martes, 1 de marzo de 2016

ANDRÓGINAS

Kim Pérez

La autobiografía en la red de Jennifer Diane Reitz me permite confirmar que existimos las personas trans andróginas, junto a las feminizantes y las feminófilas. La clave está en que las primeras tenemos una orientación desdibujada, mientras que las segundas aman definidamente a los hombres y las terceras a las mujeres.
Una de las primeras cosas de que habla Jennifer es de su distanciamiento infantil frente a los niños y su padre, que era violento con él, mientras él se parecía más a su madre, aunque sin darle un nombre a su condición. En esto se ve hasta qué punto la transexualidad es natural, hasta qué punto desde la niñez nos diferenciamos de la mayoría de los niños, activos, agitados, peleadores, aunque algunes no seamos a la vez tan femenines como para llamarnos niñas.
La horrorosa frase “¡Es un hombre!” es a fondo injusta cuando alguien nos quiere insultar con ella pues, como máximo, somos mediohombres-mediomujeres, es decir, andrógines, y una persona andrógina tiene a menudo el encanto de una mujer.
En su elección de juguetes, el Test de los Reyes Magos, Jennifer fue andrógine en su niñez, porque amaba sobre todo a sus animalitos de peluche, en lo que fue más femenina que yo, que amaba sobre todo los barquitos. Ya en la adolescencia, con 14 años, su héroe fue Mr Spock, lo que en cambio parece más masculino. Pero con 15, se identificó obsesivamente con Bambi, que aparecía recién nacido como un ser muy dulce y tierno. Y, aunque prefería la compañía de niñas, con sus pocos amigos varones era capaz de hablar durante horas de temas tan abstractos, tan masculinos, como su amada ciencia ficción o si existen los ovnis o hay vida tras la muerte, o simplemente sabía que le gustaba la NASA y que su gran pasión era la bioquímica. En todo ello, con un más o menos, su manera de ser era comparable a la mía (a mí me gustaba la geografía y lo espacial), todo era andrógino, ni muy masculino ni muy femenino.
Sin embargo, era tan delicado, que eso le costó un grave acoso de rechazo, insultos y violencia. A mí, mi timidez, mi introversión, mis llantos, me costaron sólo que me ignoraran y, en seis años, sólo dos compañeros me calificaran como mariquita, a lo que fui incapaz de responder, también de una manera parecida a la suya.
Pero como el acoso de sus compañeros y su padre era más fuerte, empezó un proceso de autorrepresión, que le duró unos seis años, cuyo centro fue el terror a ser llamado mariquita, por lo que desarrolló una especie de doble personalidad, en la que era incapaz de admitir su lado femenino incluso ante sí mismo, pero a la vez no podía ignorarlo, quizá bajo la forma de lo que había que evitar. Esta autorrepresión yo pensaba que se daba sólo en las transexuales feminizantes, pero ahora puedo ver que también se dan en una andrógina, y que se debe a la gravedad de la represión acosadora. En mí no se dio autorrepresión porque no tuve que padecer un acoso tan severo.
Su pubertad fue muy tardía, alrededor de los 17 años, y le horrorizó su nueva realidad genital. Como a mí. El estado erecto iba contra su sentido de sí, como me pasó a mí. Pronto, empezó a vestirse con ropa de mujer y a sentir excitación por ello, como a mí, que no quería y me deprimía como si fuera una traición de mi cuerpo contra mi mente y creo que lo era.
A veces, las personas andróginas somos vistas desde fuera como más masculinas de lo que somos por estas historias. Frecuentemente nos entristecemos, nos avergonzamos y nos deprimimos hasta casi cerca de la muerte, cuando tenemos que observar lo que nos pasa, mientras llegamos a comprender que se trata, con exactitud, de “una mente de mujer, o andrógina por lo menos, encerrada en un cuerpo masculino”, que reacciona hormonalmente y tiene automatismos que la mente no puede entender.
Deseaba obsesivamente una relación con una mujer, perfectamente idealizada y eterna. Yo también lo intentaba, pero con menos intensidad. Una vez me describí junto a una mujer así, ideal pero imprecisa, sentados en un balancín, con las manos juntas. En su caso, pudo mantener relaciones con dos muchachas, y con la segunda llegaron a vivir juntos, y ella le insistía en su deseo de casarse. Él se retiraba y tenía que mirarse en un espejo, diciéndose: “¿Qué es lo que quieres?”, “¿Qué es lo que no va bien contigo?”, y no podía responderse.
Así llegó el 31 de mayo de 1981, a sus 21 años, al mayor horror y a una especie de milagro, una catarsis maravillosa que la salvó. Y fue mirando a la Luna. Me parece que lo milagroso no se disciplina para surgir.
Voy a seguir leyendo su historia, pero ya sé lo principal, que es que en las personas transexuales nuestra niñez y adolescencia son las edades fundamentales para entender nuestras historias. Ella tiene casi veinte años menos que yo, y salió de su armario interior, de su autorrepresión, diez años antes que yo.

lunes, 22 de febrero de 2016

LINGÜÍSTICA DE LA ANDROGINIA

Kim Pérez

La naturaleza andrógina es una realidad difícil de administrar porque es no/binaria, está situada en una posición distinta de la de las personas que son más masculinas que yo y más femeninas que yo.

La identidad es un concepto que cada cual se forma de sí, el nombre que cada cual acepta para defininirse: por tanto, la dificultad consiste en que una cultura binarista, que sólo ve dos conjuntos cerrados, hombres o mujeres, como lo ha sido la nuestra, no tiene todavía más que conceptos binarios para describir la sexuación humana, empezando por el de hombre o mujer.

La palabra misma “andrógino” encierra una mención a los dos polos del continuo de la sexuación, que deja a las personas “andróginas” entre medias de dos realidades. Es un concepto no/binarista, abierto, pero que tiene que realizarse por un medio binarista, cerrado, la alusión simultánea a los dos polos del concepto, andros y giné, hombre y mujer. Tal como decimos, somos hombremujeres, pero en realidad somos una sola cosa, no dos cosas a la vez, y no tenemos un nombre para designarnos.

Si nos quedamos entre medias, nos quedamos en ninguna parte, u oscilamos periódicamente entre ambos polos.

Para superar esta primera dificultad, hace falta primero comprender su carácter lingüístico. Se trata de dificultades con las palabras, que son conceptos o representaciones de la realidad aceptadas socialmente.  No son dificultades con la propia realidad.

Al comprender el carácter lingüístico de la identidad, podemos aceptar el esquema de significante / significado, y ya que hay problemas con el significante, podemos pasar a centrarnos en lo significado.
Esto requieren una reflexión profunda sobre sí y sobre la propia experiencia y la memorización intuitiva de los resultados, dificultada porque se hace en ausencia de conceptos o nombres que los representen.

Esta reflexión puede dar lugar a una visión unificada, que supere el binarismo o dualismo de los nombres de que se dispone en el archivo léxico. Si llego a verme como una realidad definida, no indefinida; si llego  a verme en lo que soy, en lo que prefiero, en lo que hago, en lo que amo (y con la misma nitidez, en lo que no soy, en lo que no prefiero, en lo que no hago, en lo que no amo), he dado un paso muy firme en mi definición y por tanto en la búsqueda de un nombre o una identidad.

Pero recuerdo que en ese momento el nombre todavía no existe, aunque ya existe el concepto, y por tanto todo esto es difícil de memorizar y de comunicar lingüísticamente, es decir, de manera reconocible socialmente.

