sábado, 25 de julio de 2015

FEMINOFILIA EN EL SENTIDO MÁS AMPLIO


Kim Pérez


Este tercer estudio se inserta junto a los dos anteriores, sobre mi experiencia transexual intersex y la experiencia feminizante, a la vez que se diferencia de ellos en que tienen probablemente una base más biológica, mientras que la feminofilia es más afectiva o psicológica por su origen.

Aventuro que nace de una dificultad o carencia de afectos masculinos, en personas  XY  heterosexuales, que causa  la necesidad de sustituir en todo o en parte una autoimagen corporal masculina por una autoimagen corporal femenina.

Es como si quien siente esta experiencia se dijera: “Yo no puedo amar más que a la mujer; por tanto, si quiero aceptarme a mí mismo tiene que ser con la imagen de una mujer. Puedo aceptar ser como soy, masculino, hetero, pero no tengo sentimientos androafectivos, la imagen de un varón no existe para mí y en cambio la imagen de una mujer me resulta un refugio, me tranquiliza  o me excita y quisiera verla ante mí a cada momento, incluso en mí, al ver-me, al mirar-me en el espejo, al aparecer mi imagen personal ante mis ojos”.

En las otras circunstancias, que son la mayoría, en las personas XY existe una fuerte homosentimentalidad que es la condición que permite la heterosexualidad.

En sus primeros años, el niño desarrolla una afectividad dirigida a su madre, que es sin embargo diferente, y a quienes le son más afines en aficiones, reacciones, perspectivas: el padre y los otros niños.
Así se forma un “los niños con los niños y las niñas con las niñas” que permite el aprendizaje de la vida de varón y el orgullo por emular a quienes sirven de ejemplo, los varones mayores.

A la vez, las niñas son vistas con asombro también como diferentes. Extraña su manera de ser y no es necesario convivir con ellas. Por tanto, se forma una identidad social masculina, que alcanza su máxima intensidad en la preadolescencia, en las pandillas de chicos varones.

Inmediatamente después, en la pubertad, cambia el equilibrio hormonal y empieza la fascinación sexual por las mujeres.

Pero está también muy formada una afectividad intermasculina y esa fascinación no se convierte en deseo de fusión con los nuevos seres amados, tan absorbentes; la admiración tiende a la imitación en otros terrenos,  pero ahora puede ponerse en ellas toda la atención, la admiración por su gracia, su corporalidad, su manera de ser, sin querer ser como ellas.

Por eso, la homoafectividad u homosentimentalidad intermasculina es la condición que permite la heterosexualidad.

Cuando falta la homoafectividad u homosentimentalidad surge el deseo de fusión con la imagen de la mujer.

Esa falta puede ser parcial o total. En la mayoría, es sólo algo lateral, insistente pero que ni siquiera abarca toda la sexualidad. Se basa en una homosentimentalidad ligera, pero suficiente en la práctica. Se sabe que la admiración por la mujer, el deseo por la mujer, la práctica hetera son compatibles con un sueño ocasional que puede ser mantenido en silencio; a la vez, en los espacios no sexualizados de la existencia, trabajo, sociedad, relaciones familiares, se existe con naturalidad e incluso con alivio, olvidándose temporalmente de ese sueño.

Es posible entonces reconocer la fuerza de la propia heterosexualidad, sin más que alguna preocupación por cómo vivir en la práctica ese sueño. Lo más frecuente es que dé lugar a travestimientos en la soledad, o al empleo de alguna prenda aislada como símbolo de todo lo que se siente, o a la declaración de toda la complejidad personal ante la mujer a la que se ama profundamente y con quien se desea compartir toda la vida, y acaso ante la posibilidad de compartir complejidades afectivas con ella…

Hay por tanto una heterosexualidad feminófila que puede ser plena.

Cuando el vacío de homosentimentalidad es más total, puede llegarse a la transexualidad feminófila.

Puede ser natural, poco dramático. Basta la relativa lejanía del padre o la relativa distancia de  los compañeros, sobre todo de los “amigos del alma”, que pueden encontrarse o no. Depende también de la afectividad del niño, que puede verse muy frustrado por sus deseos de cariño y por lo poco que encuentre. O por sus dificultades de comunicación, procedentes quizá de su misma mayor inteligencia que la media de su ambiente, de su sensibilidad, de su capacidad de introspección…

A veces, el vacío de homoafectividad puede venir de razones más fuertes. Un acoso escolar, a veces inconsciente pero criminal, por las mismas causas que acabo de exponer, o un padre maltratador de la madre e incluso del niño, que le obliga a buscar refugio en la madre, o en alguna otra mujer mayor, o en alguna compañera, sin poder encontrarlo en otros varones.

