Kim Pérez
Quiero decir dos “secciones sociales” (sección debe tener
que ver con sec-so, corte, separación) Los imagino como dos inmensos bloques o
continentes, dos masas continentales llanas, grises, como separadas por una
radical fisura, por el corte en sí, al que dan sus orillas tajadas, como
acantilados.
Mujeres a un lado de la fisura, hombres al otro. Dos naturalezas, dos culturas, mutuamente extraterrestres. Necesitadas de largas explicaciones para intentar entenderse y, en la práctica, consiguiéndolo sólo en parte.
Mujeres a un lado de la fisura, hombres al otro. Dos naturalezas, dos culturas, mutuamente extraterrestres. Necesitadas de largas explicaciones para intentar entenderse y, en la práctica, consiguiéndolo sólo en parte.
Desde luego no soy solo yo quien los ve así. Es una
propiedad de la vida en este planeta. Hasta las palmeras tienen sexo. Unas,
desparraman el polvo de su polen, todo alrededor, con el viento. Otras, reciben
una pizca, se quedan preñadas y conciben un fruto.
Sólo que entre los humanos, con nuestra complejidad cerebral,
con la conciencia, hay algunos que no sabemos dónde estamos, o estamos entre
medias, en esa fisura, ese mar donde aparentemente no hay nada, pero hay
alguien, o estamos en el sector que aparentemente no nos corresponde.
Voy a contar mi experiencia de los dos sectores, o
segmentos, o secciones. Todos empezamos nuestra vida pegados al sector
femenino, el de nuestra madre, que suele implicar a sus hermanas, sus amigas,
nuestras abuelas, todas las mujeres que se sienten comprometidas con la
parturienta y con la criatura desvalida que llora a gritos y sonríe, bien
alimentada, bajo el sol. Su bebé. Casi ni bebito ni bebita.
Después de esto, en unas familias hay más presencia de los hombres y en otras, menos. Pero las familias de mujeres no feminizan a los niños ni las de hombres masculinizan a las niñas, el sexo de la persona viene desde dentro, de su propio cerebro, del primer órgano sexuado del ser humano, que tendrá conducta masculina o femenina según sea su cerebro, no sus genitales, ni menos su ambiente.
En mi familia, desde luego, había muchas mujeres. Primera, mi hermana, quince meses menor que yo y que por tanto nos habíamos criado juntos. Jugábamos juntos a juegos neutros y conversábamos. En la siesta, cada cual en nuestro cuarto, nos llamábamos a voces “¡Hermanitooo…!” “¡Hermanitaaa…!” Me gustaba la sensación divertida y tierna de aquellas palabras, que eran de las que los lingüistas dicen que son tomas de contacto.
Después de esto, en unas familias hay más presencia de los hombres y en otras, menos. Pero las familias de mujeres no feminizan a los niños ni las de hombres masculinizan a las niñas, el sexo de la persona viene desde dentro, de su propio cerebro, del primer órgano sexuado del ser humano, que tendrá conducta masculina o femenina según sea su cerebro, no sus genitales, ni menos su ambiente.
En mi familia, desde luego, había muchas mujeres. Primera, mi hermana, quince meses menor que yo y que por tanto nos habíamos criado juntos. Jugábamos juntos a juegos neutros y conversábamos. En la siesta, cada cual en nuestro cuarto, nos llamábamos a voces “¡Hermanitooo…!” “¡Hermanitaaa…!” Me gustaba la sensación divertida y tierna de aquellas palabras, que eran de las que los lingüistas dicen que son tomas de contacto.
Para mí no había ninguna dificultad en ellas. Por eso digo
que mi identidad básica es masculina y ése es un dato muy importante. Lo único
que era diferente era que yo sabía que
me parecía a mi madre y estaba orgulloso de ello y que mi hermana se parecía a
mi padre.
Vivíamos en Madrid, pero cuando veníamos a Granada, íbamos a
Casa de la Abuela. Para mí, esos recuerdos están llenos del sol y la alegría
del jardín. En él, mis jóvenes tías, tía Paloma y tía Lourdes, morena y rubia,
iban a menudo a la tela metálica que separaba nuestra casa de la de al lado, la
de Tía Blanca, y en ella conversaban con su prima Marian.