Para la memorización, quizá se pueda recurrir a unas pocas experiencias significativas, que se podrían poner por escrito y aún llevar como recordatorios perennes. Para la comunicación, puede ser necesario resignificar algunas palabras existentes, como “andrógino”, o “intersex”, o “ambiguo”, y usarlas aclarando la resignificación que les estamos dando al referirnos a nuestra realidad. Mientras, esperamos la formación de un neologismo más claro. ¿Puede ser …?

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En el tiempo en que nos ha faltado una reflexión adecuada sobre nuestra realidad “andrógina”, incluso por  inexperiencia juvenil, puede ser que nos hayamos extraviado entre los dos polos del continuo de la sexuación, por ignorar que no nos corresponden ni uno ni otro.

Algunas podemos decir que somos relativamente femeninas y relativamente masculinas, pero no hemos sabido encontrar una identidad que nos defina lingüísticamente.

En el caso de algunas transexualidades femeninas, no de todas, sino de las que estoy describiendo como andróginas, esta falta de identidad más exacta, o de correlación entre nuestro concepto de nuestro ser y lo que somos, puede haberse desarrollado junto con una androfobia frente a la masculinidad, y una feminofilia frente a la feminidad.

Ambas son canalizaciones de la libido, o fuerza erótica, tanto de rechazo como de aceptación,  y ambas requieren análisis para su racionalización.

La androfobia es una reacción fóbica, y por tanto extremada. Surge de la experiencia de rechazo mutuo hacia algunos varones, y por tanto de obsesión negadora de toda masculinidad corporal y conductual, que procede a su vez del binarismo léxico, que lleva a identificar “una” masculinidad con “toda” la masculinidad.

Ese rechazo o repulsión puede ser tan intenso que impida reconocerse como relativamente masculino.

En personas “andróginas” (resignifico este vocablo) se puede tratar por tanto de una conceptuación de tipo biológico (“yo no soy así”), seguida por una experiencia biográfica (“yo rechazo o he sido rechazade por quienes son así”) que lleva a una afirmación de síntesis (“yo no quiero ser así”)

Como en todas las fobias, creo que es práctico deshacerlas por partes. En mi caso, descubrir que mis sentimientos de afinidad con los varones “andróginos” son muy fuertes desde la niñez, me ha ayudado a fortalecer un sentimiento identitario que me acerca a ellos.

Por su parte, la feminofilia surge de la necesidad de refugio en la mujer (o la madre) ante un espacio masculino inhóspito. Pero en esta necesidad encuentro también una dificultad de tipo lingüístico.

En nuestro lenguaje todavía binarista, el concepto “mujer” alude a un conjunto cerrado, separado radicalmente del concepto “hombre” por un criterio de “sí o no”. En resumen, o se es hombre o se es mujer, sin más distinciones.

Sin embargo, la realidad no/binaria, abierta, de las personas “andróginas”, afirma que nuestra relativa feminidad va acompañada por una relativa masculinidad, en distintas proporciones, en un “más o menos” propio de los conjuntos difusos, no de los conjuntos cerrados. En este sentido, se llega a aceptar que todos los seres humanos somos “más o menos” andróginos, y se deja la transexualidad como un caso más del continuo de la sexuación humana.

Pero nuestra cultura todavía binarista, de conjuntos cerrados, no nos permite distinguir estos matices en la realidad del conjunto difuso de las mujeres. Si afirmamos que no queremos ser hombres, no nos queda más que ser mujeres, binaristamente, cerradamente.

Es decir, en esquema, si digo “no soy hombre”, tengo que decir “soy mujer”. Y entonces, si mi orientación es más o menos ginesexual, atraída por la mujer, se puede dar una fascinación en la idea de fusión de mí con una mujer.

Eso supone haber olvidado el punto de partida abierto, difuso, de que yo tengo una relativa masculinidad y una relativa feminidad. Esta concepción, en sí, no es fascinante. Soy yo, simplemente como soy, realistamente. Puedo sentir emoción al comprender mi particular esfuerzo por la vida.

Sin embargo el “yo quiero ser mujer” es sin límites, como todo “quiero ser”. Quiero ser lo más bella que pueda, quiero ser deseada, quiero ser admirada, en términos superlativos, sexies. Me salgo de la realidad, y al escaparme no sé valorar mi realidad.


Es por tanto necesario que mi feminofilia sepa valorar mi feminidad relativa y mi relativa masculinidad en lo que son, en mi verdadera belleza.

miércoles, 17 de febrero de 2016

ID-ENT-IFIC-ACIÓN Y DES-ID-ENT-IFIC-ACIÓN


Dos palabras larguísimas que usé por primera vez hacia 1998, como primer mecanismo que comprendí como fundamento de la transexualidad.
Por identificación entendía el sencillo sentimiento que hacía a algunos niños sentirse niñas desde sus primeros años, que me ha admirado siempre y he deseado que fuera el mío.
Hoy, con mayores conocimientos, es el que considero propio de las personas trans que he llamado feminizantes y que forman parte del que llamo Conjunto III; muy femeninas a sus propios ojos y a los de los demás. Es un proceso reflexivo y tranquilo, que se puede resolver de varias maneras, por la salida trans o diciéndose "me siento mujer, pero no necesito vivir como mujer".
En cambio, llamaba desidentificación al sentimiento de quienes nos hemos sentido trans por no poder identificarnos con los varones.
Puede ser porque hemos sido biológicamente ambiguas y la desidentificación nos han venido de constatar nuestras diferencias con los varones, sobre todo heteros,
o puede habernos venido de un fuerte trauma o de una absorbente ensoñación, ambos biográficos.
Las historias de la primera clase entrarían en el Conjunto I, andróginas, y las segundas, en el III, feminófilas.
Unas y otras encontrarían su mayor eficacia desidentificadora, rompedora, cuando fueran acompañadas de una fuerte androfobia hacia muchos varones heteros, un "no quiero ser como tú" que se transformaría, hacia las mujeres en un "quiero ser tú".
Es que los varones heteros suelen estar muy a gusto entre ellos, no sexualmente, sino por sentir sus afinidades, sus gustos comunes, por sentise compañeros, sentimiento desconocido por quienes seremos trans.
Esta desidentificación suele ser bastante compulsiva y turbulenta. La hormonación suele apaciguar los sentimientos, pero no los extingue. A veces se llega hasta la operación.

jueves, 11 de febrero de 2016

QUIERO SER TÚ. EXPERIENCIA DE LA FEMINOFILIA

Kim Pérez

En personas XY-F, este texto trata de la transexualidad amante de la mujer,
No de la transexualidad amante del varón,
Y en parte de la transexualidad andrógina.


La experiencia de la feminofilia es absorbente. Se parece a la artística, en cuanto recuerda a la de Paul Klee diciéndose “Soy color… soy pintor”. En ella aparece en la mente una imagen de la feminidad que se superpone sobre la propia y, con la fuerza de Eros, se convierte en ella.

Tiene formas sencillas. Vamos por la calle y de pronto vemos una muchacha graciosa y bella, nos preguntamos qué sentirá, y deseamos ser como ella, y luego ser ella.

Hace mucho tiempo, encontré una hermosa descripción en una novela italiana, cuyo autor no se quedó en mi memoria, en la que un adolescente, enamorado de su prima, tiene una tarde que vestirse para ir al carnaval de su pueblo, sube a un cuarto, donde hay un gran armario con un espejo, busca dentro, y encuentra un vestidillo de muchacha. Se lo pone, se mira en el espejo, y ve a su prima.

