jueves, 30 de julio de 2015

DOS SEXOS


Kim Pérez

Quiero decir dos “secciones sociales” (sección debe tener que ver con sec-so, corte, separación) Los imagino como dos inmensos bloques o continentes, dos masas continentales llanas, grises, como separadas por una radical fisura, por el corte en sí, al que dan sus orillas tajadas, como acantilados.

Mujeres a un lado de la fisura, hombres al otro. Dos naturalezas, dos culturas, mutuamente extraterrestres. Necesitadas de largas explicaciones para intentar entenderse y, en la práctica, consiguiéndolo sólo en parte.

Desde luego no soy solo yo quien los ve así. Es una propiedad de la vida en este planeta. Hasta las palmeras tienen sexo. Unas, desparraman el polvo de su polen, todo alrededor, con el viento. Otras, reciben una pizca, se quedan preñadas y conciben un fruto.

Sólo que entre los humanos, con nuestra complejidad cerebral, con la conciencia, hay algunos que no sabemos dónde estamos, o estamos entre medias, en esa fisura, ese mar donde aparentemente no hay nada, pero hay alguien, o estamos en el sector que aparentemente no nos corresponde.

Voy a contar mi experiencia de los dos sectores, o segmentos, o secciones. Todos empezamos nuestra vida pegados al sector femenino, el de nuestra madre, que suele implicar a sus hermanas, sus amigas, nuestras abuelas, todas las mujeres que se sienten comprometidas con la parturienta y con la criatura desvalida que llora a gritos y sonríe, bien alimentada, bajo el sol. Su bebé. Casi ni bebito ni bebita.  

Después de esto, en unas familias hay más presencia de los hombres y en otras, menos.  Pero las familias de mujeres no feminizan a los niños ni las de hombres masculinizan a las niñas, el sexo de la persona viene desde dentro, de su propio cerebro, del primer órgano sexuado del ser humano, que tendrá conducta masculina o femenina según sea su cerebro, no sus genitales, ni menos su ambiente.

En mi familia, desde luego, había muchas mujeres. Primera, mi hermana, quince meses menor que yo y que por tanto nos habíamos criado juntos. Jugábamos juntos a juegos neutros y  conversábamos. En la siesta, cada cual en nuestro cuarto, nos llamábamos a voces “¡Hermanitooo…!” “¡Hermanitaaa…!” Me gustaba la sensación divertida y tierna de aquellas palabras, que eran de las que los lingüistas dicen que son tomas de contacto.

Para mí no había ninguna dificultad en ellas. Por eso digo que mi identidad básica es masculina y ése es un dato muy importante. Lo único que era  diferente era que yo sabía que me parecía a mi madre y estaba orgulloso de ello y que mi hermana se parecía a mi padre.

Vivíamos en Madrid, pero cuando veníamos a Granada, íbamos a Casa de la Abuela. Para mí, esos recuerdos están llenos del sol y la alegría del jardín. En él, mis jóvenes tías, tía Paloma y tía Lourdes, morena y rubia, iban a menudo a la tela metálica que separaba nuestra casa de la de al lado, la de Tía Blanca, y en ella conversaban con su prima Marian.

Todo eran nombres de mujeres y, como sucede en las sociedades de mujeres, los hombres aparecían como colaterales y algo extraños, aunque  muy queridos. En Casa de la  Abuela estaba nada más que el Abuelo, que llegaba a mediodía de su trabajo, con un periódico en la mano, y se sumía en su despacho para leerlo; por la tarde, se quedaba en su butaca, y le leía a la Abuela, ritmando su lectura con la mano, una de las novelas que compraba todas las semanas.

En ese ambiente, la llegada de vez en cuando del hermano de mi madre, tío Manolo, más bullicioso, yo la sentía como una intrusión y descansaba cuando volvía a irse. O sea, que yo habitaba sin dificultad y con gusto en el continente de las mujeres.  Aunque yo fuera un niño, me adaptaba temperamentalmente a aquella vida tranquila y luminosa.

No era un niño inquieto, necesitado  de acción y de movimiento. Esto significa que era masculino, pero poco masculino. Si lo hubiera sido más, hubiera sentido la necesidad de pegarme a cualquiera de los hombres más masculinos que había en mi vida, empezando por mi padre, con quien habría entrado enseguida en sinergias que le hubieran encantado, pero que no encontraba en mí.

 Me llama la atención, me asombra, es de las cosas que quienes están en el continente de las mujeres tienen que preguntar, ver cómo los niños más masculinos necesitan a su padre. Lo veo en mis sobrinillos nietos, de 5 y de 3 años, se pegan físicamente a su padre, necesitan compartir con él mil aventuras; quieren  a su madre con todo su corazón y a la vez tienen que alejarse de ella, porque no quieren jugar con ella. Su padre les dice, riendo, “somos los machos de la familia”, y ellos asumen con entusiasmo esta clasificación.  