Entonces puede surgir la transexualidad, como decía antes, por razones sólo psicológicas, sin intervención de otras causas biológicas.

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Unas palabras sobre el nombre feminofilia, que me parece surgido en el medio lingüistico de la lengua española, porque no veo su existencia en los medios de la lengua inglesa o la francesa. Señala lo fundamental de lo que estoy diciendo, porque se refiere al amor a la mujer.

En cambio, el primero que se ha empleado, travestismo, desde magnus Hirschfeld, señala sólo uno de sus efectos, y al no pensarse en su causa, queda inexplicado, como una fuente de placer que no se entiende, y clasificado con el término paraguas de parafilia; al no entender el profundo carácter adaptativo, compensatorio, de este símbolo, queda descrito como un trastorno.

En realidad, hay que entenderlo en toda su profunda realidad; se puede percibir entonces su intensa estética, su seriedad existencial, una más de las maneras en que los seres humanos nos adaptamos a la diversidad de situaciones ambientales.

Una persona feminófila está diciendo: “Mirad lo que sueño, que es mi manera propia de ser feliz”.

En el caso de la transexualidad feminófila, la primera descripción que la ha identificado ha sido el término “autoginefilia”, creado por el psicólogo canadiense Ray Blanchard y aceptado por la transexual Anne Lawrence, que ha sido reconocida por la WPATH, o asociación médica especializada en la transexualidad. Autoginefilia viene a significar lo mismo que feminofilia, pero en el desarrollo  estudioso y público de esta noción se llegó sólo a ver la relación de este sentimiento con la segunda parte de esta secuencia, el placer, desconociéndose la primera, el vacío de identidad, con lo que en la práctica el término autoginefilia ha quedado demasiado asociado a un entendimiento de esta transexualidad como condicionamiento del placer.

No es extraño que la mayoría de las personas transexuales feminófilas no se hayan visto reconocidas en toda su complejidad por este término, lo que lleva a la extensión de la forma alternativa de feminofilia.

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Hay algo de diálogo entre el yo deseante y el yo deseado. Este diálogo presupone una dualidad real entre la persona feminófila y su imagen femenina.

Esta dualidad, a veces, genera una doble identidad, estructurada en tiempos: unos de identidad masculina y otros de identidad femenina, una alternancia entra ambas experiencias. La persona feminófila puede  usar nombres alternativos, pasando de un momento a otro, de un nombre a otro, de una identidad a otra.

También cuando el vacío de lo masculino puede ser  total, la persona llega a una identidad única femenina y abarcadora de toda su realidad. En este caso, la nueva identidad se hace permanente y se llega a un cambio de identidad social e incluso a una reasignación genital.

En ambos casos, me gusta la palabra travesti, la primera que encontré, y sus connotaciones en América Latina, como desafiante, valiente, insumisa a la opresión…

Ante ella, ante sus imágenes, que pueden incluir a la travesti afeitándose, o enfrentándose con una vida marginal, o gozando de su desafío al mundo con tal de vivir como desea, se siente el temblor luminoso de la vida.

Hay precisamente una fuerza intersexual, hermosa, en este desafío. La he visto cuando supe que algunas travestis del Ecuador tomaron la costumbre de hacer una cruz con el dedo en el suelo, al salir de su alojamiento, pidiendo sólo no tener miedo a que las maten; no ya  que no las maten.

¿No es necesario vivir la experiencia del travestimiento o la transexualidad poniendo en peligro la propia vida?

¿No es una señal de la seriedad, de la profundidad de esta experiencia?

¿No se siente en todo su esplendor cuando se pasa la mano sobre una mejilla maquillada pero algo pinchuda por la barba?

¿O cuando se oye una voz profunda sobre un cuerpo redondeado por las turgencias de las prótesis?

El horror de la miseria en la que hay que vivir con frecuencia dada la marginalidad social, el poder destructivo de las drogas, el acecho de la corrupción policial, la esclavitud de los sicarios, el dolor de un día a día sin poder escaparse, la rutina de una prostitución con varones cuando se ama a las mujeres, no disminuyen sino que exaltan la grandeza de esta fidelidad a los propios sentimientos, la necesidad de adaptación personal o de superación de las circunstancias que cada cual encuentra.

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La feminofilia se puede dar también en la intersexualidad conductual o cerebral, en la que la heterosexualidad aparece atenuada, porque lo sé por mi propia experiencia.