En este esquema, hay dos partes, quien mira y lo que mira; y casi llegan a ser una sola. Hay el muchacho escondido bajo su soledad, porque ama en silencio; y hay la imagen que ama, tan deslumbrante, que la hace propia.

Parece entreverse otro elemento casi invisible. Hay un sentimiento que puede acercar a la persona feminófila por dentro a la feminidad, que es a veces un  fuerte amor hacia su madre, que se convierte en una casi identificación con ella. Digo casi identificación, porque no es un  “yo soy igual que tú”, sino sólo “yo me parezco a ti”. Puede ser que el padre sea bueno y querido, pero por una cuestión de “afinidades electivas”, la madre puede  ser una referencia más sentida que la del padre.

¿Pero por qué el muchacho no puede conservar su propia imagen como muchacho? ¿Por qué ésta se desvanece tan fácilmente en su consciencia y llega a ser sustituída por la otra, que es deslumbrante?

Seguramente porque es una imagen gris, insegura, inapreciada. Quizá nadie lo haya querido antes lo bastante, lo que cada humano necesita. Entonces, la imagen que ama se convierte en la propia, porque podría ser amada.

La fuerza de este conjunto de sentimientos se convierte en arrolladora. Además son dignos de respeto, sutiles y delicados. No se pueden tratar sin consideración, es preciso reconocer su valor y entender su significado.

Estos sentimientos pueden empezar y quedarse en algo ocasional o periódico, que permite que subsista la identidad masculina y hetera durante casi todo el tiempo, o puede ir aumentando su fuerza de absorción, hasta convertirse en un estado permanente.

La manera de ser feminófila es capaz de mantener a la vez un amor por una mujer, tierno y entregado, y de sentir ese sentimiento resultante de feminofilia, lo mismo que el adolescente de la novela, enamorado de su prima y a la vez experimentando la fusión feminófila.

Para comprender este conjunto de sentimientos, que a veces resultan confusos y necesitados de claridad de juicio, ya digo que en la experiencia feminófila hay dos elementos, quien mira y lo que mira, y una razón de por qué lo que mira se vuelve tan absorbente.

Quien mira es cada cual, convertido casi en conciencia de un yo desnudo, ni hombre ni mujer; lo que mira es la imagen de la feminidad, no una mujer concreta, sino la feminidad en general; y se puede convertir en absorbente, por la debilidad de la propia conciencia como varón y por la fuerza del eros, que desea expresarse por encima de todo.

En el conjunto de los sentimientos feminófilos hay algunas singularidades: la imagen de la feminidad no es interna, no es la de cualquier mujer, guapa o fea, joven o vieja, que siente su vida como especialmente trabajosa, menstruaciones, preñeces, partos incluidos, cuidados diarios de los niños, también absorbentes, sino una imagen externa, arquetípica, en la que cuenta mucho la sonrisa, la juventud, el atractivo; la imagen de la feminidad se siente como ideal, como aspiración y, naturalmente, es la mejor que puede ser.

No  llega a ser, por eso, una identificación con la vida interna de la mujer, que también se querría, sino con su simple apariencia externa, en lo que tenga de atractivo, que no incluye las arrugas o las flaccideces.

Y no es una mentalidad de varón dominante la que aquí se ejerce, sino la mentalidad de alguien desvalido por la varonía.

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Se necesita un sitio, para las personas feminófilas.

Creo que para encontrarlo, de verdad, hace falta rehacer el esquema que lleva a la feminofilia, viendo las dos dimensiones de quien mira y lo que mira y el por qué y pensando en cómo puede evitar esa absorbencia, para vivir racionalmente a la vez que feminófilamente.

A partir de este sentimiento subjetivo, hay que encontrar la manera de expresarlo, objetivamente.

Según la experiencia de cada persona, y según sus circunstancias, podrá expresarse de una forma u otra. A veces será de manera ocasional, otras periódica, otras permanente. Puede hacerse con hormonación o sin hormonación, de manera distinta si es con forma de vida femenina permanente o no. La hormonación puede ser selectiva,  si se desea preservar algunas posibilidades masculinas, como la erección o la eyaculación, o no se desea. Puede incluirse alguna operación, como de rasgos sexuales secundarios, como la mamoplastia, la orquidectomía, la emasculación, la vaginoplastia, con cambio social o sin cambio social…

Lo primero que observamos es que ya hay una gran variedad de posibilidades, por lo que la elección entre cada una de ellas y la negación de otras exige la cabeza fría y libertad interna de decisión, frente a los impulsos del Eros, porque se arriesgan resultados no deseados, tales como el descenso de la libido, la mayor dificultad de los orgasmos o, cuando existe, la necesidad de una imagen personal femenina fálica (la mujer fálica de la que se habla muchas veces como objeto de deseo)

Por cierto, que al ver subsistir la feminofilia después de la hormonación o la operación, cuando supuestamente el descenso de la libido debería de hacerla disminuir o cesar, se comprueba el error de Ray Blanchard, que la hace depender de la libido, y permite ver que viene de un conjunto de sentimientos que anteceden a lo erótico.
 
La absorbencia de la feminofilia puede verse también cuando la persona feminófila, en  su voluntad de ser la mujer que ama, tan mujer como pueda, supone que deben atraerle los varones, como atraen a la mayor parte de las mujeres.

Entonces contradice la esencia de su condición, que se realiza a partir del amor a la mujer, creando un universo a partir de él.

Es verdad que ese amor a la mujer, le lleva a querer ser mujer, dando un salto que le permita superar su propia biología, y encontrarse de pronto amando a los varones.

Entonces intenta encontrar en su propio interior las formas de androfilia  que pueda encontrar, y en su temperamento absorbido por la feminofilia, tiende a intentar por todos los medios que ésta pueda ser la única forma de atracción que sienta.

Entonces puede encontrar sentimientos de afecto o admiración por los hombres y confundirlos con sentimientos en los que surge el pellizco del erotismo.

El afecto puede ser en el recuerdo en la niñez de una figura paterna o protectora; o el de las personas que se parecen a ella. La necesidad de admiración hacia el padre, y de ser protegido por él ante un mundo hostil es tan grande, que muchas veces tratamos de ver a nuestro padre en los hombres que nos lo recuerdan.

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La feminofilia a veces se desarrolla como un torrente, o un vórtice en los cielos, que va destrozando, como tablas, las estructuras o límites que puedan haberse construido, familiares, laborales o sociales, absorbidas por esa única voluntad de hacer visible en su misma personalidad todo cuanto se ama.

Puede ayudar a decidir lo que parece imposible, pero puede producir también desastres prácticos, en la medida en que la presión erótica construye una fantasía que tiende a imponerse al sentido de la realidad.

Siendo yo ambigua, andrógina, y no comprendiendo ni mi naturaleza ni la manera de expresarla, tuve una experiencia feminófila cuando abandoné mi puesto en la Universidad de Granada por quedarme en Londres, en las vacaciones de navidad de 1971, en la dictadura, por la repentina esperanza de poder vivir allí como mujer (no como andrógino), pasando a trabajar como pinche de cocina; esto fue bueno a la larga, en cuanto me sacó del mundo de las solas fantasías, y después se arregló todo poco a poco, pero fue un momento de riesgo muy fuerte.

Otras personas más feminófilas, más heteras, incluso felizmente casadas, pueden sentirse empujadas a perder también su matrimonio y su posición laboral, sin poder pensar que la feminofilia es una condición muy matizada, en la que se pueden intentar salidas matizadas.