Se puede prever que mi entrada en el continente de los hombres, tardía, con siete años, cuando en mayo hice la Primera Comunión con un grupo de niños (aunque en un colegio de niñas) y en octubre me escolaricé (en un colegio sólo de niños), sería traumática, y asi fue.

En el primero, le cogí aversión, nada más llegar, a dos niños, sin que me hicieran nada, cosa que me había pasado también con cinco años, en la playa (O sea, no fui víctima de nada, simplemente era incompatible con ellos) El último día se incorporaron otros dos, con quienes en seguida simpaticé, pero fue el último día.

En el colegio, no me acuerdo por qué, pero de hecho tuvo que llevarme una tarde o varias el Padre de la Paca (la portera), llorando y a rastras por la calle; y  como digo, tenía yo ya siete años. De ese primer curso, me acuerdo sólo de la aspereza masculina (“¡Déjame!”) con que me rechazó otro niño, cuando le pregunté por la muerte de su abuela, la noche antes; él tendría sólo ocho años, pero era ya duro e inhóspito como un adulto viril.

Tenía una foto de niños y niñas invitados a mi Primera Comunión y en ella había la imagen de una niña que era un poco parecida a mí, alta como yo, tímida como yo, un poco destartalada como yo. Creo que hubiera podido ser mi mejor amiga si hubiéramos compartido colegio. Nos habría gustado a lo mejor a los dos la Geografía, hubiéramos estudiado juntos muchas veces, porque los dos éramos serios, obedientes y estudiosos, y hubiéramos hablado mucho. Quizá hubiéramos soñado con el infinito frente a un atardecer en el que comenzaran a brillar las estrellas. Pero no tuve ocasión de tratarla.

Pocos años después, tuve la ocasión de ver cómo funcionan las cuestiones de las afinidades en relación con los dos sexos, los dos continentes. Tenía que irme con frecuencia a un cortijo que tenía mi padre, que era un lugar solitario y muy áspero para mí.

La familia del guarda tenía dos hijos de mi edad, ya casi adolescentes, una niña y un niño. Cuando íbamos, me gustaba quedarme en la tranquilidad de la casa y también de manera natural encontraba la compañía de la niña, que me enseñó a aprovechar los recursos del campo, pues hacíamos mulicos, con un par de bellotas, todavía verdes, y unos palillos de dientes clavados en ellas para hacer las patas, el cuello y hasta las orejas, lo que me encantaba; también hacíamos cortijicos, encima de una rasilla o ladrillo fino, con paredes de barro, un gran corral delantero, las vìgas también de palillos de dientes, con un techo de barro encima…

Si yo hubiera tenido otro temperamento, hubiera sido  muy fácil para mí salir con el niño, desde el fresco de la mañana, y perdernos por el campo, enseñándome él a tirar piedras con honda,  o simplemente con la mano, pero con la tremenda fuerza que era posible, a lo que nunca aprendí, o a hacer flautas con una caña seca, a la que le hacía los agujeros con un hierro al rojo, o a trepar por los árboles, o a...

Pero no me fui. Tuve la oportunidad de pasar de un paso al continente masculino y no lo di. Y me alegro de no haberlo intentado, porque sé que todo lo que he dicho, atractivo para los niños masculinos y para las niñas masculinas, no era atractivo para mí, no se me ajustaba. Yo prefería mil veces quedarme leyendo en la intimidad de las escaleras de la casa y soñando con aquellos mundos…

Después, mucho más tarde, me decidí a pasar definitivamente al continente de la mujer. Tomada esa decisión, fui una tarde de verano a Cogam, asociación gay de Madrid, para preguntarles por asociaciones de transexuales.

Me recibieron quienes estaban de guardia, dos muchachos y un hombre maduro, de barba y cabellos grises. Eran los primeros gays que trataba en mi vida. Me impresionó ver la naturalidad con que, en la conversación, se tomaban de los brazos con unas ligeras caricias y cómo se despedían dándose un pico en los labios.

Nada que ver con las prevenciones que se ven obligados en nuestra cultura a usar los heteros, celosos de su heterosexualidad,  el conato de acariciarse dándose puñetacitos, o peor, las enérgicas palmadas en la espalda, tendentes a evitar un abrazo sincero y profundo. Pensé que si en mi colegio de niños hubiera habido un gay, mi vida hubiera sido de otra forma. No hubiera sido gay, porque rechazo el cuerpo masculino, incluso en mí, pero me hubiera sentido acompañado en la profunda afinidad que desde entonces siento entre los gays y yo.

 Ya viviendo como trans, me encontré con una amiga que me hizo comprender la intensidad de la feminidad de muchas trans, además de una alegría, una capacidad de movimiento y de amistades que puedo comparar con las ventanas abiertas en primavera o verano y que han sido lo mejor de mi vida.