Todo eran nombres de mujeres y, como sucede en las
sociedades de mujeres, los hombres aparecían como colaterales y algo extraños,
aunque muy queridos. En Casa de la Abuela estaba nada más que el Abuelo, que
llegaba a mediodía de su trabajo, con un periódico en la mano, y se sumía en su
despacho para leerlo; por la tarde, se quedaba en su butaca, y le leía a la
Abuela, ritmando su lectura con la mano, una de las novelas que compraba todas
las semanas.
En ese ambiente, la llegada de vez en cuando del hermano de
mi madre, tío Manolo, más bullicioso, yo la sentía como una intrusión y
descansaba cuando volvía a irse. O sea, que yo habitaba sin dificultad y con
gusto en el continente de las mujeres.
Aunque yo fuera un niño, me adaptaba temperamentalmente a aquella vida
tranquila y luminosa.
No era un niño inquieto, necesitado de acción y de movimiento. Esto significa que
era masculino, pero poco masculino. Si lo hubiera sido más, hubiera sentido la
necesidad de pegarme a cualquiera de los hombres más masculinos que había en mi
vida, empezando por mi padre, con quien habría entrado enseguida en sinergias
que le hubieran encantado, pero que no encontraba en mí.
Me llama la atención,
me asombra, es de las cosas que quienes están en el continente de las mujeres
tienen que preguntar, ver cómo los niños más masculinos necesitan a su padre.
Lo veo en mis sobrinillos nietos, de 5 y de 3 años, se pegan físicamente a su
padre, necesitan compartir con él mil aventuras; quieren a su madre con todo su corazón y a la vez
tienen que alejarse de ella, porque no quieren jugar con ella. Su padre les
dice, riendo, “somos los machos de la familia”, y ellos asumen con entusiasmo
esta clasificación.
Se puede prever que mi entrada en el continente de los
hombres, tardía, con siete años, cuando en mayo hice la Primera Comunión con un
grupo de niños (aunque en un colegio de niñas) y en octubre me escolaricé (en
un colegio sólo de niños), sería traumática, y asi fue.
En el primero, le cogí aversión, nada más llegar, a dos
niños, sin que me hicieran nada, cosa que me había pasado también con cinco
años, en la playa (O sea, no fui víctima de nada, simplemente era incompatible
con ellos) El último día se incorporaron otros dos, con quienes en seguida
simpaticé, pero fue el último día.
En el colegio, no me acuerdo por qué, pero de hecho tuvo que
llevarme una tarde o varias el Padre de la Paca (la portera), llorando y a
rastras por la calle; y como digo, tenía
yo ya siete años. De ese primer curso, me acuerdo sólo de la aspereza masculina
(“¡Déjame!”) con que me rechazó otro niño, cuando le pregunté por la muerte de
su abuela, la noche antes; él tendría sólo ocho años, pero era ya duro e
inhóspito como un adulto viril.
Tenía una foto de niños y niñas invitados a mi Primera
Comunión y en ella había la imagen de una niña que era un poco parecida a mí,
alta como yo, tímida como yo, un poco destartalada como yo. Creo que hubiera
podido ser mi mejor amiga si hubiéramos compartido colegio. Nos habría gustado
a lo mejor a los dos la Geografía, hubiéramos estudiado juntos muchas veces,
porque los dos éramos serios, obedientes y estudiosos, y hubiéramos hablado
mucho. Quizá hubiéramos soñado con el infinito frente a un atardecer en el que
comenzaran a brillar las estrellas. Pero no tuve ocasión de tratarla.
Pocos años después, tuve la ocasión de ver cómo funcionan
las cuestiones de las afinidades en relación con los dos sexos, los dos
continentes. Tenía que irme con frecuencia a un cortijo que tenía mi padre, que
era un lugar solitario y muy áspero para mí.
La familia del guarda tenía dos hijos de mi edad, ya casi adolescentes, una niña y un niño. Cuando íbamos, me gustaba quedarme en la tranquilidad de la casa y también de manera natural encontraba la compañía de la niña, que me enseñó a aprovechar los recursos del campo, pues hacíamos mulicos, con un par de bellotas, todavía verdes, y unos palillos de dientes clavados en ellas para hacer las patas, el cuello y hasta las orejas, lo que me encantaba; también hacíamos cortijicos, encima de una rasilla o ladrillo fino, con paredes de barro, un gran corral delantero, las vìgas también de palillos de dientes, con un techo de barro encima…
Si yo hubiera tenido otro temperamento, hubiera sido muy fácil para mí salir con el niño, desde el fresco de la mañana, y perdernos por el campo, enseñándome él a tirar piedras con honda, o simplemente con la mano, pero con la tremenda fuerza que era posible, a lo que nunca aprendí, o a hacer flautas con una caña seca, a la que le hacía los agujeros con un hierro al rojo, o a trepar por los árboles, o a...