La feminofilia es una experiencia afectiva, predominante sentimental, nostálgica,  pero cuando se forma una imagen de feminidad en la mente, que pudiera ser propia, comienza a arriesgarse el abandono del análisis racional y esta imagen puede comenzar a absorber la atención hasta que se convierte en obsesiva.

Ésta no es una visión patologizante. Lo patológico es lo que debe ser curado, y lo sentimental debe ser comprendido. La idea de curación pretende suprimir unos síntomas; la idea de comprensión toma en cuenta todos y cada uno de los sentimientos vividos, con toda lógica, con valor objetivo, y pretende ayudar a ordenarlos.

Por cierto que en el mundo anglosajón, más en los círculos profesionales que en los transexuales, goza de cierto predicamento la noción de Ray Blanchard, psicólogo clínico, que ve la feminofilia, a la que llama autoginefilia, como surgida sólo del impulso erótico, y sin tener en cuenta todo ese conjunto de sentimientos no eróticos que forman una estructura de la personalidad.

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Es posible que en la feminofilia haya otro elemento del que se ha hablado poco. Hablamos hasta ahora del deseo de “ser tú”, con sus consecuencias eróticas. Pero hay a veces algo que no es erótico, sino todo lo contrario: el “no ser hombre”, el rechazo a ser masculina, con una carga propia de sentimientos propios.

Lo ha puesto en valor Charles Moser, en 2010, con el nombre de “autoandrofobia” (Moser, Charles (July 2010). "Blanchard's Autogynephilia Theory: A Critique". Journal of Homosexuality (6 ed.) 57 (6): 790–809 -Gracias, Wikipedia)

Me alegro, porque da autoridad a mi propia primera clasificación, hacia 1993, que fue entre “transexualidad por identificación” (con la feminidad) y “transexualidad por desidentificación” (con la masculinidad). Hoy diría,  además, que la identificativa es propia de las trans feminizantes, que encuentran en la feminidad una descripción de su propia naturaleza interna;  y la desidentificativa, propia de las trans feminófilas, que encuentran poca o ninguna razón para valorar su masculinidad, lo que las llevaría a esta semi-identificación externa con la feminidad, con fuerza erótica añadida; las trans andróginas tomaríamos parte de lo identificativo y parte de lo desidentificativo.

La menor o mayor desidentificación o rechazo de la naturaleza masculina vendría, primero, de la propia naturaleza, no primariamente de interacciones negativas con los varones. Yo sé algo de eso: cuando tenía cinco años, un día estaban a mi lado, en la playa, dos niños de mi edad, hermanos, muy rubios; uno de ellos, era en tan corta edad, bastante masculino, mandíbula fuerte, insolente; sentí inmediatamente una profunda antipatía hacia él; el matiz andrógino estaba en que el otro hermano era flaquillo, con gafitas, nada agresivo, y me sentí enseguida identificado con él.

Es posible que la feminofilia esté, por  lo menos a veces, inducida por esa extremada antipatía espontánea hacia la masculinidad; una especie de ruptura que queda formando la estructura de la personalidad.

No sé si es frecuente esa desidentificación espontánea, sin motivo, por más buenos y afectuosos que sean los varones rechazados; la cuestión está en que el rechazo sea generalizado, que sea toda la masculinidad la que sea rechazada, a priori. Puede entenderse que el rechazo, a veces, tenga relación con agresiones o malos tratos, y de hecho observo que ambas cosas, agresión paterna y transexualidad feminófila, pueden relacionarse en ocasiones.

Pero en todo caso, este dato parece confirmar que la irrupción del erotismo en el proceso trans feminófilo no es primaria, porque lo primario es la desidentificación con los varones y lo secundario, la necesidad de encontrar una identificación, que se hace con la feminidad y despierta entonces, terciariamente, reacciones eróticas, que pueden ser indeseadas..   

Un cuadro sentimental tan complejo no se puede denegar en su valor. Una interpretación que ponga en primer lugar la fuerza del erotismo no vale, porque acabo de mostrar cómo la fuerza erótica no es la causa primera, como supone Blanchard, sino un efecto que viene en tercer lugar.


jueves, 4 de febrero de 2016

SENTIMIENTOS DE FEMINOFILIA

Kim Pérez

Intentaré rehacer aquí primero los sentimientos de feminofilia permanente o transexual:

“Feminofilia es mirar a una mujer y desear ser ella. Las barreras se desvanecen. Yo soy lo que deseo.
“Quiero que su ropa sea la mía, para poder ser ella. La ropa es la persona.
“Quiero ser esa persona. Tan hermosa como ella.
“Quiero abandonar la grisedad de mi vida masculina. Quiero compartir esa vida de hermosura.
“Es encantador vivir una existencia centrada en la belleza y el atractivo.
“La miro durante horas. La admiro. Acepto cada molécula de su ser. Cada actitud, cada gesto. Quiero que sean los míos. La imito, sin darme cuenta. Y cuando me doy cuenta, sigo imitándola.
“Puedo ser así desde que tenía dos años o tres. Entonces estaba centrada en la adoración de la belleza y la seguridad del cariño de mi madre; algo muy puro había llegado a mi existencia y yo lo sentía como siento la luz del sol de la mañana.
“Su hipnotismo, sus ojos, su voz inolvidable que no volveré a oír en esta vida. Su compañía que me tranquilizaba. Me alegraba parecerme un poco a ella, me enorgullecía que mis gestos y mi manera de hablar y de moverme fueran como los de ella.
“Casi éxtasis.”

Ahora, la otra posibilidad, los sentimientos de feminofilia ocasional o transvestista:

“Si puedo volver a la vida masculina,  si me es en conjunto agradable como tal forma de vida, entonces seré un varón feminófilo.
“Que puede separar su vida profesional, familiar, social, de su pasión, como puede separarla de su amor a la música, por ejemplo.
“Cinco días trabajando, en un trabajo muy masculino, que además, me guste, y el viernes, por ejemplo, viviendo mi imagen femenina.
“¿No hay fans, fanáticos de la velocidad, que idolatran la velocidad?
“Pues yo seré una fan, que tiene pósters de mis ídolos en mi cuarto.
“¿No llega a ser la identidad de las fans la imagen de sus ídolos?
“Pues mi identidad será la imagen de la mujer que vibra en mi imaginación en cada momento.
“Mi identidad es mi deseo.
“Cuando mi deseo cese yo puedo volver a mi identidad masculina, con la normalidad y lo corriente de cualquier vida masculina.
“Otros pensamientos llenan mi imaginación.
“Me interesan los deportes. Encuentro buena la afición por los deportes, porque descansa la imaginación.
“Me compro un diario de deportes y encuentro conversación con los amigos”.


domingo, 31 de enero de 2016

UN BOSQUEJO DE ECOTRANSEXOLOGÍA

Kim Pérez

Actualizado, 7 de febrero de 2016

Esta noche, en un largo rato de los que me desvelo, y aprovecho para pensar en la soledad, el silencio y la oscuridad, he pensado con asombro que la Ecología es el sistema más parecido hoy al clásico e incluso al escolasticismo católico, basado en este punto en la filosofía de Aristóteles, que se puede cualificar como la filosofía del  sentido común.

La Ecología parte de que la naturaleza sigue un orden que los humanos debemos entender y respetar.

Otros sistemas privilegian la voluntad humana; entienden que podamos hacer todo lo que queramos, pero los resultados pueden ser catastróficos.

