Kim Pérez
Kim Pérez
PREÁMBULO
Empecé a existir en junio de
1940, gracias al estradiol, el primer estrógeno sintético puesto a la venta. Mi
vida ha ido en paralelo con la liberación trans, el breve tiempo más nuevo y
solemne para nosotres, después de
milenios de amarguísima represión.
Hacia mis cinco años (1946)
empecé a identificarme en unas cosas con mi madre y en otras con mi padre, y
hacia los diez años (1951 o 1952) empecé a darme cuenta de que no me adaptaba a
los niños de mi edad, y un día pensé con tristeza que, si hubiera nacido niña, sería
más feliz. En la pubertad, dos o tres años después, desarrollé lo que hoy se
llama feminofilia y empecé a rechazar los genitales masculinos.
Magnus Hirschfeld había creado el
término travestido en 1910, y
transexualismo en 1923, diecisiete años antes de mi llegada a esta vida, y en 1949,
yo con ocho años, David Oliver Cauldwell empezó a difundir en los EEUU, el
término de transexual (murió en 1959, cuando yo tenía 18 años); la historia de
la transición de Christine Jorgensen, en 1952, yo con 11, fue decisiva. Yo no
me enteré. No tenía nombre para lo que sentía. Fui a la Biblioteca Municipal,
en los jardines del Genil, y busqué, en la inmensa Enciclopedia Espasa, términos
como homosexual” y “eunuco” y vi que no
ajustaban con lo que yo era.
En mi veintena, en 1964, empecé a
buscar en otros países algunas puertas abiertas. Fracasé en Francia, aunque
llegué al elegantísimo cabaret “Le Carrousel”, porque me asusté, y luego en
Suecia; pero conseguí el primer nombre, “travesti”, con acento francés en la i,
y mi primera referencia, Coccinelle, famosísima desde 1958. Luego, entre 1967 y
1968, trece meses, medio conseguí vivir a mi manera en Argelia, en un cerrado ambientillo
francoargelino, hetero, pero que me respetaba.
Pero yo vacilaba mucho porque,
como sé ahora, tampoco me ajustaba a la feminofilia, lo que me producía
variaciones periódicas muy fuertes entre una fase de fuerte sexualización y
otra fase asexual, y eso me impedía tomar decisiones. Volví a España y encontré
un puesto en la Universidad. En América,
tomaba sus decisiones mientras tanto Sylvia Rivera, puertorriqueña,
durmiendo en las calles de Nueva York, y en 1969 fue la principal de las
travestis que rompieron nuestra sumisión en Stonewall. Tampoco me enteré (pero
la saludé en Bolonia, en el Coloquio Transiti, en 2000)
Buscaba obsesivamente en las
librerías algún libro sobre lo que tanto me importaba y encontré algunos, que
eran mi único cordón umbilical. Encontré en ellos la palabra “transexual”,
referida a algunas de las que ya actuaban en algunos cabarets en España.Yo no
era capaz.
En 1971, me fui en vacaciones de
Navidad a Londres, y decidí quedarme allí, para vivir como yo quería. Pero fue
demasiado para mis dudas, y un par de meses después, decidí entrar en una fase
de autorrepresión, que duró veinte años, y que al final, sin más evasión que la
fantasía, por poco acaba con mi equilibrio mental.
En 1991, recién cumplidos los
cincuenta, me di cuenta de dos puntos de partida: “Sólo la realidad puede
salvarme” y “aunque el mundo se hunda”. Empecé a salir de la represión como
quien sale de un coma. Me di cuenta de que existían los teléfonos. Desde hacía
unos años, me parece que desde 1987, existía en Madrid Transexualia, donde tuve
a mis más queridas amigas trans, las primeras.
= = =
Desde entonces, amistad,
aventuras, mi segunda juventud, y activismo. Cuando entendí que mi fase de
alejamiento de mis deseos era asexual, superyoica (en términos freudianos), se
terminó mi oscilación periódica. La hormonación me hizo pasar al otro lado de
la feminofilia, y sin embargo seguí siendo transexual. Mi prioridad era
entenderme, y desde entonces lo ha sido, viendo mis diferencias con otras
transexuales.
Al entenderme, podía ser útil
para las transexuales que se me parecieran en dudas y vacilaciones.
No me atrevo a hablar de
transexuales masculinizantes. No tengo experiencia profunda más que de un amigo
querido y no es suficiente para generalizar. Por tanto, tengo que callar.
La primera clasificación que
intenté, hacia 1997, fue entre transexuales feminizantes por identificación con
la mujer y transexuales feminizantes por desidentificación con el hombre. Ya
intuía que no era suficiente. Apenas se divulgó.
Mientras tanto, Ray Blanchard, sexólogo
no transexual, en 1989 clasificó a las transexuales feminizantes por su
orientación, amantes de los hombres y no-amantes de los hombres, y creó para
las segundas el término de “autoginefilia” (amor de sí como mujer)- Anne
Lawrence, transexual, le siguió; es miembro de la WPATH o asociación de médicos
interesados, pero esta asociación no ha apoyado las ideas de Blanchard. Su clasificación
es útil en la práctica, pero parte del segundo nivel de la vida transexual, no
tiene en cuenta el primero, el previo, que son las cuestiones de identidad, y
al ignorarlas, la autoginefilia queda como una mera forma de placer, lo que es
doloroso para muchas personas transexuales.
Casi veinte años después de mi
primer intento de clasificación, entre muchas dudas, estoy llegando a una clasificación tripartita que
es la que presento aquí. La divido en dos formas condicionadas por una base biológica,
aunque decididas por la práctica biográfica, que serían la forma intersex y la
forma feminizante, y otra forma, de base biográfica, que sería la feminófila.
La forma intersex la describo por
mi experiencia personal, porque es la que conozco a fondo, como es natural; se
identifica por la conciencia de intersexualidad, distinta de la de feminidad o
masculinidad. Debe de haber infinitas formas de sentirse entre dos aguas, o
entre dos brisas, pero creo que todas deben de coìncidir en este resumen.
La forma feminizante es mucho más
definida como conciencia; es posible sentirse niña desde siempre, o más
parecida a las niñas que a los niños; es fácil también que se dé una represión
o autorrepresión muy tempranas; en la pubertad, la conciencia de feminidad puede
ser prioritaria o ceder la prioridad a la conciencia de orientación
androsexual, con fórmulas como “yo me siento mujer, pero no necesito vivir como
mujer”.
La forma feminófila me parece que
parte de la experiencia biográfica de la falta o rechazo total del modelo paterno y el refugio en el
modelo materno o femenino en general. En una de sus formas, es compatible con
una identidad social masculina y en otras da lugar a una transexualidad.
Es posible que haya transexuales
que no entran en estas tres clases; sigue habiendo mucho que descubrir en
nosotras mismas.
Pueden verser más estudios en
= = =
ANÁLISIS DE MI INTERSEXUACIÓN
PRENATAL
Ensayo
(Un
ensayo es una obra de pensamiento que no cubre los requisitos para ser una obra
científica, tales como formulación de hipótesis, comprobación sobre una muestra
significativa y enunciación de tesis o formulación de una nueva hipótesis; pero
se funda en observaciones sobre la realidad, que pueden dar lugar a la
formulación de hipótesis y por tanto, al comienzo de un proceso científico)
= = =
Esquema
I: Intersex. Naturaleza intersex,
masculina/ femenina, con elementos
suaves de ambos sexos. Identidad masculina/ambigua. En la edad escolar, algo de
acoso, que no suele ser intenso. Orientación o bien hacia la mujer, que no suele llegar a un intenso deseo sexual
o bien hacia el hombre ambiguo, más por afinidad, que por deseo sexual. Conciencia
de ambigüedad, de ajustar con hombres y
con mujeres (o de no ajustar con
hombres ni con mujeres) Puede llegar a una hormonación, para expresar su
ambigüedad; la mayoría puede no necesitar una operación de reasignación
genital.
=
= = =
Notas. El Conjunto I y el III,
cuando hay vacío de modelo paterno, pueden superponerse más o menos. La
introspección permite saber cuál es el más personal.
= = = =
(Hipoandrogenia)
Hay un hecho, anterior a mi gestación,
que pudo ser decisivo para mi manera de ser. Mi madre me lo resumía en su
extrema vejez: “Sí, pero te salvó la vida”.
Estaba perdiendo un hijo tras
otro, por matriz infantil o útero hipoplásico, una afección muy rara, que
produce muchos abortos, cinco desde que se casó con 19 años en 1938, a 1940,
con 21, hasta que el Dr Gálvez Ginachero, de Málaga, muy respetado durante la
guerra, primero por los rojos y luego por los nacionales, le prescribió Valerato
de estradiol, de Schering, “recién inventado”, me decía mi madre, en realidad
desde 1928, doce años antes, el primer estrógeno u hormona femenina en
farmacia, inyecciones de 10 mg. En cuanto supo que estaba esperándome, a fines
de junio de 1940, mi madre detuvo el tratamiento. Pero tendría un efecto depot,
de acción gradual.
Aún así, en diciembre, cuando nos
veníamos de Palma de Mallorca a Granada, mi madre tuvo una gran hemorragia en
Valencia, que le obligó a quedarse no sé si fue una semana o dos en casa de mis
tíos, inmóvil en la cama; es decir, estuve a punto de irme yo también.
La eficacia desmasculinizadora
del Valerato de estradiol se comprueba por el hecho de que, ochenta años
después, se sigue usando sobre todo para la feminización trans, parece que en
países pobres, por ser quizá (no lo sé seguro) más contundente, relacionado con
el estradiol, el estrógeno más
feminizador.
En efecto, entre 1930 y 1950, los
estrógenos se usaban para eludir los abortos espontáneos, “evitar los
desenlaces adversos del embarazo” y en los “Annales D’Endocrinologie”, primer
número, marzo de 1939, el Valerato de estradiol se anuncia para problemas de la
pubertad, entre otros (Dr. Alfredo Jácome Roca, “Aspectos Históricos de la
Terapéutica con hormonas femeninas”); y la matriz infantil puede ser
considerada un problema de pubertad.
La descripción de Valerato de
estradiol de una farmacia en la red aconseja una inyección cada cuatro semanas,
lo que señala la duración del efecto depot. Pongamos que mi madre tardara casi
un mes en constatar que estaba embarazada de mí, por lo que pudo seguir el tratamiento hasta
mediados de julio de 1940; el efecto duraría entonces casi ocho semanas, sin
contar su caída final, quizá no repentina, sino gradual; por tanto, ese estado
duraría entre unas seis semanas y nueve, lo suficiente para mantenerme durante
ellas en estado femenino y para formar quizá femeninamente algunas estructuras
cerebrales que ya lo seguirían siendo. Otra hormona, el acetato de
leuprorelina, al ser inyectado, libera dosis diarias iguales durante 1, 3 o 4 meses.
(Periti, P., Mazzei, T., Mini, E, “Clinical
pharmacokinetics of depot leuprorelin”; Department of Preclinical and Clinical
Pharmacology, Università di Firenze, Florence, Italy)
O sea, que si fuera éste el caso,
mi cerebro en formación pudo estar sometido a la acción de un estrógeno,
inhibidor de las hormonas masculinas, desde el mes de mi concepción, junio de
1940, hasta finales de julio (seis semanas) o mediados de agosto (ocho semanas;
quizá nueve)
En 1991, compré un texto de
divulgación, de Anne Moir y David Jessel, “El sexo en el cerebro”. En él se
explica el mecanismo de androgenación prenatal, que sucede en dos fases. En la
primera, puede haber bastantes andrógenos para configurar genitales masculinos
pero, en la segunda, estos pueden no producir a su vez bastantes andrógenos
para masculinizar el cerebro Entonces, puede haber un cuerpo masculino y un
cerebro femenino (página 33) Pero esto no parece ajustar con mi historia, pues
la fase en que debí de estar bajo la acción del estrógeno fue la primera,
mientras que cuando ya recuperé la androgenación natural fue en la segunda, y
de hecho, mi cerebro se formó suficiente, aunque no intensamente masculino, en
preferencias de género.