Mi amiga adoraba a su madre; vivía bajo el modelo de su hermana mayor; había jugado, en su niñez, con niñas y había sido la líder de su pandilla; había llorado y rabiado y se había negado a llevar traje de marinero en su Primera Comunión, queriendo vestir como sus amigas; se había enamorado luego, durante años, de un compañero de clase; había decidido vivir como mujer y había conseguido el respeto general de todo su pueblo; trabajaba como peluquera, completamente insertada en el ambiente de sus clientas, a quienes escuchaba y aconsejaba; llegué a su casa un día de su santo, con la cama llena de regalos; y por entonces, andaba con dos propósitos: operarse y encontrar un marido.

Uno de los primeros días en que nos conocimos, fui al hostal en que se alojaba con una querida amiga suya, que no era trans, y una prima que lo era, y compartí con ellas una sesión de espejo y maquillaje, uno de esos momentos femeninos  heteros que preceden a salir a la calle a ligar y bailar y sonreír y conquistar, que me resultaba completamente ajena.

O sea, hay historias de trans mujeres y de trans ambiguas.  La historia de mi amiga es la de una mujer femenina, que vive desde siempre como mujer, habla como mujer, gesticula como mujer, se arregla como mujer, coquetea como mujer, ríe como mujer y sobre todo empatiza con otras mujeres y puede hablar de los temas de conversación de mujeres casadas y con hijos.  Yo, al lado de ella, soy un palo, que no por casualidad me parezco mucho a la protagonista de “Transparent”, que es a fin de cuentas un actor. Pero he aprendido a valorarme tal como soy.

Saco en conclusión que es verdad que existen los dos continentes. Se puede demostrar como cuestión estadística. Hay una mayoría de seres humanos que se sienten a gusto en uno u otro. Podemos decir, en términos matemáticos, que sus llanuras están presididas por sendos atractores estadísticos, realidades invisibles, que atraen hacia sí a los seres humanos.

Quienes son atraídos lo son con más o menos fuerza. Algunos están muy cerca del atractor, otros más lejos, pero bajo su acción. Hay hombres muy masculinos, tipo Schwarzenegger, otros normales, otros poco masculinos, otros casi nada masculinos, pero lo mínimo para poder decir con gusto “soy hombre”… Lo que es interesante es que algunos de los habitantes de este continente nacieron con cuerpo de mujer.

En el continente femenino, pasa lo mismo. Hay mujeres muy femeninas, que siguen el modelo de quienes, casi siempre anónimas, viven para su casa, sus hijos y su marido, y con toda felicidad, porque es lo que quieren, y otras más normales, que por ejemplo estudian para tener una independencia, otras poco femeninas, otras casi nada, lo justo para considerarse mujeres… También la amiga que digo es habitante de este continente y de las más femeninas.

Las dos inmensas mayorías están a gusto en los dos continentes y parece que ya no hay más que hablar.

Pero estamos una minoría, no sé si grande o pequeña, que no estamos a gusto en ninguno de los dos. Parece que lo de la fisura infranqueable no es real.

Andemos por la orilla de uno u otro. Parece que hay un lugar, remoto, en el que hay una tierra que sirve de transición entre uno y otro. Las personas que vivimos en ella, sentimos la atracción remota de los dos atractores estadísticos. Es remota, o sea que no es muy fuerte la del uno ni la del otro. Quizá uno más que el otro o quizás con la misma intensidad.


Estamos hablando de estadísticas. Sería muy interesante hacer la de cada uno de los conjuntos humanos de los que estamos hablando, con muestras suficientemente grandes. A partir de esta estadística, sería posible hablar con realismo de los sexos.

1 comentario:

Clara Sánchez dijo...

Los continentes femenino y masculino se tocan en más de una costa. Incluso llegan a construir zonas difíciles de diferenciar. Tal vez por debilidades de salud, quizás por privilegiar un comportamiento más pasivo y reflexivo, fui privilegiando, igual que tú, los momentos de soledad, de lectura, de pensamiento y de fantasia. A pesar de que había juegos masculinos en mi niñez, estaba muy muy cómodo entre las mujeres. A los 11 años vino a mí una culotte les de mamá. Verme al espejo con esa prenda, rompió mi cabeza. A la culotte le siguieron luego las panty, las polleras, los corpiños y los tacones. Por primera vez el espejo me devolvía un aspecto que me agradaba. La verguenza, el pudor y el miedo me llevaron a ocultar ese impulso. Sin embargo se había abierto una compuerta que nunca más se cerró y que de manera intermitente volvió a arrastrarme. Cuanto entiendo tu post. Perdón si mi comentario fue inapropiado. Me dejé llevar por el impulso y esos hermosos recuerdos. claraamor261@hotmail.com