Al pensar en ese orden, vemos que es sutilísimo, generando la inmensa complejidad de nuestros cuerpos, de nuestras conductas, de nuestras conciencias, todo tan difícil de entender, que merece que seamos lo más naturales que podamos para asegurarnos de que ese mismo orden nos protegerá en lo que podamos ser protegidos.

Por ejemplo, la drogadicción es antiecológica porque rompe el orden de nuestro ser, llevándonos a un bienestar químico repentino que no tiene que ver con nuestros lentos procesos químicos naturales, en los que nuestro cuerpo y nuestra mente se acompasan tranquilamente.

Naturalmente, esto me lleva a preguntarme cuál es el valor ecológico de mi transexualidad, y lo encuentro enseguida pensando que yo misme soy fruto de un largo proceso natural, que duró muchos años, desde que fui concebide, hasta hacerme una persona ambigua o andrógina como soy.

¿De qué vale todo esto, por qué nuestro ecosistema tendría interés en hacerme como soy?
Sencillamente, porque la variabilidad de las especies es un valor ecológico, porque aumenta su adaptabilidad y por tanto, sus ocasiones de supervivencia.

La especie humana es sexogenéricamente muy variable. Formamos en todo continuos o escalas que van desde las formas más extremas a las formas intermedias, lo que he llamado conjuntos difusos de sexogénero. Masculinidad y feminidad extremas son útiles para la adaptación humana, pero también las formas intermedias, en las que el continuo masculinidad/ feminidad forma capacitaciones especiales.

En mi experiencia, yo he creído verlo en el trabajo de la enseñanza, en el que mis cualidades ambiguas, en realidad no medio masculinas ni medio femeninas, sino masculinas y femeninas a la vez, resultaban útiles en la práctica.
Supongo que otras personas trans, con otras experiencias laborales, habrán visto lo que pueden aportar de original y valioso simplemente por ser trans; por tener a la vez una capacidad para vivir lo objetivo y lo subjetivo, mientras que la mayoría de los varones son más objetivistas (interesándose mucho por las máquinas, por ejemplo), mientras que la mayoría de las mujeres son más subjetivistas (interesándose mucho por las vidas humanas)

Pues a veces puede ser interesante para la especie que haya personas que podamos ser a la vez objetivas y subjetivas, y si eso lo podemos hacer con facilidad muchas personas trans, mejor.
Éste sería un descubrimiento del orden natural, y por eso formaría parte de la ciencia ecológica. Puede haber otros, distintos.

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Poner en relación la transexualidad con el conjunto de la naturaleza, sobrecoge; así se afirma el valor de la visión ecológica, que se hace irrenunciable en cuanto se comprende el rigor del método realista, lo que plantea el dilema de si la transexualidad es ecológicamente válida o no.

Empecemos por la descripción del método que vamos a seguir. La verdad será la adecuación de la inteligencia a la cosa. Esto supone dos realidades como punto de partida: la que mira y lo que mira. Y la necesidad de que, dentro de lo que se mira, la representación corresponda lo más exactamente que se pueda a lo representado.

La utilidad de este método se puede decir en pocas palabras: que si yo me enfrento objetivamente a un peligro, pueda ver con la mayor precisión que sea posible el peligro que me amenaza. Esto, efectivamente, es de sentido común, pero en el pensamiento de principios del siglo XXI está cuestionado por el subjetivismo, el relativismo o el voluntarismo.

La Ecología vuelve a poner las cosas en su sitio. No somos los dueños del Universo, como tiende a pensar el voluntarismo liberal. Nos encontramos en cambio con todo un mundo de hechos, cuyas relaciones obedecen a una Lógica que tenemos que entender para poder actuar respetándola.

Consideremos la sexuación: movida por los mecanismos del placer, está dirigida primariamente al intercambio de genes en el momento de la reproducción, y secundariamente sirve para otras funciones: mantenimiento de la vida social, en las especies en las que ésta  significa una mejor adaptación, y estímulo para la vida individual; en el caso de la consciencia humana, este estímulo genera la experiencia del placer e incluso la del amor, así como la de la autoafirmación y la rivalidad.

Observemos en la Biología, base de la Ecología, un sentido finalista que está ausente en otras ciencias de la naturaleza, como la Física o la Química, que en la inmensa escala de sus campos de estudio parecen ser meramente descriptivas. Al hablar de la sexuación, como hecho biológico, hablamos de que “sirve para” y enunciamos finalidades primarias y secundarias.

Pasar el hecho de la transexualidad por esta plantilla ofrece resultados paradójicos: los más notorios son la mayor dificultad para la reproducción y la mayor facilidad para la afirmación personal. Estamos definiendo a la vez un mal y un bien, entendidos como la adecuación menor o mayor de la sexuación a sus fines.

Pero la consideración más de cerca de la sexuación nos permite ver perspectivas empíricas que transforman esa visión finalista. Sabemos que la reproducción es una función de la especie, no de los individuos. Por ejemplo, las abejas y las hormigas crían una mayoría de  individuos estériles con el fin de que su trabajo permita la reproducción de una pequeña minoría de individuos fértiles.

Por tanto, también en nuestra especie la reproducción es un deber del conjunto de la especie. Mientras que, en nuestras condiciones de vida, la mayoría de los individuos de la especie se reproduzca, podemos permitirnos que haya una minoría que, voluntaria o involuntariamente, no se reproduzca.  

Veamos ahora qué tiene que ver la transexualidad con la mayor facilidad para la afirmación personal. Se puede explicar en pocas palabras también: no podemos seguir la corriente mayoritaria, en la que basta con dejarse llevar. En la sociedad hetera es suficiente con seguir los propios impulsos instintivos para encontrar un lugar social, como lo encuentran aves o mamíferos no humanos, sin necesidad de reflexión sobre sí. En nuestro caso, comprendemos que estamos contrariando el pilar fundamental de la sociedad hetera, y nos vemos obligades a una reflexión profunda sobre lo que soy yo. Esta reflexión puede culminar con inmenso dolor en la convicción de que yo no puedo transitar o en la jubilosa convicción de que sí, aun en una medida no total, en cuyo caso se convierte en afirmación personal, pero en todas las historias, es la de una percepción de lo que soy yo, como distinte de mi propio cuerpo y de la mayoría que no se lo cuestiona.

Esta distancia entre lo que soy yo y mi apariencia es la esencia de la condición humana. Se da, con casi igual intensidad, en las personas de rostros abrasadados o en las mujeres feas, que al mirarse en el espejo, saben que no es a ellas a quien ven (Rosa Chacel), sino su apariencia, como un velo que las disfraza, y les impide conocer el amor o les dificulta la procreación; y es humano valorar estas condiciones por cuanto nos permiten conocer la distancia entre la posibilidad de decir yo y la apariencia que estorba a los otros vernos como somos.

Y entonces es más importante la realidad de que existamos personas singulares que la de que podamos  procrear.  Nuestra existencia se convierte en una vanguardia ejemplar para quienes se suman con naturalidad a la corriente principal, aunque de momento se encuentren en la fase de los denuestos. No en balde, algunas de las más amistosas nos dicen “admiro tu valentía”, porque estamos abriendo nuevas perspectivas al estado de opresión humana por la ignorancia, el poder, las circunstancias...