Para corroborar este aserto, al
final de ese primer trimestre (dato impreciso), entiendo que entre la semana octava y la décimotercera, hubo un nivel hormonal suficiente para
masculinizar mi cuerpo, como se comprueba incluso en la ratio de mis dedos
índice y anular (2D-4D), que entra dentro de los parámetros masculinos en ambas manos (John T. Manning,
“Digit Ratio: A Pointer to Fertility, Behavior and Health”, Rutgers University
Press, y Zhengui Zheng y Martin Cohn,
“Developmental basis of sexually dimorphic digit ratios” (Proceedings of
the National Academy of Sciences), 2011.
Medidos desde el pliegue digital
inferior, mis dedos van de 2D=7.2 a 4D=7’8 cm (ratio 0’92), los izquierdos y
2D=7.2 a 4D=8 cm (ratio 0’9), los derechos; media, 0’91 ; comparados con los
datos publicados en un estudio sobre 136 varones y 137 mujeres, en los que el
intervalo masculino iría de 0’889 a 1’005, media 0’947 frente a un intervalo
femenino de 0’931 a 1’017, media 0’965 (Bailey AA, Hurd PL, March 2005. “Finger
length ratio (2D:4D) correlates with physical aggression in men but not in
women”. Biological
Psychology 68 (3): 215–22), mi ratio de los izquierdos y la de los derechos
estarían dentro del intervalo y la media masculinos y fuera de los femeninos.
Existe la posibilidad de que, en
muchas historias trans, la hipo- o hiperandrogenación prenatales pueda ser
espontánea, como en una variación natural. Los flujos naturales son por
naturaleza inexactos, sólo aproximados en un más y un menos, lo que hace que un
notable más o menos sea siempre posible en la distancia que hay entre la
realidad física y su cuantificación abstracta. Por otra parte, sabemos que la
variabilidad biológica es un valor para la adaptación natural, generando formas
de vida o, en los humanos, de pensamiento, que pueden ser muy útiles para la
especie.
A veces, el más o menos depende
de causas identificables. En mi historia, al efecto bioquímico intenso del Valerato
de estradiol pudo unirse el stress de guerra que sufrió mi madre, que
acentuaría el efecto depot de ese fármaco. Ocurrió desde el 5 de junio de 1940
hasta el 10 de julio, cuarta semana, cuando mi padre, destinado en Palma de
Mallorca, tuvo que realizar algunos vuelos para vigilar la neutralidad de las
aguas españolas, en uno de los cuales fue derribado por los ingleses uno de sus
compañeros y era muy posible perderse en el mar, por insuficiencia de los
instrumentos de que se disponía. Aquel tiempo coincidió con el primer mes de mi
gestación.
No han sido confirmados los
resultados de Günther Dörner, en 1980, sobre un posible máximo de homosexuales
nacidos en Alemania entre 1944 y 1945, momento crítico de la Guerra Mundial,
según el intento de comprobación de Schmidt y Clement, en 1988. Sin embargo, la
discusión sigue abierta: en 1993, Matt Ridley, en “The Red Queen”, aludía al cortisol, hormona del stress, que
nace de la misma base que la testosterona, dejándole quizás menos margen de
formación; un estudio publicado en Archives of General Psychiatry señala que un
stress emocional severo durante los primeros meses de embarazo puede aumentar también el riesgo de esquizofrenia.
A fines de la tercera semana se
han formado ya las bases del cerebro anterior, medio y posterior. Son
estructuras demasiado básicas para pensar que alguna función esté localizada,
por lo que supongo que la feminidad básica de mi cerebro se vería en tendencias
difusas, algo así como un material con determinadas propiedades, que se verían
operativas en ciertas circunstancias.
Louis Gooren, primer profesor de
Transexología, desde 1988, en la Universidad Libre de Amsterdam, dice en “The
biology of the human sexual
differentiation”, Hormones and Behavior, noviembre, 2006, que los efectos de los andrógenos prenatales
prevalecen más en la conducta de rol de género que en la identidad de género;
yo profundizaría ese análisis con la realidad de que mi conducta de género y mi
identidad sean masculinas, aunque poco definidas, pero mi sexuación de base sea
femenina, como luego expondré.
Hay pruebas, dicen Moir y Jessel,
de que el sexo cerebral supone una gradación, un continuo; más andrógenos en la
matriz, más masculina la conducta; menos andrógenos, más femenina (página 41)
Por tanto, el volumen de la dosis administrada, al actuar sobre la primera
formación del cerebro, determinaría el grado de feminidad permanecida. Yo
supongo que en mí fue algo más que una difusa ambigüedad, como la que Moir y
Jessel cuentan en la historia de Jim, cuya madre tuvo que tomar otra hormona
femenina, el dietilestribestrol, porque su diabetes le provocaba también
abortos espontáneos. Jim era un muchacho tímido, que no sabía defenderse,
tratado como mariquita en clase y cuya heterosexualidad había quedado
difuminada, a diferencia todo de su hermano mayor Larry, en cuyo embarazo no
fue necesaria la hormonación (páginas 42 y 43) , todo lo cual coincide con mi
experiencia.
Veo
a Jim como ambiguo, significando que no es femenino, sino que su
masculinización ha sido somera, dejando amplias zonas feminoides tanto en su
corporalidad como en su mente: poco muscular, poco emprendedor, poco activo
sexualmente, más bien introvertido, tímido, sensitivo...
Hay pruebas, dicen Moir y Jessel
en “El sexo en el cerebro”, de que el sexo cerebral supone una gradación, un
continuo; más andrógenos en la matriz, más masculina la conducta; menos
andrógenos, más femenina (página 41) Por tanto, el volumen de la dosis
administrada, al actuar sobre la primera formación del cerebro, determinaría el
grado de feminidad permanecida. Yo supongo que en mí fue algo más que una
difusa ambigüedad, como la que Moir y Jessel cuentan en la historia de Jim, cuya madre tuvo que tomar una hormona
femenina, el dietilestribestrol, porque su diabetes le provocaba abortos
espontáneos. Jim era un muchacho tímido, que no sabía defenderse, tratado como
mariquita en clase y cuya heterosexualidad había quedado difuminada, a diferencia
todo de su hermano mayor Larry, en cuyo embarazo no fue necesaria la
hormonación (páginas 42 y 43) , todo lo cual coincide con mi experiencia.
Veo a
Jim como ambiguo, significando que no es femenino, sino que su masculinización
ha sido somera, dejando amplias zonas feminoides tanto en su corporalidad como
en su mente: poco muscular, poco emprendedor, poco activo sexualmente, más bien
introvertido, tímido, sensitivo...
No se trata en él por tanto de
feminización, sino de atenuación de la masculinidad. Mi madre, por matriz
infantil, perdía a un hijo tras otro, y se sometió a un tratamiento con el
primer estrógeno en farmacias, el valerato de estradiol, para poder tenerme;
debía suspenderlo al saber que estaba embarazada, pero este estrógeno tenía un
efecto depot o de depósito durante un mes, por lo que mi cuerpo en formación
contó con él durante el tiempo en que mi madre lo ignoró. El valerato de
estradiol se sigue usando en muchos países a efectos de feminización
transexual. En mí, como consecuencia, hay una feminización de la genitalidad y
una atenuación de la masculinidad en los
demás elementos de mi personalidad.
Considero que hay una
feminización de mi genitalidad porque, después de veinte años, sigo sintiéndome
fundamentalmente contenta y en paz, después de eliminar los genitales
masculinos, que es lo más temible para los varones. No he echado de menos
ninguna funcionalidad; no sabía que existía un impulso de penetración (he
tenido que preguntarlo para cerciorarme hace poco)
Desde mi adolescencia, he
envidiado a quienes perdían los genitales en un accidente, como si hubieran
tenido una suerte; entonces, imaginaba que todos los hombres deseaban ser
mujeres. Esta falta de impulsos básicos asociados con los genitales me hace
pensar que esta conducta no está asociada con una fobia o cualquier otra
reacción afectiva, sino que tenga que ver con una configuración cerebral en la
que no lleguen a haberse formado los elementos relacionados con la genitalidad
masculina.
Al principio de mi transición
tenía pensado que por mi profesión docente, las responsabilidades de
manutención de mi madre, mi estatura, etcétera, no me permitirían una
transición de género. Me di cuenta de que no me importaban demasiado. Con que
yo supiera que estaba reasignada, ese hecho sería suficiente en mi intimidad.
Podía vestir como varón, que mi paz estaba a salvo.
Llegué por entonces a imaginar
una parábola en la que me decían que podría operarme si aceptaba irme enseguida
a vivir el resto de mi vida en una isla desierta, sin contacto humano alguno;
yo aceptaría porque lo fundamental para mí sería saber que mi cuerpo era como
yo necesitaba que fuera.
Un vientre liso. Incluso sin
genitales femeninos, que en realidad tampoco necesitaba como míos y que, por
mayor fidelidad a mí misme, no hubiera pedido que me configurasen; pero
tampoco me enojan.
Esta realidad me hace pensar que
mi necesidad de transición no ha sido de género, sino de sexo, genital. Podría
haberme adecuado mejor a mi masculinidad atenuada, en el ámbito del género, el social,
y lo perfecto, para mí, hubiera sido que socialmente también constara mi
realidad corporal.
Deduzco de aquí que mi
feminización hormonal, prenatal, al tener su mayor eficacia durante los primeros
tiempos del embarazo, debió de relacionarse con estructuras cerebrales muy
básicas y arcaicas también, que serán las que tengan que ver con la
genitalidad, mientras que, al progresar el embarazo, las nuevas estructuras más
avanzadas, las que tienen que ver con la consciencia de sí, tales como la
identidad, quedarían atenuadamente masculinizadas.
No poco paradójicamente, aun
partiendo de un cariotipo XY, en la sucesión temporal de mi gestación, muy
estrogénica al principio, algo hipoandrogénica después, yo me habría formado de
manera más parecida a una mujer masculinizada que a un hombre feminizado.
= = = =
Las expresiones concretas de mi
sexualidad ( =conducta sexual biológicamente condicionada), han sido, la
primera, (autoimagen), ambigua, la segunda, (orientación), también ambigua y
las tercera (genitalidad), definidamente femenina; en general, las más pulsionales
e inconscientes son más femeninas, mientras que las más conscientes, más
evolucionadas, son más masculinas, de acuerdo con mi hipótesis de una
estrogenación intensa en los primeros momentos de mi gestación, seguida por una
androgemación normal en los siguientes.
Desde el punto de vista
endocrinológico, abstracción hecha de la sexuación cromosómica, por partir de
una situación desandrogenizada, feminizada, yo sería paradójicamente más bien
una mujer masculinizada que un varón feminizado.
Con más detalle, éstos son mis
caracteres:
(Autoimagen e identidad)
“Los niños son para las mamas y
las niñas para los papas”; expresión popular oída en Granada, que comprende lo
mismo que la primera parte del Edipo, y parece situarme en el lado de los
niños, porque sentí una básica adoración por mi madre.
Mi hermana se situaba de un lado
frecuente en las niñas, pues sintió siempre tensión hacia nuestra madre, por
notar una especie de rivalidad, a la vez que amor y deseo de imitación hacia
nuestro padre.
Con tres o cuatro años, oí con
pasmo una valoración de mi belleza: “¡Qué
niño tan guapo! ¡Qué lástima que no sea una niña!” No se me ha olvidado, lo que
significa que configuró mi identidad. Por entonces, una mañana, mi madre me
dijo: “¡Mi carita de luna!” También se me ha quedado grabado.
Mi padre estuvo cerca de mí,
porque con tres años me enseñó a leer y escribir él mismo, pero de pronto se
alejó, no sé porqué ¿Intuyó que yo estaba lejos de su ideal muy masculino?
