual más ligera y una hipoandrogenia conductual más intensa; la tercera,  por una mesoandrogenia conductual y un condicionamiento postnatal.
Se llama hipoandrogenia, término biológico todavía poco usado, a los niveles de andrógenos inferiores a los habituales en personas XY que generan una mayor indefinición de los caracteres masculinos y la consiguiente mayor definición de los caracteres femeninos. Este hecho produce conjuntos difusos de sexogénero, puesto que tiene que ver con un “más o menos”. Cuando se establece en la edad prenatal, puede ser la causa de situaciones corporales “más o menos” intermedias entre los parámetros más habituales de feminidad/ masculinidad, a veces en el cerebro, a veces en otros órganos. Cuando se trata de una hipoandrogenia cerebral puede generar conductas sexuadas hipoandrogénicas, referidas al género, y/ o la orientación, y/ o la identidad y/ o la genitalidad.
En la existencia humana, estas variantes de origen biótico se expresan “más o menos” según las experiencias biográficas, que pueden ser tan fuertes, que hay variantes conductuales externamente parecidas cuya génesis es sólo biográfica.
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U. Hartmann, H. Becker y C. Ruefer-Hesse, en 1997, aventuraron que la diferencia de orientación no fuera relevante, y que en cambio lo fuera la diferencia de respuesta narcisista a las cuatro dimensiones que establecía el “Inventario de Narcisismo”, de la Universidad de Hamburgo: “ego amenazado”, “ego narcisista clásico”, “ego idealista” y “ego hipocondriaco”. Aunque me parece que esta idea no es útil ni práctica para determinar la causalidad primaria, lo es para describir  importantes causas secundarias. Lo discuto al pie de este texto.
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Presento en este esquema tres abstracciones, formadas mediante la observación de elementos comunes en distintas personas, sobre una muestra de más de veinte personas, con quienes me une una buena amistad y conocimiento mutuo

(Conjunto I: Andróginas)

=Causas biológicas: Hipoandrogenia conductual moderada, con elementos suaves de ambos sexos. Puede haber alguna ligera intersexualidad fenotípica (hipospadias, gónadas no descendidas, etc) Se puede hallar reacciones defensivas narcisistas por “ego amenazado” y/o por “ego idealizado”. Como la neutralidad es no/masculina, puede haber dificultades con el modelo paterno y mayor afinidad con el materno.
=Identidad personal: Masculina ambigua o andrógina.
=Sentimiento identitario dominante: Desidentificación hacia varones heteros, androfobia (“yo no soy así” o “yo no quiero ser así”), más fuerte que la identificación o afinidad con la mujer.
=Homoafectividad: Hacia varones ambiguos, poco androgénicos.
=Preferencia de ropa: Masculina ambigua.
=Apreciación social externa: Algo femenina o ambigua.
=Test de los Reyes Magos: Juguetes y juegos tranquilos, masculinos pero no competititivos ni físicos, a menudo solitarios.
=Erotismo: Fantasías de autosumisión/ protección, que llevan a una feminización; o fantasía de “feminización forzada”, en la que otra persona induce una feminización que luego se acepta y se hace estable.
=Orientación: Ginesexual difusa, más estética que sexual. A veces, puede intentarse una androsexualidad performativa, no espontánea para confirmar la propia relativa feminidad.
=Sexualidad: Pasiva, de dejar hacer, amante de las caricias.
=Genitalidad: desajuste con la masculina, por extrañeza, inadecuación, androfobia, que lleva a la hormonación desactivadora, a veces suficiente, o a las operaciones (orquidectomía, emasculación, vaginoplastia), compulsivamente sentidas como adecuación, no como mutilación.

Desarrollo: Forman este conjunto quienes son conductualmente muy intersex o andróginos, estando por tanto más o menos lejos de los dos extremos del binario hombre/mujer. Su erotismo hacia la mujer o el varón es poco definido. Como nuestra cultura es binarista, intentan situarse dentro del conjunto mujer, pero encuentran que no pueden entenderse como hombres ni mujeres, lo que les causa incertidumbre y sufrimiento hasta que encuentran la manera de afirmar su naturaleza andrógina.