En este ámbito, la Ecología se transforma al llegar al ser humano. Si fuéramos seres como los animales, nuestra perspectiva sería vivir nuestro estado natural entre ellos, en un clima intertropical, alimentándonos de lo que estuviera a nuestro alcance, como lo hacíamos hace centenas de miles de años. Parece que la finalidad de la Biología es formar seres cada vez más inteligentes, mejor adaptados para sobrevivir, y éste es el resultado de la evolución humana. Pero cuando nuestra inteligencia y nuestra cultura nos han llevado a un nivel determinado, nos hemos preguntado “¿y si las cosas pudieran no ser como son?”.


Pregunta que funda la civilización humana y en ella, la transexualidad, no lejos de su centro, porque como he dicho, alteramos el pilar fundamental de la sociedad humana, que es la primera división del trabajo, la función de los sexos. Ante esta irrupción de las libertades humanas, la Ecología debe reconocer, como se hacía hace siglos, que la naturaleza ha “servido para” la aparición de los seres humanos, y que una vez surgidos, tenemos responsabilidades de hermanos mayores para el resto de la naturaleza.   


domingo, 24 de enero de 2016

PSICOLOGÍA DE LA FEMINOFILIA

Kim Pérez

Feminofilia es una palabra que me parece que ha surgido en el ámbito lingüístico hispano; significa “amor a la mujer” en un contexto transgenérico. Con mayor precisión, le corresponde la palabra autoginefilia, que en el ámbito científico significa, empezando por el final, “amor a la mujer dentro de sí”, empleada por Ray Blanchard, psicólogo clínico, en 1989.

Para muchas personas XY en especial resulta muy difícil adaptarse a la masculinidad ambiental. Esto puede suceder porque algunos temperamentos, incluso masculinos, se consideran incompatibles con una masculinidad excesivamente competitìva, acometedora o ruda, dominadora, darwiniana, que nuestra cultura ha establecido como ideal, hasta normativo, castigando a quienes no lo quisieran o pudieran seguir.

O también, tristemente, porque a veces ha habido menores que, en una edad crucial, se han visto enfrentados con el modelo paterno, porque les haya negado su aprecio o incluso les haya maltratado. Encontrando siempre una precariedad en el sentimiento de su masculinidad, o incluso un rechazo muy profundo.

La identidad feminófila está encabezada por un “yo no quiero ser”. Lo masculino se rechaza como una parte de la realidad, que se descubre de pronto, que es muy desagradable, y que para colmo, está en la misma persona, pareciendo incluso que constituye su ser a los ojos ajenos.

Y sin embargo el indefinible olor de los andrógenos, las feromonas masculinas cuando llenan el aire, las bromas masculinas, los gestos masculinos, resultan profundamente repulsivos. Se siente que no deberían existir. No deberían estar incluidos en el Universo. La persona feminófila es lo contrario de un homosexual, aunque puede aceptarlo en la medida en que es menos masculino.

El yo profundo de la persona trans feminófila se siente ajeno a su propia naturaleza masculina, como si tuviera que navegar en una nave que rechaza. Es una experiencia profundamente humana. La puede entender sólo quien sepa que su yo que mira es distinto de su yo corporal, lo que su yo mira.

Es como una experiencia de sorpresa. Se ve con distanciamiento no sólo el propio cuerpo, sino los sentimientos que nacen de ese cuerpo, los rasgos temperamentales, por ejemplo, los instintos sexuales. Se ve que emerge de él una personalidad masculina, pero desde el centro del propio ser se rechaza esa personalidad.

Hay una realidad humana que es la distancia con los propios sentimientos. Muchas veces éstos nos sorprenden y nos extrañan. Nos vemos sintiendo lo que nunca podríamos haber pensado que sentiríamos y podemos juzgar esos sentimientos, como aceptables o como inaceptables.

Esta distancia es la que objetivamente separa el yo del cuerpo. Yo tengo plena conciencia de mi subjetividad, de mi pensamiento que ahora veo funcionando, pero no tengo plena conciencia de mi corporalidad, Siento sus efectos en un centro de percepciones que está cerca de este yo, que siente bienestar o malestar, placer o dolor, lo que se ha llamado el sentido interno, pero lo desconoce todo acerca de sus procesos propios.

El cuerpo es una máquina maravillosamente diseñada, que podemos llevar aquí o allá, de la que podemos servirnos, a la que podemos mandar dentro de ciertos límites, pero distinta de mí. En este momento estoy respirando, pero no sé qué estoy haciendo para respirar, desconozco los procesos químicos que se están produciendo y cómo se producen. He aprendido que tengo bazo, estará funcionando, supongo, pero no sé lo que hace. Veo aparecer en mí algunos sentimientos sexuados, no veo aparecer otros, y no sé por qué.

En este caso, como suponen una interrelación extensísima con otras personas, que constituye la base de mi ser social, puedo saber si me gusta o me disgusta lo que veo aparecer en mí. Veo sentimientos masculinos (como otras personas ven aparecer sentimientos femeninos) y los rechazo (como otros yoes pueden rechazar los femeninos)

Este rechazo surge de más hondo que la experiencia biográfica, con sus altos y bajos. Puede surgir en edades muy tempranas, cinco años, por ejemplo. Puede no haber factores previos, sucedidos que contar. De pronto, se mira hacia un niño de la misma edad, y resulta desagradable, repulsivo. Puede ser una experiencia intermasculina, básica, del equipamiento de fábrica con el que venimos, pero yo, quien miro, al conocerla, puedo decirme: “Yo no quiero ser así”. No es que el niño me haya hecho nada, no me ha pegado ni amenazado, es simplemente que no quiero ser como él, verme como él, que los demás me vean como él.

Es como si tuviera que reencarnarme, viera cómo puedo ser con un cuerpo determinado que todavía no tengo, y me dijera que no quiero tener ese cuerpo.

La palabra ser, en el sentido de verme con un cuerpo determinado, no se me aplica, porque yo no soy ese cuerpo, sino que tengo ese cuerpo. Las personas feas, tullidas, deformadas, saben de lo que estoy hablando. Son distintas de su cuerpo. Quienes las ven, a menudo se asombran: “¡Qué hermosa es por dentro!”

Por tanto, estamos hablando del centro de la condición humana y las personas trans feminófilas participan de él.
¿Por qué aceptamos o no aceptamos nuestro sexo? La mayor parte de las personas lo aceptan sin dificultad y hasta con gusto. Las personas feminófilas, no. Las personas feminófilas se sienten extrañas hasta con sus sentimientos. No es cuestión de afinidades o desafinidades entre sus sentimientos y los de otras personas, porque pueden tener sentimientos masculinos, pero no los aceptan. Puede ser que tengan también una diferencia entre sus sentimientos masculinos y los de otras personas, por ejemplo, la que nace de un sentimiento de ambigüedad, pero entonces ya no se trataría de un sentimiento de feminofilia pura, emparejado con otro de androfobia pura, sin paliativos.

Porque es verdad que en los hombres heteros suele haber un sentimiento de fuerte compañerismo con otros hombres, fundamento paradójico de su heterosexualidad porque se empareja con otro de extrañeza ante la mujer, de no compañerismo con ella, y de desearla justamente en su diferencia. Aprecian a los varones y desean a las mujeres. El primero de estos sentimientos no existe en las personas feminófilas.

No estoy hablando de que en ellas se intente dar la primacía a la voluntad sobre el ser, o pensar en lo que se quiere por encima de lo que se es, porque estoy hablando de dos niveles del ser, uno interior y otro exterior. Cada cual, entre los humanos, es algo y está en algo. Los humanos somos en el fondo seres sin circunstancias, conciencias puras, pero estamos en medio de  circunstancias espaciotemporales, biológicas o psicológicas.        

