Llamo
hipoandrogenia a la menor impregnación de andrógenos en el cerebro durante la
edad prenatal, tanto en personas XY como en personas XX (o sus variaciones)
La
principal consecuencia de la hipoandrogenia en mi manera de ser ha sido hacerme
capaz de una intensa vida interior y dificultarme mucho la vida exterior de las
relaciones humanas.
He
sido una persona muy solitaria y por tanto relativamente asexual; pero he
tenido siempre el ansia de compañía y sólo la he conseguido a partir de mi
transición, con cincuenta años, y no en el ámbito de la sexualidad, sino en el
de la amistad.
Todo
ello parece que viene favorecido por la falta de androgenación cerebral en el
primer mes o los dos primeros meses de mi vida prenatal, causada por el
estrógeno que tuvo que tomar mi madre para poder gestarme; luego se superpuso
una androgenación suficiente, a medida que se fue diluyendo la presencia del estrógeno,
pero deduzco que algunas estructuras fundamentales se quedaron en estado
femenino y las posteriores, más superficiales, alcanzaron niveles masculinos
pero insuficientes.
En
consecuencia, me parezco a “Jim”, el chico a que se refieren Moir y Jessel en
su libro de divulgación, “El sexo en el cerebro”. Soy como él muy introvertido,
hasta el punto de que la introversión es lo que caracteriza mi manera de ser;
un rasgo tan definido, que si tuviera que definirme con una palabra, sería con
ésta, introvertido. También he sido tímido,
torpe en el trato social, inseguro, gris, hasta que he ido conociendo
las situaciones por experiencia.
Todo
esto es anterior a mi sexuación mental, más básico, común a hombres y mujeres,
pero más definidor, hasta el punto de que, antes de decir “soy hombre” o “soy
mujer”, debería decirse “soy introvertido” o “soy extravertida”.
Los
dos recuerdos que se me vienen a la cabeza, para mostrar mi manera de ser, son
éstos:
Con
unos diez años, mi hermana y yo solíamos visitar con Lein, nuestra “abuela”
alemana, a sus amistades alemanas en Granada. Íbamos más frecuentemente a la
casa de un ingeniero que tenía un carmen encantador en el Albaicín (en Granada,
las villas tradicionales se llaman cármenes), en cuyo jardín había un espacio
para gallinas, patos y quizá conejos.
La
familia estaba compuesta por el matrimonio y tres hijas, de quienes la menor
era de nuestra edad. Cuando pienso ahora en ella, creo que hubiéramos podido
hacer fácilmente amistad, si hubiéramos compartido colegio (entonces,
imposible) porque era también tímida, bien educada, agradable, con unas trenzas
simpáticas, a la vez que alta como yo.
Sin
embargo, mientras mi hermana y ella se quedaban en el jardín, yo me iba con
Lein y la señora de la casa a la sala de estar, me dirigía inmediatamente a un
anaquel que había en uno de los extremos, bajo unas estanterías, donde había
libros, tomaba cualquiera, y me iba al confortable sofá del otro extremo, a
leer, en tanto que Lein y la señora hablaban de sus cosas.
Mi
vida era leer, hasta el punto que había agotado los numerosos libros que había
en casa de mis abuelos, de cuando mi madre y mis tías y tíos eran niños, y
ansiaba encontrar lecturas nuevas. Sé que mi principal sentimiento, ante ellas,
era la curiosidad y también el sentirme imaginativamente en ambientes que me
fascinaban.
Leía
a todas horas, cuando tuviera tiempo. Cuando estaba en casa de mi abuela, leía
también durante mis comidas en solitario, como único niño. En vacaciones,
durante las mañanas, las tardes y las noches. Me iba a la cama con un libro
sobre las sábanas. No tenía amigos y mis compañeros de juego eran casuales.
El
otro recuerdo que quiero mencionar hace ver mi capacidad contemplativa.
En
Almuñécar era el primero de la familia en levantarme, hacia las siete. Salía al
porche para ver el mar.
Tengo
en la memoria, enseguida, su horizontalidad azul y el sol sobre él, a la
izquierda. Poco después, por ese lado, llegaba por la playa un tropel de cabras
y el cabrero, que venía para ordeñar a una en cada casa. Las paredes blancas de
éstas se alegraban con las altas matas de geranios rojos del Mediterráneo.
El
mar era para mí la perfección. El rumor de las pequeñas olas me acompañaba, como si fuera la naturaleza conversando
conmigo. Y el particular aroma de su humedad en las casas.
Una
tarde, echado para dormir la siesta, el juego de la luz tras los postigos
metálicos medio cerrados, con sus ranuras geométricas, produjo de pronto un
efecto de cámara oscura sobre la pared como pantalla, viéndose en color, como
sombras claras, las figuras invertidas de algunas personas que pasaban por
delante de la casa.
Con
estos dos recuerdos quiero señalar algunos efectos beneficiosos que la
hipoandrogenia puso en mí: el ansia de saber y la capacidad de contemplar.
Son
la base de la ciencia y del arte. Por tanto, son evolutivamente interesantes en
la medida en que aumentan la conciencia humana del sí interno y de la realidad
externa.
En
mí disminuyeron o anularon la capacidad de procreación; la relación con otras
personas, mediante la extraversión, quedó precarizada; no he sabido
suficientemente abrazar, ni besar, ni reír juntos; creo que doy la impresión de
una persona amable, incluso cálida, pero en el fondo, bloqueada, incomunicada. Lo
veo en otras personas, que dan y reciben cariño a cada momento, con toda
naturalidad.
Hubiera
querido compartir con alguien mis lecturas y mis imágenes, y que a la vez fuera
más experto en la vida, más existencial que yo; creí hallarlo, pero se
desvaneció. No he deseado tampoco corporalmente a nadie, de la manera estable,
ansiándola obsesivamente, pensando a todas horas en ella o él, que es la pasión
del amor.
He
perdido mucho, sin duda, y lo que tengo, que es específicamente humano, el pensamiento, es compatible en muchas personas
con la ex –istencia extra –vertida, que
incluso lo alimenta con pasiones y experiencias.
Hay
que aceptar la realidad de las privaciones. Hay quienes reciben un destino más
pleno y quienes, hagamos lo que hagamos, lo recibimos más limitado. Pero puedo
agradecer la intensidad de mi introversión, porque, naturalmente, está en
relación inversa con la extraversión; más extraversión, menos introversión.
Hay
personas incluso más introvertidas que yo, como los místicos, capaces de tal concentración,
que llegan a un éxtasis, pero yo puedo agradecer mi manera de ser, a la vez que
lamento mis carencias. Lo uno con lo otro.