La familia del guarda tenía dos hijos de mi edad, ya casi adolescentes, una niña y un niño. Cuando íbamos, me gustaba quedarme en la tranquilidad de la casa y también de manera natural encontraba la compañía de la niña, que me enseñó a aprovechar los recursos del campo, pues hacíamos mulicos, con un par de bellotas, todavía verdes, y unos palillos de dientes clavados en ellas para hacer las patas, el cuello y hasta las orejas, lo que me encantaba; también hacíamos cortijicos, encima de una rasilla o ladrillo fino, con paredes de barro, un gran corral delantero, las vìgas también de palillos de dientes, con un techo de barro encima…
Si yo hubiera tenido otro temperamento, hubiera sido muy fácil para mí salir con el niño, desde el fresco de la mañana, y perdernos por el campo, enseñándome él a tirar piedras con honda, o simplemente con la mano, pero con la tremenda fuerza que era posible, a lo que nunca aprendí, o a hacer flautas con una caña seca, a la que le hacía los agujeros con un hierro al rojo, o a trepar por los árboles, o a...
Pero no me fui. Tuve la oportunidad de pasar de un paso al
continente masculino y no lo di. Y me alegro de no haberlo intentado, porque sé
que todo lo que he dicho, atractivo para los niños masculinos y para las niñas
masculinas, no era atractivo para mí, no se me ajustaba. Yo prefería mil veces
quedarme leyendo en la intimidad de las escaleras de la casa y soñando con
aquellos mundos…
Después, mucho más tarde, me decidí a pasar definitivamente
al continente de la mujer. Tomada esa decisión, fui una tarde de verano a
Cogam, asociación gay de Madrid, para preguntarles por asociaciones de
transexuales.
Me recibieron quienes estaban de guardia, dos muchachos y un
hombre maduro, de barba y cabellos grises. Eran los primeros gays que trataba
en mi vida. Me impresionó ver la naturalidad con que, en la conversación, se
tomaban de los brazos con unas ligeras caricias y cómo se despedían dándose un
pico en los labios.
Nada que ver con las prevenciones que se ven obligados en
nuestra cultura a usar los heteros, celosos de su heterosexualidad, el conato de acariciarse dándose puñetacitos,
o peor, las enérgicas palmadas en la espalda, tendentes a evitar un abrazo
sincero y profundo. Pensé que si en mi colegio de niños hubiera habido un gay,
mi vida hubiera sido de otra forma. No hubiera sido gay, porque rechazo el
cuerpo masculino, incluso en mí, pero me hubiera sentido acompañado en la
profunda afinidad que desde entonces siento entre los gays y yo.
Ya viviendo como
trans, me encontré con una amiga que me hizo comprender la intensidad de la
feminidad de muchas trans, además de una alegría, una capacidad de movimiento y
de amistades que puedo comparar con las ventanas abiertas en primavera o verano
y que han sido lo mejor de mi vida.
Mi amiga adoraba a su madre; vivía bajo el modelo de su
hermana mayor; había jugado, en su niñez, con niñas y había sido la líder de su
pandilla; había llorado y rabiado y se había negado a llevar traje de marinero
en su Primera Comunión, queriendo vestir como sus amigas; se había enamorado
luego, durante años, de un compañero de clase; había decidido vivir como mujer
y había conseguido el respeto general de todo su pueblo; trabajaba como
peluquera, completamente insertada en el ambiente de sus clientas, a quienes
escuchaba y aconsejaba; llegué a su casa un día de su santo, con la cama llena
de regalos; y por entonces, andaba con dos propósitos: operarse y encontrar un
marido.
Uno de los primeros días en que nos conocimos, fui al hostal
en que se alojaba con una querida amiga suya, que no era trans, y una prima que
lo era, y compartí con ellas una sesión de espejo y maquillaje, uno de esos
momentos femeninos heteros que preceden
a salir a la calle a ligar y bailar y sonreír y conquistar, que me resultaba
completamente ajena.