Puesta en lo que se es por dentro, la persona feminófila sabe que no quiere o no puede ser por fuera lo que es ni siquiera lo que siente. Mientras sólo puede decir “no quiero ser”, se encuentra sin consuelo, porque no podemos establecernos sólo en un no, y necesitamos encontrar un sí.

El recurso feminófilo consiste en la adopción del modelo femenino o materno, ya que el masculino o paterno está muy dificultado o imposibilitado en la práctica. Esta traslación del querer ser es en principio sólo la búsqueda de unas circunstancias en las que arraigarse.
 
Pero a continuación, o quizá inmediatamente, como consecuencia y no como causa, viene el placer. Éste puede venir por un automatismo biológico. En la mayoría de las personas XY la imagen de una mujer causa placer y cuando está más cerca, causa excitación. La fusión con la imagen de la mujer es una forma de cercanía imaginada, y por tanto, puede excitar. Pero el orden no es primero excitación y luego fusión, sino primero necesidad afectiva de fusión y luego excitación.

Por todo eso digo que la feminofilia tiene una función adaptativa; busca una adaptación mejor para sobrevivir ante estos conflictos, cuando llegan a ser graves. En este sentido, la feminofilia tiene un valor objetivo.

La intensa presencia del placer en la feminofilia puede preocupar en la medida en que fuera su principal contenido y por tanto pudiera atrapar a la voluntad como una adicción. De hecho, Ray Blanchard, psicólogo clínico pero no transexual ni feminófilo, ve este placer por fuera, en su sola apariencia, sin conocer por dentro las causas que llevo expuestas, y la considera una parafilia, es decir, un estímulo del placer sexual distinto del atractivo humano, como puede serlo el fetichismo (y de hecho, añado yo, las parafilias suelen ser adictivas) Y no es así, aunque en sus momentos iniciales y, sobre todo, en la soledad, puede serlo pasajeramente.

Hay placer en la feminofilia, pero no sólo placer. Hay también amor, deseo de la mujer, y ese verdadero amor puede estar lleno de ternura y de deseo de compañía mutua. Blanchard yerra cuando ve la feminofilia sólo como una parafilia, es decir como un estímulo erótico distinto del humano; yo creo que es un sentimiento unificado que puede empezar por ese automatismo que al establecerse como hábito lo refuerza y que culmina en el amor de compañía y de ternura mutua.

Pienso en personas a quienes conozco, con historias casi arquetípicas, pero reales. Una de ellas está permanentemente dolorida por el recuerdo de su padre, maltratador, muy refugiado en su madre, queriendo ser físicamente como las niñas desde los tres años, fascinado siempre por la ropa de mujer y muy amante de la mujer; este amor le permitió casarse, tuvo hijas, a las que quiso y no tuvo afortunadamente hijos, porque no hubiera podido quererlos; y su esposa le permitía el transvestismo en la casa; vivía equilibradamente y amantemente.

Pero el fin de su matrimonio, por otra razón, el apartamiento de sus hijas, le dejó a solas consigo misma, y en esta soledad la fascinación de la fusión con la imagen de la mujer actuó unilateralmente; decidió vivir como mujer y buscar así otra pareja, declarándose lesbiana, aunque su experiencia fuera tan distinta de las experiencias lésbicas; se operó, con esta esperanza, cuidó cuanto pudo su arreglo, su ropa, esperando que fuera fácil. Pero consiguió sólo frustración, a lo largo de diez años. Sin embargo, su historia es sencilla como historia de amor, porque desea sobre todo compañía, una plenitud casi extática en la que pueda gozar de un acompañamiento constante, la mano en la mano.

Esta historia no merece el nombre de parafilia. Hay más amor en ella que en muchas historias heteras. Y en los brillantes ojos de mi amiga, al ver a una mujer en la que ponga sus expectativas, entiendo ahora otros amores trans que he conocido, en los que una persona vive con tal amor la compañía de su mujer, que puede renunciar al deseo de hormonarse del todo, con tal de conservar la capacidad de unión corporal, que es lo único que ella le pide. O el de otra amiga, que después de su transición social, que fue demasiado para su esposa, sigue esperando pacientemente, año tras año, que su esposa vuelva a su lado, sin plantearse otra compañía.

En una forma que ha actuado como un mito colectivo, la historia de “La chica danesa”, Einar/ Lili, una historia feminófila, empieza por un momento de amor y termina en un momento de amor. El factor común de todas estas historias es un “quiero ser como tú”, que a veces, como en ésta última, puede ser aceptado.

Pero estamos hablando de un sentimiento de fusión que debe ser mantenido perfectamente lúcido para no ser contraproducente. Es verdad que su relación con el placer lo puede hacer literalmente enloquecedor, confinando a quien lo siente en su soledad.

Frente a la capacidad de amor que puede generar, amor de afinidad, no de complementariedad, puede quedar sólo en una experiencia personal. Un placer de sujeto, no de objeto. La dificultad de la relación XY y XX se ve minimizada en el plano de la fantasía sexual por una imagen de mujer que puede crearse inmediatamente, con sólo vestirse y arreglarse y aunque la persona permanece consciente de que es una imagen de sí misma y por tanto no la libera de la soledad, puede entretenerse con mecanismos narcisistas, tales como contemplar su cuerpo en el baño durante horas (lo cuenta Kathy Dee) o salir a la calle para ser mirada y admirada, cuando le es posible, o poner sus fotografías en las redes sociales o, más sencilla y mejor, compartir su nueva imagen en la compañía de amigos y amigas, riendo y charlando durante horas.

Vemos que en el proceso feminófilo se entra a menudo en un terreno imaginario, equivalente al de los mundos creados por la literatura y los juegos de rol.

En él, el impulso sexual, el deseo de gustar, el placer que produce, procura crear una imagen de mujer muy idealizada y a pretender que sea la imagen interior de quien la sueña. Lo primero se consigue con una práctica de arreglo, maquillaje, cambios en la corporalidad, cirugía genital o estética, lo segundo, afirmando una feminidad perfecta, que sólo haya tenido que liberarse para eclosionar. Pero ambos propósitos suponen una tensión continua, y una sensación de amargo fracaso en la medida en que no se consigan por el reconocimiento ajeno, sobre todo.

Puesto que la feminofilia es un intento de mejor adaptación, estos resultados serían deficientes a estos efectos. Pero es posible liberarse de esas angustias y mantener la esperanza buscando en todo momento una compañía real, una amistad por lo menos y un amor cuando sea posible, y en este caso, estar dispuesta a afrontar los sacrificios que el propio amor compense.

Por eso creo que limitar la experiencia feminófila a la sola racionalidad del análisis de Blanchard es poco. Vale la pena pensar que la lógica de un discurso puede limitar su alcance según su capacidad de expresión de la realidad.

Un discurso científico puede aportar determinadas informaciones, poner orden en ciertos hechos. Blanchard lo consigue, estableciendo, no sin un gran esfuerzo teóricopráctico, la primera clasificación de la experiencia trans de acuerdo con la orientación, y obteniendo dos categorías que, corrigiendo su vocabulario, son las de las personas MaF que aman a los hombres y las que aman a las mujeres. Pero estoy segura de que el lenguaje científico no puede dar cuenta de los matices de la realidad que he expuesto, y sin embargo son decisivos a la hora de valorar la experiencia feminófila en su conjunto.

