Kim Pérez
Este tercer estudio se inserta
junto a los dos anteriores, sobre mi experiencia transexual intersex y la
experiencia feminizante, a la vez que se diferencia de ellos en que tienen
probablemente una base más biológica, mientras que la feminofilia es más
afectiva o psicológica por su origen.
Aventuro que nace de una
dificultad o carencia de afectos masculinos, en personas XY heterosexuales, que causa la necesidad de sustituir en todo o en parte
una autoimagen corporal masculina por una autoimagen corporal femenina.
Es como si quien siente esta
experiencia se dijera: “Yo no puedo amar más que a la mujer; por tanto, si
quiero aceptarme a mí mismo tiene que ser con la imagen de una mujer. Puedo
aceptar ser como soy, masculino, hetero, pero no tengo sentimientos
androafectivos, la imagen de un varón no existe para mí y en cambio la imagen
de una mujer me resulta un refugio, me tranquiliza o me excita y quisiera verla ante mí a cada
momento, incluso en mí, al ver-me, al mirar-me en el espejo, al aparecer mi
imagen personal ante mis ojos”.
En las otras circunstancias, que
son la mayoría, en las personas XY existe una fuerte homosentimentalidad que es
la condición que permite la heterosexualidad.
En sus primeros años, el niño
desarrolla una afectividad dirigida a su madre, que es sin embargo diferente, y
a quienes le son más afines en aficiones, reacciones, perspectivas: el padre y
los otros niños.
Así se forma un “los niños con
los niños y las niñas con las niñas” que permite el aprendizaje de la vida de
varón y el orgullo por emular a quienes sirven de ejemplo, los varones mayores.
A la vez, las niñas son vistas
con asombro también como diferentes. Extraña su manera de ser y no es necesario
convivir con ellas. Por tanto, se forma una identidad social masculina, que
alcanza su máxima intensidad en la preadolescencia, en las pandillas de chicos
varones.
Inmediatamente después, en la
pubertad, cambia el equilibrio hormonal y empieza la fascinación sexual por las
mujeres.
Pero está también muy formada una
afectividad intermasculina y esa fascinación no se convierte en deseo de fusión
con los nuevos seres amados, tan absorbentes; la admiración tiende a la
imitación en otros terrenos, pero ahora
puede ponerse en ellas toda la atención, la admiración por su gracia, su
corporalidad, su manera de ser, sin querer ser como ellas.
Por eso, la homoafectividad u
homosentimentalidad intermasculina es la condición que permite la heterosexualidad.
Cuando falta la homoafectividad u
homosentimentalidad surge el deseo de fusión con la imagen de la mujer.
Esa falta puede ser parcial o
total. En la mayoría, es sólo algo lateral, insistente pero que ni siquiera
abarca toda la sexualidad. Se basa en una homosentimentalidad ligera, pero
suficiente en la práctica. Se sabe que la admiración por la mujer, el deseo por
la mujer, la práctica hetera son compatibles con un sueño ocasional que puede
ser mantenido en silencio; a la vez, en los espacios no sexualizados de la
existencia, trabajo, sociedad, relaciones familiares, se existe con naturalidad
e incluso con alivio, olvidándose temporalmente de ese sueño.
Es posible entonces reconocer la
fuerza de la propia heterosexualidad, sin más que alguna preocupación por cómo
vivir en la práctica ese sueño. Lo más frecuente es que dé lugar a
travestimientos en la soledad, o al empleo de alguna prenda aislada como
símbolo de todo lo que se siente, o a la declaración de toda la complejidad
personal ante la mujer a la que se ama profundamente y con quien se desea
compartir toda la vida, y acaso ante la posibilidad de compartir complejidades
afectivas con ella…
Hay por tanto una
heterosexualidad feminófila que puede ser plena.
Cuando el vacío de
homosentimentalidad es más total, puede llegarse a la transexualidad
feminófila.
Puede ser natural, poco
dramático. Basta la relativa lejanía del padre o la relativa distancia de los compañeros, sobre todo de los “amigos del
alma”, que pueden encontrarse o no. Depende también de la afectividad del niño,
que puede verse muy frustrado por sus deseos de cariño y por lo poco que encuentre.
O por sus dificultades de comunicación, procedentes quizá de su misma mayor inteligencia
que la media de su ambiente, de su sensibilidad, de su capacidad de introspección…
A veces, el vacío de
homoafectividad puede venir de razones más fuertes. Un acoso escolar, a veces inconsciente
pero criminal, por las mismas causas que acabo de exponer, o un padre
maltratador de la madre e incluso del niño, que le obliga a buscar refugio en
la madre, o en alguna otra mujer mayor, o en alguna compañera, sin poder
encontrarlo en otros varones.