Con unos cinco años, dije a mi
hermana: “Mamá me quiere a mí y papá a ti”. Esta frase significaba para mí,
=primero, una frustración, porque
yo necesitaba un amor unido, de ambos;
=segundo, que, por lo menos, el
amor de mi madre lo compensaba en parte; y
=tercero, que yo tenía una clase
de belleza comparable a la de mi madre, mientras que encontraba que mi padre y
mi hermana se parecían también.
Es decir, había iniciado un
proceso de identificación cruzada, aunque no llegaba a convertirse en
identificación de género. Los elementos
que se parecían fueron las finas facciones de mi madre, afines a las suaves
mías, que veía en mis grandes ojos oscuros y mi cabello negro, ondeado sobre mi
frente. Mi identidad comenzaba a basarse sobre mi belleza, una experiencia
femenina.
Con esos mismos cinco años, mi
padre me regaló un avioncito de varitas de balsa y papel traslúcido, que volaba
de verdad con una gran hélice y un elástico enrollado. En la gran caja de
cartón había una lámina en la que volaba entre nubes bajo la luz gris de la
luna. Me identifiqué también enseguida con él, porque era aviador, y con su
mundo ideal.
Hacia los seis años vi un tebeo
de niñas, comprado para mi hermana, que tampoco le interesó a ella, que tenía dibujos
de muchachas de largas cabelleras rizadas e historias de amor, que me resultó
extraño y desprovisto de interés, y me situaba fuera del universo arquetípico
de las niñas.
Exactamente con siete años, al
entrar en la vida escolar, sentí con fuerza mi androfobia hacia la
mayor parte de los niños, la fría
indiferencia con que me acogieron, y mi inadaptación al rudo colegio de niños
en el que me vi. Hacia los diez años, pensé con tristeza que “hubiera sido más
feliz naciendo niña y yendo al colegio de las niñas”, contiguo y mucho más
civilizado.
Con unos doce años, lei con
pasión el relato de la expedición de unos guardiamarinas británicos en un
bergantín por los Mares del Sur. Sus uniformes blancos simbolizaban para mí la
pureza disciplinada de la vida masculina. Lloré sabiendo que ese ideal me era
inaccesible. La única profesión que me hizo soñar fue la de marino.
Hacia los trece años, ya en la
pubertad, formé un “deseo de fusión con la imagen de la mujer en el espejo”, (concepto
formulado por Catherine Millot, “Exsexo”, discípula de Lacan, que también se
puede llamar “autoginefilia” (Ray Blanchard, seguido por Anne Lawrence), o “deseo feminizante”, del que he podido desprenderme
sólo cuando he podido formar una imagen masculina/ambigua o intersex de mí
mismo, que corresponde mucho mejor a mi realidad.
La “imagen de la mujer en el
espejo” o “feminizante” se superpone a la propia, pero no es la propia. Se hace
necesaria cuando no existe una imagen masculina posible de sí, por lo que la
compensa. Cuando encontré el recuerdo de
una imagen propia masculina/ambigua y llegué al concepto de intersex, la
“imagen de la mujer en el espejo” desapareció sola.
Con unos quince o dieciséis años,
en medio de terribles turbulencias por mi deseo de la imagen de mujer, encontré
un momento de paz la tarde que me definí conscientemente como ambiguo, palabra
que incluía los significados de esbelto, delicado y lánguido. Recuerdo aquel
pensamiento como sereno, enternecedor y puro. Después, con unos veinticinco,
puede ordenar mis pensamientos en un relato que luego he titulado con la
palabra “Ambiguo”.
Llegué en ese momento a una
visión unificada de mí, a la que todavía debo aferrarme, por la presión que
ejercen sobre mi identidad las visiones binaristas demasiado masculina o
demasiado femenina. Ambas me rompen, porque son excluyentes, mientras que la de
mi ambigüedad, mi intersexualidad, es incluyente.
La visión masculinizante quiere
ver en mí una base bastante masculina, aunque atenuada, y una sola divergencia
fuerte, que es mi rechazo de la genitalidad masculina; pero cuando quiero
detallar esa masculinidad en temperamento, orientación, etc, me encuentro con
más ambigûedad que masculinidad definida.
La visión feminizante, por el
contrario, quiere traducir al femenino neto toda mi manera de ser, pero se
encuentra casi siempre con que la feminidad definida, por ejemplo en la
maternalidad, me resulta también extraña
e incomprensible.
En resumen, mi identidad
profunda, madura, útil en lo personal y lo social, es la ambigüedad o
intersexualidad.
= = =
El éxtasis o adoración hacia la
madre es quizás frecuente entre las personas ginesexuales o amantes de la mujer
que hacemos una transición de sexogénero. Parece explicable por el Edipo
freudiano.
Usualmente debe ser compensado
por la adhesión por afinidad hacia el padre, que por nuestra propia intersexualidad puede no darse, lo que
a mí me ha llevado a fijarme en mi parecido con la imagen de mi madre, “me parezco a ella”.
En mi historia, mi transición
empezó por este sentimiento. En otras, puede ceder el primer lugar al
descubrimiento del cuerpo femenino y a la propia identificación con su forma:
“Quiero ser como tú”, incluso desde los tres años.
La adoración por la madre, que es
el Edipo, puede intensificarse mucho, convirtiéndose en un refugio frente a un
padre que suponga una amenaza, sin poder por eso mismo dar lugar a un
sentimiento de afinidad y un deseo de imitación del padre.
Esta secuencia, en cambio, parece
muy distinta de otra adoración o imitación de la madre, propia de las personas trans androsexuales, que aman a los
varones. En estas historias supongo que predomina el sentimiento de afinidad,
más que el de identificación con su imagen, se dan intentos de vestir como ella
y de repetir su conducta, es decir, hay una identificación con la manera de ser
de la madre, compatible con las tensiones y discusiones frecuentes entre madre
e hija.
= = = =
(Genitalidad)
El sentimiento más definido
femeninamente que viene de mi base biológica es el rechazo de los genitales
masculinos en mi cuerpo, no rechazados por ser masculinos (por su relación con
los hombres), sino por ellos mismos, como si mi cerebro los encontrase feos, incluso
ridículos, lo primero, incomprensibles, después, e inadecuados para la imagen
que mi sistema neurológico puede tener de mi cuerpo.
Yo no había tenido nunca una
conciencia definida de mi genitalidad ni de su significado. Cuando nos bañaban
juntos, hasta con siete u ocho años, a mi hermana y a mí, no me interesó mirar
nuestros cuerpos ni pensé nunca en que nuestros cuerpos fueran diferentes.
Con unos ocho años, había
reparado por primera vez en mis genitales, que me parecieron pequeños y
graciosos, poco importantes porque servían sólo para hacer pis, un líquido
claro y transparente que no requería ningún pudor especial; recuerdo que pensé
que sólo el ano requería pudor, por estar asociado con la suciedad; por tanto,
no los rechazaba, tal como los comprendía.
Pero con unos nueve años, me
llegó la primera sensación de desagrado por mis genitales, al tener que pasar
por una operación, que requirió anestesia con éter (soñando con colores fuertes
y agrios, círculos giratorios de estrellas, muy desagradables), una noche de
hospitalización y una semana más o menos de cama en casa. El resultado fue la circuncisión y, por
primera vez, una imagen genital fea, el glande parecido a un casco militar.
La maduración de los genitales me
repelió, era lo contrario de lo que podía aceptar, porque me parecieron mal hechos, no eran míos, no
representaban nada mío, que tuviera que ver con mi manera de ser, que era más delicada,
no los entendía, no quería que estuvieran en mi cuerpo; sólo habría entendido
que siguieran en su estado anterior. Además no deseaba usarlos, desconocía los
impulsos masculinos de penetración.
Lo que podía ser mi cuerpo era un
vientre redondo y liso, que me parecía mucho más hermoso que con una adherencia
genital. Imaginarla en erección, ya era lo inimaginable, algo como añadido,
como un tronco insertado en él, postizo. No me situaba, como supongo que harán
los varones, como en la base de una expresión de fuerza y de poder sobre otra
persona. Creo además que me lo figuraba como algo esencialmente adherido, como
si hubiera entre los genitales y mi cuerpo el espacio en el que se usa un
pegamento.
Por otra parte, tampoco deseaba
unos genitales femeninos, simplemente aspiraba a tener la lisura de la
forma.
Afortunadamente, documenté este
sentimiento con precisión en mi diario sólo cinco o seis años después, el
12.IX.1960, yo con diecinueve años:
“Esta mañana, al ir a bajar a la
playa, he vuelto a ver mi sexo en el espejo, mientras me ponía el bañador. Es
una cosa fea; ajena a mí y a mi personalidad. Mi “yo” termina donde empiezan
los genitales. De lo que se llama sexualidad, sólo me pertenece lo que más
extendido y difuminado está en todo mi cuerpo: la voluptuosidad. El sexo es
postizo, me avergüenzo de él, me disgusta, le aborrezco (…) repugna a mi voluptuosidad,
al amor que siento por mi cuerpo suave y mis facciones delicadas (…) de la misma manera con que me repugna el
vello de mis axilas, la barba de mi cara, el vello de mis piernas (…)”
Estos sentimientos siguen
inalterados veinte años después de haber llegado a una emasculación el 5.I.1995.
La he experimentado como una adecuación, mientras que si no hubiera sido
necesaria, la habría sentido como una mutilación, una disminución de facultades
que habría añorado siempre, en cuanto a capacidad de placer; sin embargo, veinte
años después sigo a gusto cuando pienso que estoy operada y en la forma actual
de mi vientre.
La pruebas de que este
sentimiento no era una derivación del deseo de una identidad social femenina
está en que,
=primero, cuando creí que no me
sería posible hacer la transición social, me sentía dispuesto a hacer una transición genital y no social, es decir, a
seguir viviendo como hombre, sintiendo como suficiente alegría saber yo mismo,
en secreto, que mi cuerpo estaba operado; y
=segundo, con el tiempo, se ha
perdido mi interés por asumir un papel de género femenino, aceptando en cambio
una identidad ambigua o intersex, pero ha permanecido la misma repulsa por los
genitales masculinos y la misma alegría porque ya no estén en mi cuerpo.
Mi sexualidad por tanto incluye
que no comprendo o no siento el deseo de penetración y que he pasado de la
aceptación de mis genitales masculinos inmaduros, al fuerte rechazo de su
estado maduro.
= = =
(Orientación)
Sé que hay que distinguir entre
dos sentimientos sexuados. Uno es la sexoafectividad, de naturaleza
sentimental, racional, no erótica; otro es la sexoeroticidad, que se siente
como alteración menor o mayor del equilibrio racional.
Pues bien, en mí, existe una sexoafectividad dirigida hacia los
varones y una sexoeroticidad producida por la presencia de la mujer, aunque
atenuada como en Jim, el muchacho también estrogenizado del que hablan Moir y
Jessel en el libro de divulgación que antes he mencionado.
Lo más curioso es que siento esta
reacción como signo de afinidad hacia la mujer,
como si probase que pertenezco al ámbito de la mujer.
Encuentro las pruebas más fuertes
de este sentimiento en que mi adoración hacia mi madre iba acompañada siempre
por la conciencia de que me parecía a ella, desde los cuatro o cinco años, y
más tarde, desde los doce o los trece, por el surgimiento de un deseo de fusión
con la imagen de la mujer en el espejo, del que luego hablaré.
Sé a la vez que este sentimiento
está atenuado, porque no se convierte en verdadero deseo del cuerpo de la
mujer, en ese deseo persistente, obsesivo, que pueden sentir quienes lo sienten
más fuerte que yo: con diecinueve años, intenté interesarme por alguna muchacha,
que pudiera ser mi novia, pero no me interesó ninguna; me esforcé en conseguir
ese sentimiento persistente por una que era muy bella, pero no lo conseguí,
porque mi atención requería un verdadero esfuerzo; luego, intenté salir, con
cuatro o cinco amigas, no sobrepasando con casi ninguna la primera cita, porque
no me sentía realmente atraído.