O sea, hay historias de trans mujeres y de trans ambiguas. La historia de mi amiga es la de una mujer femenina, que vive desde siempre como mujer, habla como mujer, gesticula como mujer, se arregla como mujer, coquetea como mujer, ríe como mujer y sobre todo empatiza con otras mujeres y puede hablar de los temas de conversación de mujeres casadas y con hijos. Yo, al lado de ella, soy un palo, que no por casualidad me parezco mucho a la protagonista de “Transparent”, que es a fin de cuentas un actor. Pero he aprendido a valorarme tal como soy.
Saco en conclusión que es verdad que existen los dos
continentes. Se puede demostrar como cuestión estadística. Hay una mayoría de
seres humanos que se sienten a gusto en uno u otro. Podemos decir, en términos
matemáticos, que sus llanuras están presididas por sendos atractores
estadísticos, realidades invisibles, que atraen hacia sí a los seres humanos.
Quienes son atraídos lo son con más o menos fuerza. Algunos
están muy cerca del atractor, otros más lejos, pero bajo su acción. Hay hombres
muy masculinos, tipo Schwarzenegger, otros normales, otros poco masculinos,
otros casi nada masculinos, pero lo mínimo para poder decir con gusto “soy
hombre”… Lo que es interesante es que algunos de los habitantes de este
continente nacieron con cuerpo de mujer.
En el continente femenino, pasa lo mismo. Hay mujeres muy femeninas, que siguen el modelo de quienes, casi siempre anónimas, viven para su casa, sus hijos y su marido, y con toda felicidad, porque es lo que quieren, y otras más normales, que por ejemplo estudian para tener una independencia, otras poco femeninas, otras casi nada, lo justo para considerarse mujeres… También la amiga que digo es habitante de este continente y de las más femeninas.
En el continente femenino, pasa lo mismo. Hay mujeres muy femeninas, que siguen el modelo de quienes, casi siempre anónimas, viven para su casa, sus hijos y su marido, y con toda felicidad, porque es lo que quieren, y otras más normales, que por ejemplo estudian para tener una independencia, otras poco femeninas, otras casi nada, lo justo para considerarse mujeres… También la amiga que digo es habitante de este continente y de las más femeninas.
Las dos inmensas mayorías están a gusto en los dos continentes
y parece que ya no hay más que hablar.
Pero estamos una minoría, no sé si grande o pequeña, que no
estamos a gusto en ninguno de los dos. Parece que lo de la fisura infranqueable
no es real.
Andemos por la orilla de uno u otro. Parece que hay un lugar, remoto, en el que hay una tierra que sirve de transición entre uno y otro. Las personas que vivimos en ella, sentimos la atracción remota de los dos atractores estadísticos. Es remota, o sea que no es muy fuerte la del uno ni la del otro. Quizá uno más que el otro o quizás con la misma intensidad.
Andemos por la orilla de uno u otro. Parece que hay un lugar, remoto, en el que hay una tierra que sirve de transición entre uno y otro. Las personas que vivimos en ella, sentimos la atracción remota de los dos atractores estadísticos. Es remota, o sea que no es muy fuerte la del uno ni la del otro. Quizá uno más que el otro o quizás con la misma intensidad.
Estamos hablando de estadísticas. Sería muy interesante
hacer la de cada uno de los conjuntos humanos de los que estamos hablando, con
muestras suficientemente grandes. A partir de esta estadística, sería posible
hablar con realismo de los sexos.
1 comentario:
Los continentes femenino y masculino se tocan en más de una costa. Incluso llegan a construir zonas difíciles de diferenciar. Tal vez por debilidades de salud, quizás por privilegiar un comportamiento más pasivo y reflexivo, fui privilegiando, igual que tú, los momentos de soledad, de lectura, de pensamiento y de fantasia. A pesar de que había juegos masculinos en mi niñez, estaba muy muy cómodo entre las mujeres. A los 11 años vino a mí una culotte les de mamá. Verme al espejo con esa prenda, rompió mi cabeza. A la culotte le siguieron luego las panty, las polleras, los corpiños y los tacones. Por primera vez el espejo me devolvía un aspecto que me agradaba. La verguenza, el pudor y el miedo me llevaron a ocultar ese impulso. Sin embargo se había abierto una compuerta que nunca más se cerró y que de manera intermitente volvió a arrastrarme. Cuanto entiendo tu post. Perdón si mi comentario fue inapropiado. Me dejé llevar por el impulso y esos hermosos recuerdos. claraamor261@hotmail.com
Publicar un comentario