Entonces puede surgir la
transexualidad, como decía antes, por razones sólo psicológicas, sin
intervención de otras causas biológicas.
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Unas palabras sobre el nombre
feminofilia, que me parece surgido en el medio lingüistico de la lengua
española, porque no veo su existencia en los medios de la lengua inglesa o la francesa.
Señala lo fundamental de lo que estoy diciendo, porque se refiere al amor a la
mujer.
En cambio, el primero que se ha
empleado, travestismo, desde magnus Hirschfeld, señala sólo uno de sus efectos,
y al no pensarse en su causa, queda inexplicado, como una fuente de placer que
no se entiende, y clasificado con el término paraguas de parafilia; al no entender
el profundo carácter adaptativo, compensatorio, de este símbolo, queda descrito
como un trastorno.
En realidad, hay que entenderlo
en toda su profunda realidad; se puede percibir entonces su intensa estética,
su seriedad existencial, una más de las maneras en que los seres humanos nos
adaptamos a la diversidad de situaciones ambientales.
Una persona feminófila está
diciendo: “Mirad lo que sueño, que es mi manera propia de ser feliz”.
En el caso de la transexualidad
feminófila, la primera descripción que la ha identificado ha sido el término “autoginefilia”,
creado por el psicólogo canadiense Ray Blanchard y aceptado por la transexual
Anne Lawrence, que ha sido reconocida por la WPATH, o asociación médica
especializada en la transexualidad. Autoginefilia viene a significar lo mismo
que feminofilia, pero en el desarrollo estudioso y público de esta noción se llegó
sólo a ver la relación de este sentimiento con la segunda parte de esta
secuencia, el placer, desconociéndose la primera, el vacío de identidad, con lo
que en la práctica el término autoginefilia ha quedado demasiado asociado a un
entendimiento de esta transexualidad como condicionamiento del placer.
No es extraño que la mayoría de
las personas transexuales feminófilas no se hayan visto reconocidas en toda su
complejidad por este término, lo que lleva a la extensión de la forma
alternativa de feminofilia.
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Hay algo de diálogo entre el yo
deseante y el yo deseado. Este diálogo presupone una dualidad real entre la
persona feminófila y su imagen femenina.
Esta dualidad, a veces, genera una
doble identidad, estructurada en tiempos: unos de identidad masculina y otros
de identidad femenina, una alternancia entra ambas experiencias. La persona
feminófila puede usar nombres
alternativos, pasando de un momento a otro, de un nombre a otro, de una
identidad a otra.
También cuando el vacío de lo
masculino puede ser total, la persona
llega a una identidad única femenina y abarcadora de toda su realidad. En este
caso, la nueva identidad se hace permanente y se llega a un cambio de identidad
social e incluso a una reasignación genital.
En
ambos casos, me gusta la palabra travesti, la primera que encontré, y sus
connotaciones en América Latina, como desafiante, valiente, insumisa a la
opresión…
Ante
ella, ante sus imágenes, que pueden incluir a la travesti afeitándose, o
enfrentándose con una vida marginal, o gozando de su desafío al mundo con tal
de vivir como desea, se siente el temblor luminoso de la vida.
Hay
precisamente una fuerza intersexual, hermosa, en este desafío. La he visto
cuando supe que algunas travestis del Ecuador tomaron la costumbre de hacer una
cruz con el dedo en el suelo, al salir de su alojamiento, pidiendo sólo no
tener miedo a que las maten; no ya que
no las maten.
¿No
es necesario vivir la experiencia del travestimiento o la transexualidad
poniendo en peligro la propia vida?
¿No
es una señal de la seriedad, de la profundidad de esta experiencia?
¿No
se siente en todo su esplendor cuando se pasa la mano sobre una mejilla
maquillada pero algo pinchuda por la barba?
¿O
cuando se oye una voz profunda sobre un cuerpo redondeado por las turgencias de
las prótesis?
El
horror de la miseria en la que hay que vivir con frecuencia dada la
marginalidad social, el poder destructivo de las drogas, el acecho de la
corrupción policial, la esclavitud de los sicarios, el dolor de un día a día
sin poder escaparse, la rutina de una prostitución con varones cuando se ama a
las mujeres, no disminuyen sino que exaltan la grandeza de esta fidelidad a los
propios sentimientos, la necesidad de adaptación personal o de superación de
las circunstancias que cada cual encuentra.
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La
feminofilia se puede dar también en la intersexualidad conductual o cerebral,
en la que la heterosexualidad aparece atenuada, porque lo sé por mi propia
experiencia.