Haciendo juego con esta
ginesexualidad, siento también, ante los varones prepotentes una intensa
androfobia o antipatía, que me parece que es el sentimiento básico
intermasculino.
La sentí con claridad, por
primera vez hacia los cinco años: en la playa, había dos hermanos de mi edad,
muy rubios. Uno era guapo y arrogante, con una mandíbula poderosa, y me
despertó enseguida una aversión casi insoportable; el otro era tímido, con
gafitas, pelos tiesos y cara triangular, y me hizo sentir una fuerte simpatía,
fundada en una afinidad inconsciente.
Hay en mí elementos que
corresponden a la afectividad intermasculina, desexualizada, en particular mi
afinidad por los varones que siento algo ambiguos, como yo; o la necesidad, en
mi juventud, de un “hermano mayor” que me protegiera y me enseñara a vivir, y
que pude personalizar en una amistad por correspondencia; o la valoración de la
figura paterna, en mi gran respeto y mi admiración verdaderamente filial por
los militares, que se someten idealmente a una disciplina ascética para ofrecer
sus vidas.
Sin embargo, he intentado desarrollar,
desde los trece o catorce años, una androfilia secundaria, que siento subordinada al deseo de
identificación con la mujer (“para ser mujer tengo que desear a los hombres”)
Pero hay a la vez estímulos
masculinos reales, más primitivos, descubiertos poco a poco, como la estatura
alta o más alta que la mía, el volumen del cuerpo (aunque me repele la silueta
en uve, que suele atraer a las mujeres heteras), el vello en torso y piernas, y
la barba, tanto a medio crecer (por pinchuda) como crecida (acogedora como un
nido)
Estos estímulos generan en mí una
sexualidad también primitiva, de sumisión/ protección. Me pueden mantener
excitada durante horas, me hacen sentir que se doblan mis corvas, me causan una
adhesión unida a cierta repugnancia.
Me he planteado si habrá dos
planos en mi orientación,
=uno más evolucionado, que
incluye el deseo y el gozo, dirigido hacia las mujeres, y el afecto de
afinidad, dirigido hacia los varones;
=y otro más arcaico, asociado con
el temor, puesto que he descubierto en mi estructura afectiva una fuerte
fantasía de sumisión/protección que puede suponer un placer compensatorio,
equilibrador de unas angustias previas, que tengo bien identificadas; este
plano de atracción/ horror se dirige hacia los varones poderosos y temibles; es
decir, que tiene que ver con la secuencia angustia/ fantasía/ compensación y no
con una configuración de mi sexuación cerebral.
¿Es el mismo esquema el que,
desde las grandes angustias de mi preadolescencia y mi adolescencia,
procedentes de mi relación con los varones, se traduciría en la fantasía de ser
una muchacha subordinada a ellos, lo que me crearía un placer compensador de
tanta angustia? Por cierto, la fantasía de mi subordinación como mujer, iba
acompañada de la correlativa comparación con la libertad y dominancia de los varones.
Este
deseo de sumisión/protección se
distingue del masoquismo en que no supone ningún deseo de placer por el dolor, sino que se encuentra condicionado por un
deseo de protección efectiva, que lo equilibra. Para mí, el ser dominante debe
ser capaz de ejercer su capacidad de agresión frente al mundo de fuera, e
inhibirse frente al mundo de dentro, el de la pareja.
En resumen, mi orientación
atenuada hacia la mujer expresa bien mi ambigüedad o intersexualidad
fundamental.
= = = =
(Circunstancias patologizantes)
Desde los catorce años aprox. fui
afligido por una neurosis obsesiva intensa, que asocio con la incomprensión social de mi
condición sexual.
Hoy veo cómo entre los
especialistas existe una gran inseguridad y dispersión al analizar las causas del hoy llamado Trastorno
Obsesivo Compulsivo (TOC)
Se estudian posibles causas
biológicas, pero las hipótesis no alcanzan resultados concluyentes.
Psicológicamente, se ensayan instrumentos conductistas, cognitivistas, y
supongo que etcétera, consiguiendo a veces resultados prácticos muy notables.
Yo, por el tiempo en que formé, desde
los años sesenta, mis conocimientos autoanalíticos, autopsicológicos, he
conseguido salir adelante, en la práctica, usando herramientas como la noción
de símbolo, la de manifestación de lo contrario, la de consciencia y
subconsciencia, la de ello, superyó y yo, que proceden de Freud, usándolas con
toda heterodoxia y profundizando larguísimamente en ellas a base de encuentros
conmigo misma.
Sé que la razón más profunda fue
sentir mi yo amenazado. O acaso la amenaza versaba sobre la noción de mi yo
ideal (superyo)
Lo digo porque los primerísimos
síntomas, sentidos en el colegio, fueron el miedo a un tic nervioso que podía
alterar la serenidad de mi cara. Empezaba a sentir un cosquilleo dentro del
espacio interior boca-nariz que tenía que resolverse frunciendo el labio
superior como para desenredar el cosquilleo. Apenas cedía, y parecía
resolverse, comenzaba otra vez, angustiándome.
Los siguientes, un año después,
fueron ya del tipo más clásico de miedo al contagio/ miedo a contagiar. Se
definieron cuando me enteré de que había un compañero y coetáneo, también de
quince o dieciséis años, del que se rumoreó que tenía sífilis. La enfermedad
venérea era además humillante, por lo que me dio miedo de contagiarme, miedo doblado
por el miedo superyoico a contagiar a otras personas; el compañero no era de mi
curso, pero desarrollé un pavor a un contagio por el aire, por su sola
proximidad. Parece que era también mi yo ideal lo que estaba amenazado, por
pasar a la categoría de persona contagiosa.
Hoy, al pensar en ello, aventuro
si la necesidad de ponerme en lo peor, no encubriría un deseo contrario de
agresividad, puesto que aquellos años eran también los del desprecio de mi
propia masculinidad y mi androfobia extrema. Pero si había agresividad habría
también arrepentimiento por ella, en nombre de mi ideal de yo.
El conflicto entre ambas
pulsiones corresponde también al análisis de Freud de que encubre el conflicto
en un estado todavía no definido entre pulsiones masculinas y femeninas, lo
que, cuando lo leí años después me tranquilizó porque podía traducirse a mi
cuestión fundamental respecto a mi identidad de género.
Pero de momento, la angustia era
tan fuerte, que suscitó los primeros, únicos y afortunadamente no muy absorbentes
sentimientos de suicidio de mi vida.
Poco después, relacionados
también con la temática del contagio, apareció la temática de suciedad /
limpieza, que me forzaba a rituales de lavado de manos casi continuo y duchas irrazonables.
Poca duda me cabe de que el miedo a la suciedad material encubría como símbolo el
miedo a la suciedad moral, al sentirme
continuamente en deuda con el erotismo de mi deseo de fusión con la imagen de
la mujer y la vergüenza que recaía sobre aquel yo ideal feminizado, que sentía
que debía ser perfecto e incompatible con la suciedad excrementicia.
Todas las angustias relacionadas
con los casi continuos rituales neuróticos y la psiquiatrización de mi vida, me
llevaron a pedir a mis padres el internamiento en una clínica psiquiátrica, con
diecinueve años, después de que hubieran llegado a mi vida el ensayo de amor a
una muchacha francesa, Michèle, y el intento de amor por correspondencia hacia
un muchacho francés, Philippe, que me colmó en lo afectivo pero a quien no pude
desear.
Estuve en una clínica privada de
Madrid tres meses, y fui sometido a un tratamiento de choque de treinta comas
insulínicos, entonces en boga (como el electroshock o la lobotomía) y que
resultó perfectamente inútil. Los tres meses de clínica me fueron estimulantes
en cuanto me alimentaron un sentimiento de autocompasión y me permitieron una
animada vida social, con algunas personas de alto nivel de vida sometidas a
curas de alcoholismo, entre las cuales estaba una amiga que me fascinó por su
seguridad y su humor.
Ahora, en 2015, más de medio
siglo después, es útil que diga que lo he ido superando a medida que he ido
descubriendo el carácter simbólico de los miedos y angustias que he descrito:
=mi necesidad de un yo ideal
femenino que cubriese la carencia de un yo ideal masculino; ese yo ideal
femenino, sentido feminófilamente, como perfecto, extático, se ponía en peligro
por realidades como la suciedad física, que simbolizaba la moral.
=la imagen rechazada de mi fuerte
agresividad contra los varones (androfobia), que representaba simbólicamente
como un miedo al contagio / a contagiar (hacer daño) y simbolizaba ocultamente
el deseo de hacerles mucho daño. La fantasía se mantenía por su sentido real
que permanecía oculto a la consciencia pero transparente a la subconsciencia.
=una fantasía de omnipotencia que
me obligaba a hacer todo lo posible y casi lo imposible para evitar ese daño
temido/ deseado. Esa obligación moral sin límites me angustiaba mucho
conscientemente, y pude superarla sólo cuando interioricé que “yo no soy Dios”
y por tanto tengo límites.
Hoy, después de más de veinte
años de transición, puedo decir que vivo libre de la neurosis obsesiva, y que
los restos menores que quedan los suelo superar con un poco de humor, como
quien conoce bien a un antiguo y ya débil enemigo.
La superación coincidió con mi
transición. El paso a la realidad de la experiencia identitaria, una
experiencia fundada en mi realidad y en mis límites reales, me liberó de las
fantasías de deseo de fusión con la imagen de la mujer, porque la práctica
diaria de mi identidad, comunicada, siempre
cotejable con la realidad, era mucho más fuerte que su inmovilización en la
fantasía erotizada e incomunicada.
Y al ceder el mundo de la
fantasía erotizada, cedió también su paralelo, la fantasía obsesivo/
compulsiva.
= = = =
(Conclusiones)
Personales
Este largo trabajo de reflexión
sobre mi manera de ser me ha llevado casi setenta años, desde las primeras
observaciones que tuve que hacer con unos cinco años.
Me ha llevado a poder dar
continuidad a mi identidad inicial, que yo entendía de niño pero que era en
realidad de niño intersex.
Me hubiera convenido tener
referencias sociales que me explicasen mi manera de ser, pero como no existen
apenas, todavía, he tenido que seguir mi propio ejemplo, algo que sé que
tendríamos que hacer todos los humanos: no someternos a referencias ajenas.
Para mí, por ajenas entiendo las más
definidas dentro del binario feminidad /
masculinidad; he tenido que descubrir las propias, que unas veces eran más bien
masculinas y otras más bien femeninas, pero siempre a mi manera.
He visto que tengo un sentido
épico de la vida, pero en lo abstracto, no relacionado con las luchas concretas,
que son más bien masculinas, y un sentido lírico que es más bien femenino.
Mi sentido épico se centra en el
combate entre el Bien y el Mal, y me absorbe mucho, sé que supone seguridad y
valentía, pero excluye todo lo que en las películas se llama acción, tan
explosivo, tan violento, todo lo que en los hombres supone una descarga
androgénica, tan deseada, tan relajante.
Mi sentido lírico lo centro de
hecho en la contemplación del sol, en su brillo suave o en sus reflejos
refulgentes; me ha hecho desear poder quedarme en casa, no tener que exponerme
al duro mundo exterior. Todo esto es hipoandrogénico, sé que es apacible, femenino,
tanto en hombres como entre mujeres.
Quizá lo épico se ritme con lo
lírico en forma de ciclos.
Por eso, ahora, al cabo de tantos
años, puedo aceptar que me guste todo lo que sé que es mío, independientemente
de que sea más o menos androgénico. Mi éxtasis ante el mar, mi amor por los
barcos, por la vida en libertad, que me llevó al sueño de ser marino, la única
fantasía profesional que he sentido; esto es épico.
