lunes, 22 de febrero de 2016

LINGÜÍSTICA DE LA ANDROGINIA

Kim Pérez

La naturaleza andrógina es una realidad difícil de administrar porque es no/binaria, está situada en una posición distinta de la de las personas que son más masculinas que yo y más femeninas que yo.

La identidad es un concepto que cada cual se forma de sí, el nombre que cada cual acepta para defininirse: por tanto, la dificultad consiste en que una cultura binarista, que sólo ve dos conjuntos cerrados, hombres o mujeres, como lo ha sido la nuestra, no tiene todavía más que conceptos binarios para describir la sexuación humana, empezando por el de hombre o mujer.

La palabra misma “andrógino” encierra una mención a los dos polos del continuo de la sexuación, que deja a las personas “andróginas” entre medias de dos realidades. Es un concepto no/binarista, abierto, pero que tiene que realizarse por un medio binarista, cerrado, la alusión simultánea a los dos polos del concepto, andros y giné, hombre y mujer. Tal como decimos, somos hombremujeres, pero en realidad somos una sola cosa, no dos cosas a la vez, y no tenemos un nombre para designarnos.

Si nos quedamos entre medias, nos quedamos en ninguna parte, u oscilamos periódicamente entre ambos polos.

Para superar esta primera dificultad, hace falta primero comprender su carácter lingüístico. Se trata de dificultades con las palabras, que son conceptos o representaciones de la realidad aceptadas socialmente.  No son dificultades con la propia realidad.

Al comprender el carácter lingüístico de la identidad, podemos aceptar el esquema de significante / significado, y ya que hay problemas con el significante, podemos pasar a centrarnos en lo significado.
Esto requieren una reflexión profunda sobre sí y sobre la propia experiencia y la memorización intuitiva de los resultados, dificultada porque se hace en ausencia de conceptos o nombres que los representen.

Esta reflexión puede dar lugar a una visión unificada, que supere el binarismo o dualismo de los nombres de que se dispone en el archivo léxico. Si llego a verme como una realidad definida, no indefinida; si llego  a verme en lo que soy, en lo que prefiero, en lo que hago, en lo que amo (y con la misma nitidez, en lo que no soy, en lo que no prefiero, en lo que no hago, en lo que no amo), he dado un paso muy firme en mi definición y por tanto en la búsqueda de un nombre o una identidad.

Pero recuerdo que en ese momento el nombre todavía no existe, aunque ya existe el concepto, y por tanto todo esto es difícil de memorizar y de comunicar lingüísticamente, es decir, de manera reconocible socialmente.

Para la memorización, quizá se pueda recurrir a unas pocas experiencias significativas, que se podrían poner por escrito y aún llevar como recordatorios perennes. Para la comunicación, puede ser necesario resignificar algunas palabras existentes, como “andrógino”, o “intersex”, o “ambiguo”, y usarlas aclarando la resignificación que les estamos dando al referirnos a nuestra realidad. Mientras, esperamos la formación de un neologismo más claro. ¿Puede ser …?

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En el tiempo en que nos ha faltado una reflexión adecuada sobre nuestra realidad “andrógina”, incluso por  inexperiencia juvenil, puede ser que nos hayamos extraviado entre los dos polos del continuo de la sexuación, por ignorar que no nos corresponden ni uno ni otro.

Algunas podemos decir que somos relativamente femeninas y relativamente masculinas, pero no hemos sabido encontrar una identidad que nos defina lingüísticamente.

En el caso de algunas transexualidades femeninas, no de todas, sino de las que estoy describiendo como andróginas, esta falta de identidad más exacta, o de correlación entre nuestro concepto de nuestro ser y lo que somos, puede haberse desarrollado junto con una androfobia frente a la masculinidad, y una feminofilia frente a la feminidad.

Ambas son canalizaciones de la libido, o fuerza erótica, tanto de rechazo como de aceptación,  y ambas requieren análisis para su racionalización.

La androfobia es una reacción fóbica, y por tanto extremada. Surge de la experiencia de rechazo mutuo hacia algunos varones, y por tanto de obsesión negadora de toda masculinidad corporal y conductual, que procede a su vez del binarismo léxico, que lleva a identificar “una” masculinidad con “toda” la masculinidad.

Ese rechazo o repulsión puede ser tan intenso que impida reconocerse como relativamente masculino.

En personas “andróginas” (resignifico este vocablo) se puede tratar por tanto de una conceptuación de tipo biológico (“yo no soy así”), seguida por una experiencia biográfica (“yo rechazo o he sido rechazade por quienes son así”) que lleva a una afirmación de síntesis (“yo no quiero ser así”)

Como en todas las fobias, creo que es práctico deshacerlas por partes. En mi caso, descubrir que mis sentimientos de afinidad con los varones “andróginos” son muy fuertes desde la niñez, me ha ayudado a fortalecer un sentimiento identitario que me acerca a ellos.

Por su parte, la feminofilia surge de la necesidad de refugio en la mujer (o la madre) ante un espacio masculino inhóspito. Pero en esta necesidad encuentro también una dificultad de tipo lingüístico.

En nuestro lenguaje todavía binarista, el concepto “mujer” alude a un conjunto cerrado, separado radicalmente del concepto “hombre” por un criterio de “sí o no”. En resumen, o se es hombre o se es mujer, sin más distinciones.

Sin embargo, la realidad no/binaria, abierta, de las personas “andróginas”, afirma que nuestra relativa feminidad va acompañada por una relativa masculinidad, en distintas proporciones, en un “más o menos” propio de los conjuntos difusos, no de los conjuntos cerrados. En este sentido, se llega a aceptar que todos los seres humanos somos “más o menos” andróginos, y se deja la transexualidad como un caso más del continuo de la sexuación humana.

Pero nuestra cultura todavía binarista, de conjuntos cerrados, no nos permite distinguir estos matices en la realidad del conjunto difuso de las mujeres. Si afirmamos que no queremos ser hombres, no nos queda más que ser mujeres, binaristamente, cerradamente.

Es decir, en esquema, si digo “no soy hombre”, tengo que decir “soy mujer”. Y entonces, si mi orientación es más o menos ginesexual, atraída por la mujer, se puede dar una fascinación en la idea de fusión de mí con una mujer.

Eso supone haber olvidado el punto de partida abierto, difuso, de que yo tengo una relativa masculinidad y una relativa feminidad. Esta concepción, en sí, no es fascinante. Soy yo, simplemente como soy, realistamente. Puedo sentir emoción al comprender mi particular esfuerzo por la vida.

Sin embargo el “yo quiero ser mujer” es sin límites, como todo “quiero ser”. Quiero ser lo más bella que pueda, quiero ser deseada, quiero ser admirada, en términos superlativos, sexies. Me salgo de la realidad, y al escaparme no sé valorar mi realidad.


Es por tanto necesario que mi feminofilia sepa valorar mi feminidad relativa y mi relativa masculinidad en lo que son, en mi verdadera belleza.

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