Desde los cuatro o los cinco años empecé a sentir la experiencia de mi inadecuación con la masculinidad plena y después de la pubertad aparecieron sentimientos feminófilos muy intensos, que fueron los que, de hecho, me llevaron a la salida en sentido transgenérico.

Por otra parte, mi intersexualidad necesitaba expresarse como tal, pero la cultura ambiente, completamente binaria, no me dejaba ver esta salida personal. Sentía la feminofilia como fascinación, pero personalmente poco adecuada.

Mi necesidad era expresar que soy intersex y que rechazo la genitalidad masculina, pero esto es distinto del centro de la feminofilia, que es la fusión con la imagen de la mujer en el espejo, imagen relacionada con el atractivo de la mujer, en corporalidad, en ropas, en género social.

 Cuando tuve ocasión de desbloquear mi evolución, de pasar de la fantasía a la práctica, la feminofilia se desvaneció por sí misma.

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Sin embargo, la experiencia personal de la feminofilia, me ha hecho comprender una experiencia que es también muy frecuente entre las personas feminófilas.

Como la aspiración más alta es una fusión con la imagen de la mujer, puede que se establezca este razonamiento: “Si voy a ser mujer tienen que atraerme los hombres”.

Entonces empieza un intento, que en mí ha durado casi toda mi vida, en el que el hombre aparece como la gran esperanza de confirmación de que hemos conseguido la fusión.

Pero recuérdese que nuestra verdad es que somos más o menos heterosexuales. Es posible acercarse a nuestro deseo sólo si descubrimos nuestra afectividad, nuestra afinidad hacia algunos hombres, que puede ser muy intensa, y si la confundimos con el deseo sexual.

Es necesario organizar nuestra afectividad con arreglo a nuestra realidad: si nuestras relaciones con los hombres son homosentimentales, homoafectivas, darles este nombre; si nuestras relaciones con la mujer son de la clase de refugio, o consuelo, o compensación ante la falta de afecto masculino, aceptar con naturalidad que nuestra propia imagen necesita ser parecida a la de una mujer.

El modelo de las travestis de América Latina me parece muy útil; pueden ser transvestistas, transgenéricas o transexuales;  ginesexuales o androsexuales; pero de hecho aceptan que tienen una biología masculina y una configuración femenina; juegan con ambos elementos; los viven con naturalidad.

Y con belleza y dignidad. Tengo guardada la imagen de un muchacho con el cabello largo, un cuerpo musculoso, sin arreglo alguno, y que avanza con decisión envuelto en un vestido de tirantes anchos, sucio como si fuera una camiseta. También esta imagen me habla de la bivalencia o la ambigüedad que hay en la vida feminófila. También este muchacho me enternece.

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En la medida en que la feminofilia permite muchas veces una vida integrada en lo social y laboral, y queda como práctica en la intimidad, los feminófilos no suelen necesitar de orientación psicológica o médica, lo que impide decir hasta qué punto está extendida. Sólo se puede intuir que es muy frecuente, e imaginar que alcanza cifras como el diez por ciento de la población y aun mayores.

En el caso de la transexualidad feminófila, en la que se decide una identidad social femenina permanente, siendo las cifras totales mucho más pequeñas, se habla de que las transexuales ginesexuales, o amantes de la mujer, pueden ser más numerosas que las transexuales androsexuales.

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Intentaré rehacer aquí los sentimientos feminófilos:

Feminofilia es mirar a una mujer y desear ser ella. Las barreras se desvanecen. Yo soy lo que deseo.

Quiero que su ropa sea la mía, para poder ser ella. La ropa es la persona.

Quiero ser esa persona. Tan hermosa como ella.

Quiero abandonar la grisedad y la tristeza de mi vida masculina. Quiero compartir esa vida de hermosura.

Es encantador vivir una existencia centrada en la belleza.

La miro durante horas. La admiro. Acepto cada molécula de su ser. Cada actitud, cada gesto. Quiero que sean los míos. La imito, sin darme cuenta. Y cuando me doy cuenta, sigo imitándola.

Casi éxtasis.

Otras personas trans, yo no tanto, en mi caso, hablarían también de esto:

Les atraía desde la niñez la vida de las niñas. Tener sus muñecas, su ropa, sus cabellos. Ser como ellas.

Que todos puedan ver en mí lo que yo amo. Que me vean tal como quisiera ser.

Que cada minuto de mi vida haya sido un minuto de una vida de niña, valorada, protegida, cuidada.

Encantadora.

Una parte de esa maravilla que es la vida de mujer.