Mi esperanza de que mi definición
personal fuera la belleza, la delicadeza, la suavidad de mi cuerpo; el sueño de
ser amada, valorada, querida, besada; esto es lírico.
Y aunque sea tan tarde, estoy
aprendiendo a explicarme todo esto con una palabra, intersex, que falta en la
práctica en nuestro vocabulario y que estoy esperando que se amplíe, incluyendo
junto a la intersexualidad corporal, perceptible, la conductual, que deriva a
mi entender de algo tan material como la menor o mayor androgenación del
cerebro en la edad prenatal.
= = =
Generales
Parto de la convicción de que toda
la sexuación deriva de los andrógenos.
Los andrógenos causan la menor o
mayor acometividad de los individuos. Aquí está el centro de las conductas
femeninas o masculinas, que son objetivamente distintas por su grado de menor o
mayor acometividad, y que después se diversifican en una pluralidad de matices.
En la naturaleza, los flujos que
determinan la feminidad/ masculinidad no son matemáticamente exactos, sino que
se producen de manera difusa, bajo un modelo de más o menos que genera
realidades individuales sólo aproximadas: se es más o menos mujer, más o menos
varón, más o menos intersex.
Por eso, la androgenación forma
un continuo de feminidad/ masculinidad en el que cada ser individual ocupa un
lugar determinado, de modo que 0
andrógenos producen formas muy femeninas y conductas muy maternales (pero
estériles), mientras que según van aumentando los andrógenos las formas
empiezan siendo más y menos femeninas, luego más o menos intersex y luego menos
y más masculinas, y las conductas pasan de ser menos a más acometedoras,
diferenciación básica derivada de la menor o mayor presencia de andrógenos.
El número de estas formas viene
influido por la existencia de dos llamados atractores estadísticos (un término
matemático), abstractos, ideales, uno femenino y otro masculino, en torno a los
cuales se sitúan la mayoría de los seres individuales, pero a distintas
distancias del atractor, más cerca o más lejos, hasta que se llega a un número
relativamente pequeño que está lejos de uno y otro, les intersex, stricto sensu.
La androgenación se hace en dos
planos, el fenotípico, relacionado con las formas corporales, y el cerebral,
relacionado con la conducta. Ambos planos supongo que se constituyen en
diferentes momentos o por diferentes cauces en la androgenación prenatal.
Por tanto, ambos planos se pueden
superponer de manera diferenciada, de manera que puede haber por ejemplo
mujeres por la forma, que tengan conductas más acometedoras que muchos hombres,
y hombres por la forma, que tengan conductas más apacibles que muchas mujeres; la
separación entre ambos planos es tan neta, que los conceptos de mujer u hombre
por la forma no van acompañados por una conducta menos o más acometedora nada
más que estadísticamente.
Partiendo por tanto de este
esquema difuso (un más o menos) de la androgenación, he expuesto un origen
bioquímico de mi transexualidad, a partir de la acción de un estrógeno,
inhibidor de la androgenación, en los primeros momentos de mi gestación.
Gracias a la lectura de la obra de divulgación de Moir y Jessel, he constatado
causas parecidas que producen efectos semejantes, en el caso de Jim. Esta
relación causa/efecto está ampliamente constatada en numerosísimos estudios,
que incluyen experimentos como la inducción de conductas femeninas (lordosis)
en ratas masculinas, por la modificación de su androgenación prenatal.
Estas observaciones sobre efectos
yatrogénicos (causados por la ingesta de medicamentos) son seguramente muy
minoritarias, pero clarifican hechos más frecuentes y espontáneos, en los que variaciones naturales de los
niveles androgénicos pueden inducir variaciones de la conducta sexuada.
En este sentido, puedo decir que
mis observaciones sobre mi propia experiencia y las de otras personas, me
llevan a pensar que los niveles de androgenación son condicionantes aunque no
determinantes, es decir, que no obligan a una única forma conductual, sino que
dejan abierto un abanico de posibilidades (y no otro), en el que cuentan ya las
diferencias biográficas, las condiciones sociales y culturales, las
experiencias afectivas…
Es decir, los efectos biogénicos
pueden ser muy definidos y perceptibles, pero sus consecuencias en la conducta
de género pueden estar bastante abiertas.
Pero el hecho de ver un origen de
la transexualidad en las variaciones naturales de la androgenación, en la
naturaleza, la sitúa en el terreno de la justificación natural, y le presta una
legitimidad de la máxima importancia moral y social, que de por sí libera a las
personas transexuales de todo estigma y culpabilización.
La transexualidad (como quizá la
homosexualidad) no se debe por tanto a una opción, sino a un condicionante
biótico.
Llegando a mi experiencia, este
condicionante tiene una dimensión y unos límites. Me ha desmasculinizado hasta
cierto punto, pero no me ha feminizado del todo.
Por tanto, debo realizar un tenaz
esfuerzo por ser yo misme, en los términos reales de mi ambigüedad o
intersexualidad, cuya validez se confirma porque las imágenes con las que me
veo me enternecen y me son agradables.
Y debo superar el deseo de fusión
con la imagen de la mujer, que me da una imagen superpuesta a la mía que me
resulta tranquilizadora, un refugio, pero me hace confundir las dimensiones de
sujeto y objeto, lo que me impide, como sujeto, el amor propio, introvertido, y
como objeto, el amor extravertido, hacia otra persona, entendida como otra, distinta
de mí y por eso fascinante.
Mi naturaleza intersexual
cerebral no me ha dejado situarme con claridad ni en el terreno de las mujeres
ni en el de los varones; uno y otro se definen por la fuerza de su amor propio,
afectivo, hacia quienes “son como yo”, y
la intensidad del amor sexuado al otro, hacia quienes “no son como yo”.
Éstas son dos mitades parciales
de la realidad humana: en una de ellas, lo normal es la vida de mujer y lo
extraordinario es la realidad masculina, en la otra, lo normal es la vida de
hombre y lo extraordinario es la realidad de la mujer, y una y otra mitad se
necesitan mutuamente y les cuesta trabajo imaginar las circunstancias de la
otra.
En cambio, mi historia me ha acercado
a una unificación de lo humano, haciéndome conocer partes de la vida de hombre y de la vida de
mujer, lo que puedo representar en mi capacidad para enseñar, en la que me he
visto a veces muy enérgico y a la vez, muy tierna, no intermedia, sino muy
intensa en ambos aspectos, resultando muy querida por mis alumnos.
Pero me han limitado mis dificultades
para definir una heterosexualidad respecto a mujeres o varones; me he quedado
en una añoranza de la compañía, de las caricias, de la mutua entrega, sin la
capacidad de concretarla, muy tendente a la espiritualidad; porque estos deseos
inalcanzables y estos límites sé que son los de la condición humana.
= = =
NIÑES FEMINIZANTES
Ensayo
= = = =
Esquema
II: Feminizantes. Son niñes muy
femenines desde sus primeros años, en gestos, preferencias de ropa, amigas,
juegos… En la edad escolar, acoso intenso, que puede llevar a una fase de
represión o autorrepresión. Suelen tener una orientación definida hacia los
varones, por lo que, en la pubertad, pueden priorizar o su orientación o su
identidad. En este segundo caso, no suelen tener que operarse, porque su
identidad suele formarse al margen y antes que su conciencia genital.
=
= = =
Notas.
En este Conjunto II, empleo la forma “niñes” porque a partir de la pubertad,
pueden evolucionar o bien
=con
identidad íntima queer o feminizante; o bien
=con
identidad masculina, íntima y social, algo feminizante, o bien
=con
identidad social masculina, e íntima
femenina (“me siento mujer, pero no necesito vivir como mujer”), o bien
=con
identidad femenina, íntima y social.
=
= = =
(Propósito de este estudio)
Planteo este estudio como
formando un par lógico con el relativo al análisis de mi intersexuación. Soy muy
consciente de que, junto a mi ambigüedad más o menos bivalente, existe una
feminidad definida en personas XY.
El hecho de escribir estos dos
estudios parte entonces de la constatación de que hay por lo menos dos maneras
básicas de ser transexual feminizante:
una, parte de una naturaleza conductual ambigua o intersexual; la otra,
de una naturaleza conductual definidamente feminizante.
El esquema biográfico de ambas
suele ser diferente:
=en la primera, intersex, suele
haber una afirmación progresiva de la propia intersexualidad; pero es preciso
superar un estado de confusión debido a que nuestra cultura es binarista,
cuenta sólo con los conceptos duales de mujer/ hombre, femenina/ masculino,
heterosexual/ homosexual, y no tiene en cuenta que existen realidades terceras,
ni ofrece ni valora sus referencias.
=en la segunda, feminizante,
suele haber una afirmación infantil de la propia feminidad, seguida hasta ahora
por una represión/autorrepresión que lleva a la negación, o desde ahora, por
una ayuda familiar muy útil para la expresión, y que a partir de la pubertad
requiere la valoración personal del propio futuro: o asumiendo que “me siento
mujer, pero no necesito vivir como mujer”`, o asumiendo que “me siento mujer y
necesito vivir como mujer”.
Es decir, parto de una primera
distinción basada en la naturaleza ambigua o feminizante de las personas trans.
Esto es una innovación, nacida a su vez de la propia experiencia transexual,
frente a la distinción realizada hace años por Ray Blanchard, que diferenciaba
a las personas transexuales por su orientación sexual, distinción seguida por
la transexual Anne Lawrence, pero que ha resultado insuficiente como
explicación para muchas personas
transexuales.
En esta segunda forma de
transexualidad feminizante definida, empleo formas verbales ambiguas, (persona XY, menor XY feminizante, incluso la
innovación sintáctica de un tercer género en -e), aunque muchas veces podría
decir simplemente niña XY, porque su
naturaleza es sutil y es preciso por
tanto tener una gran paciencia y un respeto profundo ante sus decisiones,
porque su identidad adulta se formará después de la pubertad, cuando su
feminidad se entenderá o bien como básica y central, requiriéndose la
reasigación de sexogénero, o bien como relativamente marginal, dando lugar a
formas de vida ambiguas o queer o incluso identidades sociales masculinas.
Aunque los fundamentos cerebrales
menos o más androgénicos de la conducta se establecen en la fase prenatal,
hemos de tener en cuenta que la pubertad supone un flujo repentino de
andrógenos sobre el cerebro que puede modificar la conducta hasta cierto punto;
por ejemplo, se puede pasar de una conducta tímida a otra más impulsiva, o de
una indefinición de la orientación, a una definición mucho más clara,
Esta secuencia temporal entre
niñez femenina y pubertad impredecible debe ser tenida muy en cuenta al saber
cómo se debe tratar a una menor XY feminizante. Va unida a la distinción entre
tratamientos reversibles e irreversibles adoptada por The Endocrine Society, de
Estados Unidos, y seguida por la Sociedad Endocrinológica Europea.
Voy a razonar en este estudio una
importante corrección que propongo, sobre este principio, a las propias
recomendaciones de The Endocrine Society. Esta asociación recomienda que los
bloqueadores de la pubertad puedan ser usados desde el primer signo de la misma
(por lo que entiendo, incluso perceptible sólo analíticamente), con la
intención de que el fenotipo y la voz del niñe feminizante no se masculinicen y
pueda insertarse socialmente como mujer con toda naturalidad.
Pero, por lo que he dicho, los
bloqueadores de la pubertad impiden por definición la experiencia de la
pubertad masculina y por tanto la de la libre elección de la criatura entre sus
posibilidades de una identidad social femenina o una identidad social
masculina.
O libre elección, arrostrando la
masculinización de la voz, estatura, etc, o plena inserción en la sociedad,
parecen una antinomia irresoluble. Pero creo que hay un margen para evitar una
dicotomía tan drástica, porque propongo que los endocrinólogos que hagan el
seguimiento de estes niñes usen la ventana que puede existir entre el primer
signo analítico y el primer signo de maduración fenotípica, por ejemplo en la
voz, aproximadamente un año o dos, para permitirles la experiencia de una
pubertad masculina, y decidir por sí mismas si la aceptan o no.