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(Conjunto II: Feminizantes)

=Causas biológicas: hipoandrogenia conductual intensa. No suele haber intersexualidad fenotípica.
=Identidad personal: femenina o feminizante; identificación con la mujer como constatación realista, reflexiva, no erótica, no compulsiva; se trata de una identidad de género más que de sexo.
=Sentimiento identitario dominante: “Soy femenino” o “soy una mujer” (hay una gradación entre ambas formas de identidad) Suele haber una fase de fuerte autorrepresión, conductas performativas hipermasculinas.
=Homoafectividad: Hacia mujeres; elección de mujeres como modelo de vida.  
=Preferencia de ropa: femenina.
=Apreciación social externa: muy femenina.
=Test de los Reyes Magos: juegos con niñas, con muñecas o cocinitas, etc
=Erotismo: Fantasías con varones.
=Orientación: Androsexual fuerte y definida; tras la pubertad, la orientación suele priorizarse sobre la identidad; el amor por el varón y el cuerpo masculino generan una autoandrofilia; “me siento mujer, pero no necesito vivir como mujer”; alta desistencia (+de un 80% ) de la identidad  femenina de género; son necesarios  estudios sobre “desistencia de la desistencia”.
=Sexualidad: Por ser el carácter feminizante más de género que de sexo, la sexualidad puede ser pasiva, versátil o activa, incluyendo la penetración.
=Genitalidad masculina frecuentemente aceptada sin problemas, porque la identidad infantil es anterior a la conciencia genital; cuando ésta es mayor,  se espera la desaparición de los genitales masculinos, por ejemplo, cayéndose de manera natural, por lo que se puede desear una operación.

 (Nota: Los estudios de la Cátedra de Transexología (fundada por Louis Gooren), de la Universidad Libre de Amsterdam, ya con unos treinta años de experiencia, con voluntad de apoyo a las personas variantes de género, muestran que la persistencia en la voluntad de cambio de sexogénero después de la niñez es sólo de alrededor del 17% (dato comunicado por RMW) lo que deja una fuerte tasa de desistencia en la primera juventud, en torno al 83%. Pero es cierto que cabe pensar en una reinsistencia más tardía,  por lo que deben completarse mediante un seguimiento del seguimiento)

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(Conjunto III: Feminófilas)

=Causas biográficas, no biológicas, porque la conducta de género está dentro de los parámetros masculinos o mesoandrogénicos habituales; puede darse a cualquier edad, incluso desde los tres años, por fascinación por la mujer o por fuerte desidentificación con el varón; si subsiste la identidad masculina, da lugar a una doble identidad, alternante, a un travestimiento periódico; si la identidad masculina falta o es precaria, puede dar lugar a una transexualidad estable
=Identidad personal: la orientación se convierte en identidad, muy deslumbrante.
=Sentimiento identitario dominante: “Quiero ser tú”  o “Quiero ser ella”, sentido muy eróticamente.
=Homoafectividad: Falta o precariedad del compañerismo intermasculino. 
=Preferencia de ropa: la que constituye la imagen femenina,  elegida muy apasionadamente.
=Apreciación social externa: masculina moderada.
=Test de los Reyes Magos: juegos y juguetes sexuados femeninamente, como representación performativa del “quiero ser así”, o sexuados masculinamente de forma espontánea.
=Erotismo: Fantasías con mujeres, deseo de fusión con la imagen de la mujer; centrada en la imagen externa de la mujer en el espejo, pero también en imágenes anatómicas o funcionales  (Blanchard)
=Orientación: Ginesexual intensa y exclusiva. Puede llegar al matrimonio con una mujer, soñado como una relación entre iguales. A veces, puede intentarse una androsexualidad como representación performativa, no fundada en el deseo espontáneo, por realizar la imagen ideal de la mujer.
=Sexualidad: Puede ser pasiva, muy contemplativa; aunque a veces, puede ser activa, posesiva.
=Genitalidad: se puede desear la operación de reasignación genital para ver esa figura deseada en el propio cuerpo, y la experiencia autoerótica puede ser casi extática. Al tratarse de una experiencia de estructura sentimental, persiste incluso después de que baje la libido con una hormonación con antiandrógenos.