Si este sentimiento va acompañado por el desinterés por la vida masculina, si la vida masculina es para mí gris y fea, para mí, y triste, sin las ventajas que encuentran los hombres, ni sus alegrías, entonces mi esperanza es la feminofilia.

Centrada únicamente en compartir la vida de las mujeres, aunque me pueden gustar también más o menos los hombres. Una cosa es ser y otra gustar. Sin desear llegar a una vida masculina, aunque pueden gustarme los hombres, incluso de hecho, sin pensarlo.

No será sólo que me impresionen más o menos las mujeres. Será también que no pueda adoptar una identidad masculina.

Puede ser incluso que sienta rechazo por los órganos masculinos. Que al tomar una ducha procure no mirarlos.

O no tocarlos. Puede ser que la intensidad del deseo me lleve a masturbarme, pero puede ser también que lo haga con amargura.

Comprendiendo que mi cuerpo no es del todo como el de una mujer, que será lo que más desee.

Ahora, la otra posibilidad. Si puedo volver a la vida masculina, si me es en conjunto agradable como tal forma de vida, entonces seré un varón hetero feminófilo.

Que puede separar su vida profesional, familiar, social, de su pasión, como puede separarla de su amor a la música, por ejemplo.

Cinco días trabajando, en un trabajo muy masculino, que además, me guste, y el viernes, por ejemplo, tocando la batería.

Y el sábado por la tarde, ensayando.

¿No hay fans, fanáticos de la belleza, que idolatran la belleza?

Pues yo seré una fan, que tiene pósters de mis ídolos en mi cuarto.

¿No llega a ser la identidad de las fans la imagen de sus ídolos?

Pues mi identidad será la imagen de la mujer que vibra en mi imaginación en cada momento.

Mi identidad es mi deseo.

Cuando mi deseo cese yo puedo volver a mi identidad masculina, con la normalidad y lo corriente de cualquier vida masculina.

Otros pensamientos llegan a la imaginación de las personas feminófilas:

Me interesan los deportes. Encuentro buena la afición por los deportes, porque descansa la imaginación.

Me compro un diario de deportes y encuentro conversación con los amigos.

Si te deja un margen de masculinidad bastante amplio, placentero, serás un varón hetero feminófilo. Si no te lo deja, si el interés por la vida de mujer o la pasión por la mujer, según cada persona (interés o pasión) es lo único que te alegra y llena tu vida, serás transexual feminófila.

Kathy Dee, que escribió una autobiografía muy valiosa, cuenta que una amiga suya, transexual, operada, se pasaba horas y horas bañándose, mirando su cuerpo de piel muy blanca, en el agua transparente.

Pienso yo que la mujer con la que soñaba estaba ya allí, y no dejaba de estarlo, una vez que se levantaba y salía del baño, iba con ella, se vestía con ella, andaba con ella con sus movimientos conscientes de mujer.

La estructura de este sentimiento era dual: yo que miro y lo que miro, mi feminidad. En las mujeres heteras o lesbianas, este sentimiento es más sencillo, es sólo yo que miro.

Por eso, para los feminófilos que pueden salir del deseo y volver a su identidad masculina, todo equivale a una mujer con la que sueñan y que acercan a sí hasta el punto de expresarla con su cuerpo, que se convierte en la materia con la que un artista hace su arte.

Pueden tener incluso una identidad masculina heterosexual. Pueden hacer una vida masculina heterosexual, casarse con una mujer, amarla y desearla, tener hijos.

Sólo su sueño, su arte, es la feminofilia. Pueden dedicarle un tiempo y no otro, y en ambos se sienten a gusto. Pueden trabajar en la impersonación de mujeres y, al terminar, como vi una vez en un documental australiano, pueden volver a vestir de hombres con naturalidad. El artista de cabaret del que trataba el documental, a veces llegaba al cabaret con su hijo de unos diez años y, al terminar su actuación, con su camisa y su pantalón claros, volvía con él, andando por el paseo marítimo como cualquier padre con su hijo.

Algunos sentimientos son muy fuertes. Hay quienes han experimentado esto:

Mi padre maltrataba a mi madre y me maltrataba a mí; por eso yo no puedo querer ser como mi padre.

Los varones no representan nada para mí. No quiero a ninguno.

Si tuviese que vivir entre varones y como varón, me llegaría una tristeza muy gris. Por eso me refugio entre mujeres, como me refugiaba en mi madre.

Yo quiero vivir en un mundo de mujeres. No sé cómo todas las mujeres no aman a las mujeres.


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