(Cómo son les niñes feminizantes)
Es útil señalar la manera de ser,
para comprender la previsible evolución de las menores XY feminizantes, que son
muy distintes de lo que yo he vivido como niño muy intermedio, masculino
ambiguo o intersexual.
Quiero subrayar que hubiera
querido que mi experiencia hubiera sido la misma que la de elles, que me parece
más hermosa y más sencilla, pero a lo largo de los años he comprendido que no
son iguales, pues lo que para mí ha sido un “quiero ser”, para ellas es un
“soy”.
Para mí, el sentimiento básico ha
sido de nebulosidad, en la que poco a poco, desde los diez años, fui
definiéndome, sintiendo que hubiera sido más feliz naciendo niña, pero a la vez
afirmándome como masculino en parte.
Para elles, la consciencia de ser
muy femeninas o, dando un paso más, de ser en realidad niñas, ha sido tan
precoz, a menudo desde los tres o cuatro años, que ha sufrido la sorpresa de la
oposición social o familiar, unida al miedo, y al deseo de ocultar la propia
naturaleza, disimulándola o masculinizándose.
La autorrepresión es a menudo la
regla, que se puede romper precisamente en la pubertad, no sin grandes
dificultades, gracias a la fuerza de la naturaleza, en forma de querer entenderse como gay, sin que este entendimiento funcione a la
larga.
El sentimiento de ser una niña
puede ser a veces tan natural y profundo, y a la vez, mirando a la sociedad,
tan doloroso, que hay quien ha pedido a Dios no ya amanecer siendo niña, sino
sentirse niño con la misma naturalidad, y no ha podido.
Han preferido jugar a juegos de
niñas, con juguetes de niñas y sobre todo con niñas, aunque hayan elegido
también algunos juguetes de niños, pero se encuentran más en su medio entre
niñas.
Cuando se trata de entender la
propia infancia suelo proponer el “test de los Reyes Magos”, es decir, el
recuerdo de los juguetes y los juegos preferidos, y su significado como
proyecciones del futuro.
Son frecuentes las muñecas de
peinar y vestir, los juegos como princesa o sirenita ¿como ser ambiguo?, aunque
entre las niñas XX se dé a veces un juego sumario con ellas (dejándolas
acostadas todo el día y echándoles colonia, por ejermplo) o tirándolas
directamente al patio.
(Y Ken Corbett, en 1999, llamó la
atención sobre otros contenidos de los juegos con muñecas, que clasificó como
buscando admiración o como defensivos; yo también he pensado que pueden ser
entendidas como personajes de juegos no sexuados, o como compañeras de
aventuras
Muchas veces, también, las madres
y los padres tienen conciencia de la feminidad de estas criaturas antes que
ellas mismas, que sin embargo despiertan ante el acoso escolar. También puede ser que una hermana mayor las
tome bajo su tutela, ante este acoso.
Es también frecuente la imitación
de la imagen de su madre. Se diferencia de la fascinación propia de menores
ambiguos de orientación ginéfila (Edipo) en que, en menores feminizantes, de
orientación andrófila, esta imitación sea sobre todo la del arreglo de su
madre, proyectando en las transformaciones de su apariencia las mismas que
sueñan ver en sí mismas.
En cuanto a la admiración por la
ropa femenina, creo que también tiene una enorme fuerza de autoproyección, por
cuanto la menor XY femenina ve en ella su futuro anhelado.
(¿Por qué?)
¿Por qué surgen en personas XY estas
cualidades femeninas?
Está ya bien establecida la causa
biológica, desde las investigaciones de Swaab y Zhou en torno al área cerebral
llamada BSTc. La línea de investigación que prueba que los cerebros de los
trans masculinos son análogos a los masculinos y los de las trans femeninas
intermedios entre los femeninos y los masculinos, está dando abundantes
resultados con Antonio Guillamón (2011 y 2012), estudiando los escáneres
cerebrales de 24 hombres trans y 18
mujeres trans, total 42, antes de la
hormonación, con quienes usa técnicas de escaneo y comparación con otros 29
hombres y 23 mujeres, total 52 personas no transexuales.
Estas diferencias cerebrales se
pueden reflejar en los gestos, los gustos, las preferencias, las afinidades,
que distinguen a las mujeres de los hombres; esta conducta puede ser muy
definida (masculina o femenina) o ambigua.
En los humanos, el órgano
fundamental de la sexualidad es el cerebro, dado que somos seres conscientes,
conocedores de nosotros mismos y del medio en el que vivimos, que entendemos
nuestros sentimientos y tenemos la voluntad de vivir lo mejor que podamos, de
modo que nuestro cerebro es más importante que cualquier otro órgano genital.
Sin embargo, las estructuras
cerebrales preparan diversas respuestas conductuales, pero no las aseguran,
pues ello depende también de las historias personales y los condicionantes
culturales de cada sociedad. Es decir, en cuanto a las formas concretas en las
que cada persona XY pueda vivir su feminidad biológica, ésta es condicionante,
pero no determinante, influye pero no obliga.
En sociedades más represivas se
recurrirá más a expresarse con fórmulas de ambigüedad o`de afeminamiento más o
menos sutilmente explícito, que tienda a transmitir la realidad de que “yo me
siento mujer”; en sociedades más libres, se tenderá más a expresarse con
fórmulas transexuales.
En consecuencia, en cada persona,
en cada sociedad, la conducta de género puede ser más o menos lineal o cruzada
con la apariencia corporal; también la identidad de género, el sentimiento de
ser mentalmente hombre, mujer o intersex, puede expresarse más o menos
plenamente, o más o menos convencionalmente, admitiendo concesiones.
(Autorrepresión)
Voy a plantear aquí algo que
todavía es mayoritario y que ojalá deje de serlo. Es una constante que he
observado directamente en estas criaturas, la tendencia a una intensa
autorrepresión desde una edad muy temprana, los cinco o los seis años.
El mecanismo es muy simple: la
toma de consciencia de la represión ambiental produce la autorrepresión.
Al llegar a la edad de la razón,
la menor XY femenina se da cuenta con sorpresa de que sus tendencias naturales,
tan espontáneas, son reprendidas en familia o reprochadas y burladas en la
calle. Enseguida, su propia docilidad, su propia feminidad, le invita a
intentar adaptarse a la norma de la masculinidad.
Puede aprender que andar con
“pies de Teresa” (las puntas hacia dentro) es considerado femenino, y
esforzarse en poner las puntas hacia fuera. Puede comprender que su voz es
demasiado aguda o delicada en sus entonaciones, e intentar hablar de una manera
más enérgica. Puede simular que el fútbol le interesa y fijarse en las
conversaciones de los muchachillos para incorporarse a ellas.
Todo ello es un teatro, una
representación, que le exige un esfuerzo de aprendizaje, pero puede hacerlo con
más facilidad para la escena o menos. En el primer caso, puede hacer de su
aparente masculinidad una segunda naturaleza.
Puede llegar, incluso, a intentar
hipermasculinizarse. Una de las mayores dificultades con que se encuentran
estas personas al crecer es que su aspecto o sus hechos son tan hipermasculinos
que resulta trabajoso encontrar la personalidad femenina que se encuentra
disimulada por ellos.
La autorrepresión, a edades
tempranas, cuando es muy profunda, suele producir amnesia de todo lo que se
intenta reprimir, por lo que se dificulta que la persona XY femenina se comprenda a sí misma. Puede
carecer de la consciencia de su experiencia como hecho constante a lo largo de
su vida. “No me acuerdo”, puede ser la respuesta a las preguntas por su niñez.
Incluso es posible que se sienta un malestar constante sin saber por qué. Lo
reprimido quiere ser expresado, pero la represión bloquea su comprensión,
cualquier toma de consciencia. Los seres humanos necesitamos expresarnos; se
puede entender lo que significan muchos años de consciencia de lo que se quiere
decir estando obligado a callar; pero esto es un paso más: no es fácil
figurarse no saber siquiera lo que se quiere decir.
Puede ser que la autorrepresión
sea lo que explique que los primeros estudios de seguimiento de estas menores
XY feminizantes hayan dado que la mayoría hayan evolucionado en sentido
homosexual, una minoría en sentido heterosexual y una minoría extrema en
sentido transexual.
Cabe deducir que, a medida que la
represión ha ido distendiendo sus manos,
los estudios de seguimiento actuales den una proporción mayor de salidas
transexuales, aunque, por las razones que voy a explicar, estas evoluciones,
aun en circunstancias de libertad, no lleguen a serlo todas.
(Pubertad)
Puedo hablar de experiencias directas,
pues mantengo amistad, relación, correspondencia, con personas jóvenes XY
consideradas femeninas en su niñez, que hoy por hoy viven o bien como varones o
bien como mujeres, después de procesos internos sin intervención de terapia
alguna.
El punto crucial de su evolución
está en su pubertad, en el momento en que la orientación pasa a primer lugar en
la consciencia.
Todas esas personas que conozco,
menos una, tienen una orientación andrófila, de deseo y amor hacia los varones,
que mayoritariamente acompaña a quienes son y se sienten femeninas desde la
primera niñez; sólo una de mis amigas en ese caso es ginéfila.
Entre las personas andrófilas, es
frecuente una decisión por una identidad social gay. Sus matices se expresan en
esa frase que quise entender cuando la oí a un muchacho de apariencia muy
masculina: “Yo me siento mujer, pero no necesito vivir como mujer”.
Supongo que quería decir que se
sentía mujer sobre todo en el sexo, en la relación con los hombres, pero que
eso era tan importante y crucial, que no necesitaba vivir socialmente como una
mujer.
Recuerdo aquí que para las
personas transexuales ginéfilas o para los heteros feminófilos es muy principal
la imagen de la mujer, aureolada por resonacias afectivas y eróticas, pero que
para estas personas XY femeninas no lo es, pues toda su afectividad y erotismo
están puestos en los varones.
Por eso, a partir de la pubertad,
estas personas XY femenina s pueden
elegir entre priorizar su identidad o su orientación.
Entre las primeras, hay personas
que han conseguido vivir con completa coherencia identitaria desde sus primeros
años. Se puede decir que siempre se han sentido mujeres, inequívocamente
mujeres, y que después han llegado a vivir como mujeres con toda naturalidad.
Tengo que señalar que sólo se les
presenta una decisión: operarse o no operarse. Este segundo paso se explica
porque a menudo, su identidad femenina se ha formado tan temprano, que es
fundamentalmente de género, porque no había consciencia alguna de genitalidad.
Cuando, ya adultas, se les pregunta si se operarían, pueden decir: “Es que para
mí no es necesario”.
Pero ahora voy a hablar de
quienes pueden tomar consciencia de que una vida afectiva y sexual como
transexual encuentra más dificultades prácticas que una vida como homosexual.
Estas dificultades pueden provenir de personas típicas heteras, que no las vean
suficientemente femeninas, y de personas típicas homosexuales, que no las vean
definidamente masculinas; se solventa de hecho cuando la posible pareja es a su
vez atípica en orientación.
Pero puede ser que ante las
dificultades estadísticas para encontrar a estas pareja, decidan dejar a un
lado sus posibilidades de identidad social femenina, para vivir con mayor
plenitud su orientación, incluso adoptando la identidad social de hombre
femenino y homosexual.
Es cierto que la identidad
personal femenina sufra con este arreglo. Incluso personas bien adoptadas a
esta expresión social pueden sentir que todo su ser no se expresa
suficientemente aceptando una identidad social masculina, aunque sea atenuada,
y prefieren definirse como queer o
intersex.
En la aceptación parcial de esa
identidad social masculina, pueden intervenir consideraciones aparentemente
menores, como puede ser que deseen disfrutar de la libertad de la vida
masculina, sin las frecuentes sujeciones de la vida femenina, incluso la casi
obligación de un arreglo, sentido como fastidioso. O que sientan hasta un
placer travestista en el hecho de usar las ropas masculinas, que ven como
sexualizadas, cargadas de erotismo. O que les cansen las largas explicaciones
que hay que dar sobre la experiencia transexual, comparadas con la evidencia de
la homosexualidad.