Desde
los cuatro o los cinco años empecé a sentir la experiencia de mi inadecuación
con la masculinidad plena y después de la pubertad aparecieron sentimientos
feminófilos muy intensos, que fueron los que, de hecho, me llevaron a la salida
en sentido transgenérico.
Por
otra parte, mi intersexualidad necesitaba expresarse como tal, pero la cultura
ambiente, completamente binaria, no me dejaba ver esta salida personal. Sentía
la feminofilia como fascinación, pero personalmente poco adecuada.
Mi
necesidad era expresar que soy intersex y que rechazo la genitalidad masculina,
pero esto es distinto del centro de la feminofilia, que es la fusión con la
imagen de la mujer en el espejo, imagen relacionada con el atractivo de la
mujer, en corporalidad, en ropas, en género social.
Cuando tuve ocasión de desbloquear mi
evolución, de pasar de la fantasía a la práctica, la feminofilia se desvaneció
por sí misma.
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Sin
embargo, la experiencia personal de la feminofilia, me ha hecho comprender una
experiencia que es también muy frecuente entre las personas feminófilas.
Como
la aspiración más alta es una fusión con la imagen de la mujer, puede que se
establezca este razonamiento: “Si voy a ser mujer tienen que atraerme los
hombres”.
Entonces
empieza un intento, que en mí ha durado casi toda mi vida, en el que el hombre
aparece como la gran esperanza de confirmación de que hemos conseguido la
fusión.
Pero
recuérdese que nuestra verdad es que somos más o menos heterosexuales. Es
posible acercarse a nuestro deseo sólo si descubrimos nuestra afectividad,
nuestra afinidad hacia algunos hombres, que puede ser muy intensa, y si la
confundimos con el deseo sexual.
Es
necesario organizar nuestra afectividad con arreglo a nuestra realidad: si
nuestras relaciones con los hombres son homosentimentales, homoafectivas,
darles este nombre; si nuestras relaciones con la mujer son de la clase de
refugio, o consuelo, o compensación ante la falta de afecto masculino, aceptar
con naturalidad que nuestra propia imagen necesita ser parecida a la de una
mujer.
El
modelo de las travestis de América Latina me parece muy útil; pueden ser
transvestistas, transgenéricas o transexuales;
ginesexuales o androsexuales; pero de hecho aceptan que tienen una
biología masculina y una configuración femenina; juegan con ambos elementos;
los viven con naturalidad.
Y
con belleza y dignidad. Tengo guardada la imagen de un muchacho con el cabello
largo, un cuerpo musculoso, sin arreglo alguno, y que avanza con decisión
envuelto en un vestido de tirantes anchos, sucio como si fuera una camiseta.
También esta imagen me habla de la bivalencia o la ambigüedad que hay en la
vida feminófila. También este muchacho me enternece.
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En
la medida en que la feminofilia permite muchas veces una vida integrada en lo
social y laboral, y queda como práctica en la intimidad, los feminófilos no
suelen necesitar de orientación psicológica o médica, lo que impide decir hasta
qué punto está extendida. Sólo se puede intuir que es muy frecuente, e imaginar
que alcanza cifras como el diez por ciento de la población y aun mayores.
En
el caso de la transexualidad feminófila, en la que se decide una identidad
social femenina permanente, siendo las cifras totales mucho más pequeñas, se
habla de que las transexuales ginesexuales, o amantes de la mujer, pueden ser
más numerosas que las transexuales androsexuales.
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Intentaré
rehacer aquí los sentimientos feminófilos:
Feminofilia
es mirar a una mujer y desear ser ella. Las barreras se desvanecen. Yo soy lo
que deseo.
Quiero
que su ropa sea la mía, para poder ser ella. La ropa es la persona.
Quiero
ser esa persona. Tan hermosa como ella.
Quiero
abandonar la grisedad y la tristeza de mi vida masculina. Quiero compartir esa
vida de hermosura.
Es
encantador vivir una existencia centrada en la belleza.
La
miro durante horas. La admiro. Acepto cada molécula de su ser. Cada actitud,
cada gesto. Quiero que sean los míos. La imito, sin darme cuenta. Y cuando me
doy cuenta, sigo imitándola.
Casi
éxtasis.
Otras
personas trans, yo no tanto, en mi caso, hablarían también de esto:
Les
atraía desde la niñez la vida de las niñas. Tener sus muñecas, su ropa, sus
cabellos. Ser como ellas.
Que
todos puedan ver en mí lo que yo amo. Que me vean tal como quisiera ser.
Que
cada minuto de mi vida haya sido un minuto de una vida de niña, valorada,
protegida, cuidada.
Encantadora.
Una
parte de esa maravilla que es la vida de mujer.