El discurso de Blanchard es también matizado, en cuanto que distingue cuatro tipos de autoginefilia, la transvestista, la conductual, la fisiológica y la anatómica, según el énfasis que se adopte en la fusión con algunos u otros aspectos de la vida de la mujer, siendo la anatómica la que más lleva a la reasignación de sexo; por tanto, las diversas modalidades de la autoginefilia no corresponderían a una intensidad menor o mayor, cuantitativa, de la transvestista a la anatómica, por ejemplo, sino a la diferencia cualitativa del centro de la fantasía.

Es muy útil para valorar el punto de partida y cabe discutirlo racionalmente. Me parece que es posible introducir medidas cuantitativas en las diferencias cualitativas, de manera que se pueda distinguir el transgenerismo (transvestismo) ocasional del permanente, o las modificaciones corporales a las que se aspira, desde la hormonación menos o más extensa, a la orquidectomía, la emasculación o la reasignación genital.

Ha hecho suyo este discurso una persona transexual, la Doctora Anne Lawrence, que acaso lo valora precisamente por una crudeza que permite una claridad mayor sobre la propia experiencia y liberar los ojos de los sueños. Pero tengo que decir que, una vez despiertos, la realidad puede ser aceptable.

Sin embargo, volviendo a mis argumentos sobre la estructura del yo, dividido en yo interno y yo externo, puedo decir que una cosa es el “no quiero ser” y otra el “quiero ser”, y dentro de ésta segunda, una es el “puedo ser” y otra el “no puedo ser”; o una cosa es desear y otra que el deseo se haga realidad. Si yo me encuentro con la circunstancia de que soy fea, es natural que desee no ser fea, y puedo conseguirlo o más frecuentemente, no puedo conseguirlo.

Analizando la feminofilia en estos términos, una cosa es decirme “no quiero ser varón” y otra el “quiero ser mujer”, pero puesto que ser varón o mujer es una condición biológica que configura nuestro cuerpo y en él nuestro cerebro, sé que podré transformar mi apariencia corporal pero no mi condicionamiento cerebral. Mi misma feminofilia, mi deseo de ser mujer por mi amor por la mujer y mi repudio hacia el varón, es resultado de mi condicionamiento.

En este sentido, y mientras no sepamos cómo transformar el condicionamiento  cerebral, no sería posible pasar del “yo no quiero ser” al “yo quiero ser” y luego al “yo soy lo que quiero ser”.

Supongo que la solución que está al alcance de las personas feminófilas es tomar en cuenta todos los términos de esta secuencia.

Primero, “yo no quiero ser”, con plena conciencia del significado de este decir yo, sólo esa conciencia, distante de toda circunstancia, desnudo de cualquier adjetivo, casi como un asceta diciendo yo; y del significado de lo que no quiero, apareciendo a los propios ojos con toda nitidez como que es la masculinidad lo que no quiero ser y por qué no quiero serlo.

Segundo, “yo quiero ser”, mirando también con plena conciencia que quiero ser mujer, y del por qué, sabiendo que en primer lugar es lo que pretendo para encontrar un refugio a mi “no quiero ser” y en segundo lugar es un refugio en lo que amo.

Pero, paradójicamente, amo esto por lo que hay en mí o tengo de biológico, la masculinidad biológica atraída por la feminidad. Por tanto, debo asumir esta paradoja, por su valor de refugio.


Tercero, “yo soy lo que quiero ser”, equivalente a “yo quiero ser lo que soy”, asumiendo que en esta frase está contenido primero ese yo desencarnado y después, que ha llegado a ver lo que es, distinto de la masculinidad y no conseguirá ser una mujer como cualquiera sea, sino que acepta estar en una estructura sexual muy peculiar, que le concede justamente distanciarse de cualquier estructura sexual y ser humano e independiente, lo que, a mi entender, es dar un paso más en la condición humana. 

La feminofilia empieza por un sentimiento, que puede venir de causas menos o más fuertes y tener modulaciones de menor o mayor intensidad.

La menos intensa deja sitio para una identidad masculina, hetera, y para formas de expresión periódicas, que se entienden a veces como personalidades dobles y nombres dobles; lógicamente, creo que es mejor entenderse como una personalidad única, masculina, hetera y feminófila.

La feminofilia puede integrarse en esa única personalidad como un desahogo periódico de tensiones profundas que no son en su origen eróticas o sexuales, sino que guardan relación con ajustes o desajustes sociales, con rituales que simbolizan la voluntad de supervivencia en un medio hostil, incluso de fuertes traumas, y que sólo derivadamente tiene una función de estímulo sexual.    

No deja de ser hermosa la personalidad de un varón, expuesto en su niñez a fuertes sufrimientos, que los supera asumiendo la ropa de las mujeres, como seres también vulnerados. Quizá este significado esté latente en las mujeres que están dispuestas a amarlos, acaso a cuidarlos, acaso como representación humana de su propia voluntad de supervivencia.

El varón visto como compañero de experiencia humana, no como dominador en un plano todavía animal. Y ese compañerismo, representado por la falda.

Esa unión supone la sinceridad previa. A veces, por temor a perder a la mujer que ha llegado a la propia vida, o por la confianza en el propio amor, o por las dos cosas, quien tiene sentimientos feminófilos se ha dicho “Esto, me caso y se acaba”, y creo que no se acaba, porque forma parte de la estructura emocional de la persona; otras veces, se ha dicho, pero la mujer ha respondido: “Esto, con mi cariño se acaba”, lo que resulta también una confianza irreal.

Otras veces es verdad que la misma estructura de la personalidad de la pareja le hace no encontrar la manera de seguir adelante, y es frecuente que las parejas se deshagan, incluso habiendo un cariño real.

O puede ser que una negociación permita una convivencia (un poco triste), pero también es posible que la mujer encuentre razones emotivas e incluso de deseo para seguir adelante en esta relación.

Cuando los sentimientos feminófilos son más intensos, pueden dar lugar a un cambio permanente, y a una hormonación u operación (o varias formas de hormonación y varias formas de operación, como la estética de los caracteres secundarios, o la orquidectomía o la emasculación o la de reasignación genital)

Pero veo la feminofilia periódica y la permanente como dos variantes cuantitativas del mismo continuo, no como hechos cualitativamente distintos, no están separados de manera radical, no forman parte de conjuntos cerrados a los que se pertenezca “sí o no”, sino a un conjunto difuso, al que se pertenece “más o menos”.

Todo lo que he dicho de la relación con una mujer real, se aplica aquí, con mayor fuerza. Es una cuestión mayor, porque una persona feminófila se define por su amor a la mujer.

En éste, puede llegar a priorizar su orientación sobre su expresión; si hay un amor muy profundo, es posible sacrificar la expresión feminófila; incluso se puede decir que ésta es más necesaria cuando falta ese amor, aunque esa llama de los sentimientos puede velarse hasta sólo por la rutina, por lo es conveniente hablar siempre de la propia realidad.

La frustración de las experiencias reales de amor no sólo puede generar la expresión feminófila, sino darla por terminada, amargamente, entrando en una fase de asexualidad triste: “Ya no me interesa ser mujer”, ya no quiero seguir soñando con esa fusión con la mujer.


Al contrario, cuando la suerte es favorable en todo ello, la experiencia puede ser exultante, no sólo se ama a la mujer, sino que es posible fundirse con ella, en un “yo soy tú”, lleno de música y de campanadas, pues resuelve dos aspectos de la personalidad, el deseo de la mujer y la necesidad de una identidad.