Puede ser que también se
encuentre la facilidad de ser aceptado como un chico muy femenino pero de aspecto
masculino, lo que lo hace muy atractivo para muchas sensibilidades homosexuales
y se puede administrar socialmente sin dificultad alguna.
Hallado este camino, sé que puede
ser que sientan incluso miedo al descubrir la intensidad de su feminidad (después
por ejemplo de una fase de fuerte represión), temiendo “tener” que emprender
una evolución transexual cuando se encuentran bien en una identidad social
homosexual.
En conjunto, todo esto explica
por qué las personas XY femeninas pueden preferir, sin renunciar a su feminidad
una identidad social masculina; recuérdese: “Yo me siento mujer, pero no
necesito vivir como mujer.”
Es posible que les angustie el
verse tratadas por sus parejas simplemente como varones, pero si consiguen
verse tratadas como varones femeninos, valorada su feminidad, objeto de deseo y
de placer, para ellas puede ser suficiente.
Aunque debe recordarse que no es
suficiente para aquellas personas XY femeninas que necesitan vivir su identidad
femenina socialmente.
Pero en general, esto nos lleva a
lo que quería decir al principio de este texto: que para las menores XY
feminizantes hay abiertos dos caminos, el de la homosexualidad y el de la
transexualidad, y que sólo cada persona puede elegir el que desea seguir.
Es conveniente, si así se desea,
vivir durante la niñez y la preadolescencia la experiencia de la
transexualidad; pero hay que admitir que, después de la pubertad, ambas
experiencias pueden quedar abiertas. Por eso, para que pueda elegir por sí
misma, hay que situar los bloqueadores de la pubertad más allá del primer signo
sólo analítico de la pubertad, aprovechando la ventana temporal que queda hasta
el primer signo perceptible en el cuerpo, para que la persona pueda conocer por
sí misma la experiencia de la pubertad y decidir con conocimiento de causa.
= = =
FEMINOFILIA EN EL SENTIDO MÁS
AMPLIO
Ensayo
= = = =
Esquema
III: Feminofilia. Suelen ser niños con un vacío de modelo paterno, que les hace
refugiarse en el modelo materno. Frecuente adoración de la madre. Aversión
hacia los hombres. Conducta masculina normal. En la edad escolar, no suelen ser
acosados. Orientación muy definida de amor a la mujer, por lo que crean una
imagen de mujer que superponen sobre la propia, excitadamente. Con la
hormonación suele disminuir esa excitación, pero el vacío de modelo paterno y
el refugio en el materno subsisten como identidad. Pueden desear la operación
de reasignación de sexo para parecerse
más a esa forma deseada.
=
= = =
Notas.
En este Conjunto III, el vacío de modelo paterno puede ser menos o más intenso.
Cuando es menos intenso, puede dar lugar a una personalidad masculina y hetera,
que sólo necesita expresar esporádica o periódicamente su adhesión al modelo
materno. Cuando el vacío es más completo (por ejemplo en casos de malos
tratos), puede dar lugar a una transexualidad estable.
= = = =
Este tercer estudio se inserta
junto a los dos anteriores, sobre mi experiencia transexual intersex y la
experiencia feminizante, a la vez que se diferencia de ellos en que tienen
probablemente una base más biológica, mientras que la feminofilia es más
afectiva o psicológica por su origen.
Aventuro que nace de una
dificultad o carencia de afectos masculinos, en personas XY
heterosexuales, que causa la
necesidad de sustituir en todo o en parte una autoimagen corporal masculina por
una autoimagen corporal femenina.
Es como si quien siente esta
experiencia se dijera: “Yo no puedo amar más que a la mujer; por tanto, si
quiero aceptarme a mí mismo tiene que ser con la imagen de una mujer. Puedo
aceptar ser como soy, masculino, hetero, pero no tengo sentimientos
androafectivos, la imagen de un varón no existe para mí y en cambio la imagen
de una mujer me resulta un refugio, me tranquiliza o me excita y quisiera verla ante mí a cada
momento, incluso en mí, al ver-me, al mirar-me en el espejo, al aparecer mi
imagen personal ante mis ojos”.
En las otras circunstancias, que
son la mayoría, en las personas XY existe una fuerte homosentimentalidad que es
la condición que permite la heterosexualidad.
En sus primeros años, el niño
desarrolla una afectividad dirigida a su madre, que es sin embargo diferente, y
a quienes le son más afines en aficiones, reacciones, perspectivas: el padre y
los otros niños.
Así se forma un “los niños con los
niños y las niñas con las niñas” que permite el aprendizaje de la vida de varón
y el orgullo por emular a quienes sirven de ejemplo, los varones mayores.
A la vez, las niñas son vistas
con asombro también como diferentes. Extraña su manera de ser y no es necesario
convivir con ellas. Por tanto, se forma una identidad social masculina, que
alcanza su máxima intensidad en la preadolescencia, en las pandillas de chicos
varones.
Inmediatamente después, en la
pubertad, cambia el equilibrio hormonal y empieza la fascinación sexual por las
mujeres.
Pero está también muy formada una
afectividad intermasculina y esa fascinación no se convierte en deseo de fusión
con los nuevos seres amados, tan absorbentes; la admiración tiende a la
imitación en otros terrenos, pero ahora
puede ponerse en ellas toda la atención, la admiración por su gracia, su
corporalidad, su manera de ser, sin querer ser como ellas.
Por eso, la homoafectividad u
homosentimentalidad intermasculina es la condición que permite la heterosexualidad.
Cuando falta la homoafectividad u
homosentimentalidad surge el deseo de fusión con la imagen de la mujer.
Esa falta puede ser parcial o
total. En la mayoría, es sólo algo lateral, insistente pero que ni siquiera
abarca toda la sexualidad. Se basa en una homosentimentalidad ligera, pero
suficiente en la práctica. Se sabe que la admiración por la mujer, el deseo por
la mujer, la práctica hetera son compatibles con un sueño ocasional que puede
ser mantenido en silencio; a la vez, en los espacios no sexualizados de la
existencia, trabajo, sociedad, relaciones familiares, se existe con naturalidad
e incluso con alivio, olvidándose temporalmente de ese sueño.
Es posible entonces reconocer la
fuerza de la propia heterosexualidad, sin más que alguna preocupación por cómo
vivir en la práctica ese sueño. Lo más frecuente es que dé lugar a
travestimientos en la soledad, o al empleo de alguna prenda aislada como
símbolo de todo lo que se siente, o a la declaración de toda la complejidad
personal ante la mujer a la que se ama profundamente y con quien se desea
compartir toda la vida, y acaso ante la posibilidad de compartir complejidades
afectivas con ella…
Hay por tanto una
heterosexualidad feminófila que puede ser plena.
Cuando el vacío de
homosentimentalidad es más total, puede llegarse a la transexualidad
feminófila.
Puede ser natural, poco
dramático. Basta la relativa lejanía del padre o la relativa distancia de los compañeros, sobre todo de los “amigos del
alma”, que pueden encontrarse o no. Depende también de la afectividad del niño,
que puede verse muy frustrado por sus deseos de cariño y por lo poco que
encuentre. O por sus dificultades de comunicación, procedentes quizá de su
misma mayor inteligencia que la media de su ambiente, de su sensibilidad, de su
capacidad de introspección…
A veces, el vacío de
homoafectividad puede venir de razones más fuertes. Un acoso escolar, a veces
inconsciente pero criminal, por las mismas causas que acabo de exponer, o un
padre maltratador de la madre e incluso del niño, que le obliga a buscar
refugio en la madre, o en alguna otra mujer mayor, o en alguna compañera, sin
poder encontrarlo en otros varones.
Entonces puede surgir la
transexualidad, como decía antes, por razones sólo psicológicas, sin
intervención de otras causas biológicas.
= = = =
Unas palabras sobre el nombre
feminofilia, que me parece surgido en el medio lingüistico de la lengua
española, porque no veo su existencia en los medios de la lengua inglesa o la
francesa. Señala lo fundamental de lo que estoy diciendo, porque se refiere al
amor a la mujer.
En cambio, el primero que se ha
empleado, travestismo, desde magnus Hirschfeld, señala sólo uno de sus efectos,
y al no pensarse en su causa, queda inexplicado, como una fuente de placer que
no se entiende, y clasificado con el término paraguas de parafilia; al no
entender el profundo carácter adaptativo, compensatorio, de este símbolo, queda
descrito como un trastorno.
En realidad, hay que entenderlo
en toda su profunda realidad; se puede percibir entonces su intensa estética,
su seriedad existencial, una más de las maneras en que los seres humanos nos
adaptamos a la diversidad de situaciones ambientales.
Una persona feminófila está
diciendo: “Mirad lo que sueño, que es mi manera propia de ser feliz”.
En el caso de la transexualidad
feminófila, la primera descripción que la ha identificado ha sido el término
“autoginefilia”, creado por el psicólogo canadiense Ray Blanchard y aceptado
por la transexual Anne Lawrence, que ha sido reconocida por la WPATH, o
asociación médica especializada en la transexualidad. Autoginefilia viene a
significar lo mismo que feminofilia, pero en el desarrollo estudioso y público de esta noción se llegó
sólo a ver la relación de este sentimiento con la segunda parte de esta
secuencia, el placer, desconociéndose la primera, el vacío de identidad, con lo
que en la práctica el término autoginefilia ha quedado demasiado asociado a un
entendimiento de esta transexualidad como condicionamiento del placer.
No es extraño que la mayoría de
las personas transexuales feminófilas no se hayan visto reconocidas en toda su
complejidad por este término, lo que lleva a la extensión de la forma
alternativa de feminofilia.
= = = =
Hay algo de diálogo entre el yo
deseante y el yo deseado. Este diálogo presupone una dualidad real entre la
persona feminófila y su imagen femenina.
Esta dualidad, a veces, genera
una doble identidad, estructurada en tiempos: unos de identidad masculina y
otros de identidad femenina, una alternancia entra ambas experiencias. La
persona feminófila puede usar nombres
alternativos, pasando de un momento a otro, de un nombre a otro, de una
identidad a otra.
También cuando el vacío de lo
masculino puede ser total, la persona
llega a una identidad única femenina y abarcadora de toda su realidad. En este
caso, la nueva identidad se hace permanente y se llega a un cambio de identidad
social e incluso a una reasignación genital.
En
ambos casos, me gusta la palabra travesti, la primera que encontré, y sus
connotaciones en América Latina, como desafiante, valiente, insumisa a la
opresión…
Ante
ella, ante sus imágenes, que pueden incluir a la travesti afeitándose, o
enfrentándose con una vida marginal, o gozando de su desafío al mundo con tal
de vivir como desea, se siente el temblor luminoso de la vida.
Hay
precisamente una fuerza intersexual, hermosa, en este desafío. La he visto
cuando supe que algunas travestis del Ecuador tomaron la costumbre de hacer una
cruz con el dedo en el suelo, al salir de su alojamiento, pidiendo sólo no
tener miedo a que las maten; no ya que
no las maten.
¿No
es necesario vivir la experiencia del travestimiento o la transexualidad
poniendo en peligro la propia vida?
¿No
es una señal de la seriedad, de la profundidad de esta experiencia?
¿No
se siente en todo su esplendor cuando se pasa la mano sobre una mejilla
maquillada pero algo pinchuda por la barba?
¿O
cuando se oye una voz profunda sobre un cuerpo redondeado por las turgencias de
las prótesis?
El
horror de la miseria en la que hay que vivir con frecuencia dada la
marginalidad social, el poder destructivo de las drogas, el acecho de la
corrupción policial, la esclavitud de los sicarios, el dolor de un día a día
sin poder escaparse, la rutina de una prostitución con varones cuando se ama a
las mujeres, no disminuyen sino que exaltan la grandeza de esta fidelidad a los
propios sentimientos, la necesidad de adaptación personal o de superación de
las circunstancias que cada cual encuentra.