Desarrollo: Este conjunto está formado por quienes sienten poco aprecio por la masculinidad, y a la vez un fuerte erotismo hacia la mujer, lo que corresponde a una estructura de la personalidad, consistente en “no quiero ser/ quiero ser”. Estos sentimientos pueden empezar en cualquier edad, desde la primera niñez (tres años) o la edad adulta.
La intensidad de ambos sentimientos puede estar graduada, determinando una feminofilia moderada, periódica, o una feminofilia acentuada, permanente. En la primera se conserva la identidad masculina, en la segunda, por la cultura binarista, se desea olvidarla. Se puede evolucionar de una a otra, según las variaciones de la actitud hacia la masculinidad y de la visión erotizada de la función “yo como mujer”.
Puede llegarse a un erotismo autocentrado, que puede encerrar a la persona feminófila en sí misma, o a un erotismo centrado en la relación real con mujeres reales, genéticas o transexuales. 

(Práctica)

Expuestas las diferencias entre las personalidades trans femeninas, la  expresión de su manera de ser es externamente muy parecida, aunque no idéntica.
Empieza en ellas en la intimidad de la niñez, viviéndola cada cual con naturalidad; pueden tener la suerte de ser observadas, entendidas y ayudadas por ejemplo por su madre y su padre, lo que puede permitirles una evolución segura y libre, o pueden encontrarse desde muy pronto con graves conflictos sociales, que les pueden producir, por orden, sorpresa, silencio, aislamiento, miedo o autorrepresión; cuando se produce ésta, suele generar amnesia selectiva y conductas seudomasculinas.
La diferencia entre la aceptación parental y el vacío o el acoso social está en que con la primera se crece  con la naturalidad que corresponde a la variabilidad de la naturaleza, mientras que con el segundo se dan toda clase de patologías cuya responsabilidad corresponde al contexto social y no a la persona que sufre esas agresiones.
Cuando llega el cambio social, se observa una distensión en todos los casos, que a su vez dará cauce a formas de expresión feminizantes, andróginas o feminófilas, por lo que puede ser gradual (casa y/o escuela), matizado (puede ser con un nombre ambiguo, blusas y vaqueros, cabello largo) y siempre reversible. También en todos los casos es el momento de la transición que requiere mayor esmero, porque es el que supone la socialización.
Una decisión crucial, en las personalidades feminizantes, es la prioridad entre identidad y orientación, que se da a partir de la pubertad. La tranquila y casi rutinaria conciencia de la propia feminidad, y el amor intenso por los varones, pueden crear una situación de amar la figura del varón en la misma persona trans, que se suele expresar como “yo me siento mujer, pero no necesito vivir como mujer”. Según estudios de la Cátedra de Transexología de la Universidad Libre de Amsterdam, una minoría decide priorizar su identidad y una mayoría la orientación.
En las personas feminófilas, que pueden serlo también desde la extrema niñez, la decisión crucial desde la pubertad depende del grado en que mantengan una identidad masculina, yendo desde una valoración positiva que les permita una impersonación temporal (el nombre de “feminofilia” procede de “femmiphilia”, creado por Charles Virginia Prince) a una falta de valoración que les lleve a una transexualidad estable.
En las personas andróginas o ambiguas, que suelen estar poco definidas en su orientación, siendo a la vez subheteras y subhomosexuales, en la pubertad puede haber un tiempo de confusión,  a no ser que hayan llegado a la noción clara de su androginia o ambigüedad y puedan amarla en sí mismas, y expresarla mediante un nombre ambiguo, etcétera.
En las edades adultas, el cambio integral puede ser imposible (responsabilidades familiares y/o laborales) o posible. En caso de que el cambio integral no sea posible, se puede optar también por soluciones ambiguas, temporales e incluso por la hormonación y/ u operación sin cambio social.
La detención de la pubertad, en su edad, y estas intervenciones médicas, a la vez muy variadas (hoy día se puede distinguir entre distintas medidas  endocrinas, y entre cirugías secundarias, como la facial o la mamoplastia, o primarias, tales como orquidectomía, emasculación o vaginoplastia) se pueden considerar todas optativas, sin necesidad de ajustarse a ningún modelo externo de feminidad, sólo al que la persona trans, gracias a una reflexión madura, descubra como personal.