Si
este sentimiento va acompañado por el desinterés por la vida masculina, si la
vida masculina es para mí gris y fea, para mí, y triste, sin las ventajas que
encuentran los hombres, ni sus alegrías, entonces mi esperanza es la
feminofilia.
Centrada
únicamente en compartir la vida de las mujeres, aunque me pueden gustar también
más o menos los hombres. Una cosa es ser y otra gustar. Sin desear llegar a una
vida masculina, aunque pueden gustarme los hombres, incluso de hecho, sin
pensarlo.
No
será sólo que me impresionen más o menos las mujeres. Será también que no pueda
adoptar una identidad masculina.
Puede
ser incluso que sienta rechazo por los órganos masculinos. Que al tomar una
ducha procure no mirarlos.
O
no tocarlos. Puede ser que la intensidad del deseo me lleve a masturbarme, pero
puede ser también que lo haga con amargura.
Comprendiendo
que mi cuerpo no es del todo como el de una mujer, que será lo que más desee.
Ahora,
la otra posibilidad. Si puedo volver a la vida masculina, si me es en conjunto
agradable como tal forma de vida, entonces seré un varón hetero feminófilo.
Que
puede separar su vida profesional, familiar, social, de su pasión, como puede
separarla de su amor a la música, por ejemplo.
Cinco
días trabajando, en un trabajo muy masculino, que además, me guste, y el
viernes, por ejemplo, tocando la batería.
Y
el sábado por la tarde, ensayando.
¿No
hay fans, fanáticos de la belleza, que idolatran la belleza?
Pues
yo seré una fan, que tiene pósters de mis ídolos en mi cuarto.
¿No
llega a ser la identidad de las fans la imagen de sus ídolos?
Pues
mi identidad será la imagen de la mujer que vibra en mi imaginación en cada
momento.
Mi
identidad es mi deseo.
Cuando
mi deseo cese yo puedo volver a mi identidad masculina, con la normalidad y lo
corriente de cualquier vida masculina.
Otros
pensamientos llegan a la imaginación de las personas feminófilas:
Me
interesan los deportes. Encuentro buena la afición por los deportes, porque
descansa la imaginación.
Me
compro un diario de deportes y encuentro conversación con los amigos.
Si
te deja un margen de masculinidad bastante amplio, placentero, serás un varón
hetero feminófilo. Si no te lo deja, si el interés por la vida de mujer o la
pasión por la mujer, según cada persona (interés o pasión) es lo único que te
alegra y llena tu vida, serás transexual feminófila.
Kathy
Dee, que escribió una autobiografía muy valiosa, cuenta que una amiga suya, transexual,
operada, se pasaba horas y horas bañándose, mirando su cuerpo de piel muy
blanca, en el agua transparente.
Pienso
yo que la mujer con la que soñaba estaba ya allí, y no dejaba de estarlo, una
vez que se levantaba y salía del baño, iba con ella, se vestía con ella, andaba
con ella con sus movimientos conscientes de mujer.
La
estructura de este sentimiento era dual: yo que miro y lo que miro, mi
feminidad. En las mujeres heteras o lesbianas, este sentimiento es más
sencillo, es sólo yo que miro.
Por
eso, para los feminófilos que pueden salir del deseo y volver a su identidad
masculina, todo equivale a una mujer con la que sueñan y que acercan a sí hasta
el punto de expresarla con su cuerpo, que se convierte en la materia con la que
un artista hace su arte.
Pueden
tener incluso una identidad masculina heterosexual. Pueden hacer una vida
masculina heterosexual, casarse con una mujer, amarla y desearla, tener hijos.
Sólo
su sueño, su arte, es la feminofilia. Pueden dedicarle un tiempo y no otro, y
en ambos se sienten a gusto. Pueden trabajar en la impersonación de mujeres y,
al terminar, como vi una vez en un documental australiano, pueden volver a
vestir de hombres con naturalidad. El artista de cabaret del que trataba el
documental, a veces llegaba al cabaret con su hijo de unos diez años y, al
terminar su actuación, con su camisa y su pantalón claros, volvía con él,
andando por el paseo marítimo como cualquier padre con su hijo.
Algunos
sentimientos son muy fuertes. Hay quienes han experimentado esto:
Mi
padre maltrataba a mi madre y me maltrataba a mí; por eso yo no puedo querer
ser como mi padre.
Los
varones no representan nada para mí. No quiero a ninguno.
Si
tuviese que vivir entre varones y como varón, me llegaría una tristeza muy
gris. Por eso me refugio entre mujeres, como me refugiaba en mi madre.
Yo
quiero vivir en un mundo de mujeres. No sé cómo todas las mujeres no aman a las
mujeres.
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