=
= = =
La
feminofilia se puede dar también en la intersexualidad conductual o cerebral,
en la que la heterosexualidad aparece atenuada, porque lo sé por mi propia
experiencia.
Desde
los cuatro o los cinco años empecé a sentir la experiencia de mi inadecuación
con la masculinidad plena y después de la pubertad aparecieron sentimientos
feminófilos muy intensos, que fueron los que, de hecho, me llevaron a la salida
en sentido transgenérico.
Por
otra parte, mi intersexualidad necesitaba expresarse como tal, pero la cultura
ambiente, completamente binaria, no me dejaba ver esta salida personal. Sentía
la feminofilia como fascinación, pero personalmente poco adecuada.
Mi
necesidad era expresar que soy intersex y que rechazo la genitalidad masculina,
pero esto es distinto del centro de la feminofilia, que es la fusión con la
imagen de la mujer en el espejo, imagen relacionada con el atractivo de la
mujer, en corporalidad, en ropas, en género social.
Cuando tuve ocasión de desbloquear mi
evolución, de pasar de la fantasía a la práctica, la feminofilia se desvaneció
por sí misma.
=
= = =
Sin
embargo, la experiencia personal de la feminofilia, me ha hecho comprender una
experiencia que es también muy frecuente entre las personas feminófilas.
Como
la aspiración más alta es una fusión con la imagen de la mujer, puede que se
establezca este razonamiento: “Si voy a ser mujer tienen que atraerme los
hombres”.
Entonces
empieza un intento, que en mí ha durado casi toda mi vida, en el que el hombre
aparece como la gran esperanza de confirmación de que hemos conseguido la
fusión.
Pero
recuérdese que nuestra verdad es que somos más o menos heterosexuales. Es
posible acercarse a nuestro deseo sólo si descubrimos nuestra afectividad,
nuestra afinidad hacia algunos hombres, que puede ser muy intensa, y si la confundimos
con el deseo sexual.
Es
necesario organizar nuestra afectividad con arreglo a nuestra realidad: si
nuestras relaciones con los hombres son homosentimentales, homoafectivas,
darles este nombre; si nuestras relaciones con la mujer son de la clase de
refugio, o consuelo, o compensación ante la falta de afecto masculino, aceptar
con naturalidad que nuestra propia imagen necesita ser parecida a la de una
mujer.
El
modelo de las travestis de América Latina me parece muy útil; pueden ser
transvestistas, transgenéricas o transexuales;
ginesexuales o androsexuales; pero de hecho aceptan que tienen una
biología masculina y una configuración femenina; juegan con ambos elementos;
los viven con naturalidad.
Y
con belleza y dignidad. Tengo guardada la imagen de un muchacho con el cabello
largo, un cuerpo musculoso, sin arreglo alguno, y que avanza con decisión
envuelto en un vestido de tirantes anchos, sucio como si fuera una camiseta.
También esta imagen me habla de la bivalencia o la ambigüedad que hay en la vida
feminófila. También este muchacho me enternece.
=
= = =
En
la medida en que la feminofilia permite muchas veces una vida integrada en lo
social y laboral, y queda como práctica en la intimidad, los feminófilos no
suelen necesitar de orientación psicológica o médica, lo que impide decir hasta
qué punto está extendida. Sólo se puede intuir que es muy frecuente, e imaginar
que alcanza cifras como el diez por ciento de la población y aun mayores.
En
el caso de la transexualidad feminófila, en la que se decide una identidad
social femenina permanente, siendo las cifras totales mucho más pequeñas, se
habla de que las transexuales ginesexuales, o amantes de la mujer, pueden ser
más numerosas que las transexuales androsexuales.
=
= = =
Las
notas características del “deseo erotizado de fusión con la imagen de la mujer
en el espejo”, o “deseo feminizante”, en las personas feminófilas y trans
intersex, amantes de la mujer, que no existe en las personas trans feminizantes,
amantes de los varones, son:
=a.
su función como refugio o de compensación identitaria ante un vacío de
identidad, que centra la atención en una
autoimagen muy feminizante y excitante;
=b.
pero forma un velo, sostenido por el deseo, que mientras existe impide ver,
aceptar y desarrollar la realidad
personal, con su dimensión masculina, porque resulta rechazada o menos estimulante;
=c.
el deseo de identificación excitante con la mujer puede llegar a un intento de
semiorientación hacia el varón, para cumplir todas las expectativas;
=d.
la imagen de la mujer es limitada, poco real: arquetípica, joven y llamativa,
externa, visual; no es interna, referida a la experiencia de la vida de la
mujer, por ejemplo, en su relación real con sus hijos o en su cotidianidad, que
puede ser prosaica;
=e.
la excitación puede ser un automatismo no deseado, que contradice la necesidad
identitaria;
=f.
los estímulos excitantes, en el vacío de la fantasía, lejos de la realidad,
están sometidos a un efecto de umbral, que requiere un suministro de estímulo
cada vez mayor, para conseguir los mismos efectos;
=g.
como efecto de la fatiga del erotismo, hay una sujeción a períodos de
excitación y de cansancio, incluso de vergüenza y rechazo (“purgaciones”, en
las que se desea liberarse de este proceso, y se tiran las ropas adquiridas,
las fotos, etc);
=h.
por depender de la cantidad de andrógenos en el organismo, este deseo disminuye
con la libido al iniciar un proceso transexual con la hormonación, pero no
desaparece, porque es estructural, identitario;
=i.
los factores identitarios, reflexivos (vacío/ refugio), pueden ser más
determinantes para seguir adelante, asumiendo la realidad del vacío de modelo paterno
y la necesidad de refugio en el modelo materno.
=
= = =
Intentaré
rehacer aquí los sentimientos feminófilos; lo escribo en primera persona, para
expresar la vivacidad de los sentimientos, pero al decir yo, hablo unas veces
de mí y otras veces de otras personas. Pueden ser a veces irracionales, pero
los sentimientos no distinguen de racionalidad ni irracionalidad:
Feminofilia
es mirar a una mujer y desear ser ella. Las barreras se desvanecen. Yo soy lo
que deseo.
Quiero
que su ropa sea la mía, para poder ser ella. La ropa es la persona.
Quiero
ser esa persona. Tan hermosa como ella.
Quiero
abandonar la grisedad y la tristeza de mi vida masculina. Quiero compartir esa
vida de hermosura.
Es
encantador vivir una existencia centrada en la belleza.
La
miro durante horas. La admiro. Acepto cada molécula de su ser. Cada actitud,
cada gesto. Quiero que sean los míos. La imito, sin darme cuenta. Y cuando me
doy cuenta, sigo imitándola.
Casi
éxtasis.
Otras
personas trans, yo no tanto, en mi caso, hablarían también de esto:
Les
atraía desde la niñez la vida de las niñas. Tener sus muñecas, su ropa, sus
cabellos. Ser como ellas.
Que
todos puedan ver en mí lo que yo amo. Que me vean tal como quisiera ser.
Que
cada minuto de mi vida haya sido un minuto de una vida de niña, valorada,
protegida, cuidada.
Encantadora.
Una
parte de esa maravilla que es la vida de mujer.
Si
este sentimiento va acompañado por el desinterés por la vida masculina, si la
vida masculina es para mí gris y fea, para mí, y triste, sin las ventajas que
encuentran los hombres, ni sus alegrías, entonces mi esperanza es la
feminofilia.
Centrada
únicamente en compartir la vida de las mujeres, aunque me pueden gustar también
más o menos los hombres. Una cosa es ser y otra gustar. Sin desear llegar a una
vida masculina, aunque pueden gustarme los hombres, incluso de hecho, sin
pensarlo.
No
será sólo que me impresionen más o menos las mujeres. Será también que no pueda
adoptar una identidad masculina.
Puede
ser incluso que sienta rechazo por los órganos masculinos. Que al tomar una
ducha procure no mirarlos.
O
no tocarlos. Puede ser que la intensidad del deseo me lleve a masturbarme, pero
puede ser también que lo haga con amargura.
Comprendiendo
que mi cuerpo no es del todo como el de una mujer, que será lo que más desee.
Ahora,
la otra posibilidad. Si puedo volver a la vida masculina, si me es en conjunto
agradable como tal forma de vida, entonces seré un varón hetero feminófilo.
Que
puede separar su vida profesional, familiar, social, de su pasión, como puede separarla
de su amor a la música, por ejemplo.
Cinco
días trabajando, en un trabajo muy masculino, que además, me guste, y el
viernes, por ejemplo, tocando la batería.
Y
el sábado por la tarde, ensayando.
¿No
hay fans, fanáticos de la belleza, que idolatran la belleza?
Pues
yo seré una fan, que tiene pósters de mis ídolos en mi cuarto.
¿No
llega a ser la identidad de las fans la imagen de sus ídolos?
Pues
mi identidad será la imagen de la mujer que vibra en mi imaginación en cada
momento.
Mi
identidad es mi deseo.
Cuando
mi deseo cese yo puedo volver a mi identidad masculina, con la normalidad y lo
corriente de cualquier vida masculina.
Otros
pensamientos llegan a la imaginación de las personas feminófilas:
Me
interesan los deportes. Encuentro buena la afición por los deportes, porque
descansa la imaginación.
Me
compro un diario de deportes y encuentro conversación con los amigos.
Si
te deja un margen de masculinidad bastante amplio, placentero, serás un varón
hetero feminófilo. Si no te lo deja, si el interés por la vida de mujer o la
pasión por la mujer, según cada persona (interés o pasión) es lo único que te
alegra y llena tu vida, serás transexual feminófila.
Kathy
Dee, que escribió una autobiografía muy valiosa, cuenta que una amiga suya, transexual,
operada, se pasaba horas y horas bañándose, mirando su cuerpo de piel muy
blanca, en el agua transparente.
Pienso
yo que la mujer con la que soñaba estaba ya allí, y no dejaba de estarlo, una
vez que se levantaba y salía del baño, iba con ella, se vestía con ella, andaba
con ella con sus movimientos conscientes de mujer.
La
estructura de este sentimiento era dual: yo que miro y lo que miro, mi
feminidad. En las mujeres heteras o lesbianas, este sentimiento es más
sencillo, es sólo yo que miro.
Por
eso, para los feminófilos que pueden salir del deseo y volver a su identidad
masculina, todo equivale a una mujer con la que sueñan y que acercan a sí hasta
el punto de expresarla con su cuerpo, que se convierte en la materia con la que
un artista hace su arte.
Pueden
tener incluso una identidad masculina heterosexual. Pueden hacer una vida
masculina heterosexual, casarse con una mujer, amarla y desearla, tener hijos.
Sólo
su sueño, su arte, es la feminofilia. Pueden dedicarle un tiempo y no otro, y
en ambos se sienten a gusto. Pueden trabajar en la impersonación de mujeres y,
al terminar, como vi una vez en un documental australiano, pueden volver a
vestir de hombres con naturalidad. El artista de cabaret del que trataba el
documental, a veces llegaba al cabaret con su hijo de unos diez años y, al
terminar su actuación, con su camisa y su pantalón claros, volvía con él,
andando por el paseo marítimo como cualquier padre con su hijo.
Algunos
sentimientos son muy fuertes. Hay quienes han experimentado esto:
Mi
padre (un padre) maltrataba a mi madre y me maltrataba a mí; por eso yo no
puedo querer ser como mi padre.
Los
varones no representan nada para mí. No quiero a ninguno.
Si
tuviese que vivir entre varones y como varón, me llegaría una tristeza muy
gris. Por eso me refugio entre mujeres, como me refugiaba en mi madre.
Yo
quiero vivir en un mundo de mujeres. No sé cómo todas las mujeres no aman a las
mujeres.