sábado, 15 de noviembre de 2014

RECAPITULACIÓN BIOLÓGICA Y PSICOLÓGICA

Kim Pérez 

Actualizado, 3.XII.2014

Hay un hecho, anterior a mi gestación, que pudo ser decisivo para mi manera de ser. Mi madre me lo resumía en su extrema vejez: “Sí, pero te salvó la vida”.
Estaba perdiendo un hijo tras otro, por matriz infantil o útero hipoplásico, una afección muy rara, que produce muchos abortos, cinco desde que se casó con 19 años en 1938, a 1940, con 21, hasta que el Dr Gálvez Ginachero, de Málaga, muy respetado durante la guerra, primero por los rojos y luego por los nacionales, le prescribió Progynon, de Schering, “recién inventado”, me decía mi madre, en realidad desde 1928, doce años antes, valerato de estradiol, el primer estrógeno u hormona femenina en farmacia, inyecciones de 10 mg. En cuanto supo que estaba esperándome, a fines de junio de 1940, mi madre detuvo el tratamiento. Pero es posible que tuviera un efecto depot, de acción gradual, porque actualmente se llama Progynon Depot.
Aún así, en diciembre, cuando nos veníamos de Palma de Mallorca a Granada, mi madre tuvo una gran hemorragia en Valencia, que le obligó a quedarse no sé si fue una semana o dos en casa de mis tíos, inmóvil en la cama; es decir, estuve a punto de irme yo también.
La eficacia desmasculinizadora del Progynon se comprueba por el hecho de que, ochenta años después, se sigue usando sobre todo para la feminización trans, parece que en países pobres, por ser quizá (no lo sé seguro) más contundente, relacionado con el estradiol,  el estrógeno más feminizador.
En efecto, entre 1930 y 1950, los estrógenos se usaban para evitar los abortos espontáneos,  para “evitar los desenlaces adversos del embarazo” y en los “Annales D’Endocrinologie”, primer número, marzo de 1939, el Progynon se anuncia para problemas de la pubertad, entre otros (Dr. Alfredo Jácome Roca, “Aspectos Históricos de la Terapéutica con hormonas femeninas”);  y la matriz infantil puede ser considerada un problema de pubertad.
La descripción de Progynon de una farmacia en la red aconseja una inyección cada cuatro semanas, lo que señala la duración del efecto depot. Pongamos que mi madre tardara casi un mes en constatar que estaba embarazada de mí,  por lo que pudo seguie el tratamiento hasta mediados de julio de 1940; el efecto duraría entonces casi ocho semanas, sin contar su caída final, quizá no repentina, sino gradual; por tanto, ese estado duraría entre unas seis semanas y nueve, lo suficiente para mantenerme durante ellas en estado femenino y para formar quizá femeninamente algunas estructuras cerebrales que ya lo seguirían siendo. Otra hormona, el acetato de leuprorelina, al ser inyectado, libera dosis diarias iguales durante 1, 3 o 4 meses. (Periti, P., Mazzei, T., Mini, E, “Clinical pharmacokinetics of depot leuprorelin”; Department of Preclinical and Clinical Pharmacology, Università di Firenze, Florence, Italy)
O sea, que si fuera éste el caso, mi cerebro en formación pudo estar sometido a la acción de un estrógeno, inhibidor de las hormonas masculinas, desde el mes de mi concepción, junio de 1940, hasta finales de julio (seis semanas) o mediados de agosto (ocho semanas; quizá nueve)
En 1991, compré un texto de divulgación, de Anne Moir y David Jessel, “El sexo en el cerebro”. En él se explica el mecanismo de androgenación prenatal, que sucede en dos fases. En la primera, puede haber bastantes andrógenos para configurar genitales masculinos pero, en la segunda, estos pueden no producir a su vez bastantes andrógenos para masculinizar el cerebro Entonces, puede haber un cuerpo masculino y un cerebro femenino (página 33)
Al final de ese primer trimestre (dato impreciso), entiendo que entre  la semana octava y la décimotercera,  hubo un nivel hormonal suficiente para masculinizar mi cuerpo, como se comprueba incluso en la ratio de mis dedos índice y anular (2D-4D), que entra dentro de los parámetros  masculinos en ambas manos (John T. Manning, “Digit Ratio: A Pointer to Fertility, Behavior and Health”, Rutgers University Press, y Zhengui Zheng y Martin Cohn,  “Developmental basis of sexually dimorphic digit ratios” (Proceedings of the National Academy of Sciences), 2011.
Medidos desde el pliegue digital inferior, mis dedos van de 2D=7.2 a 4D=7’8 cm (ratio 0’92), los izquierdos y 2D=7.2 a 4D=8 cm (ratio 0’9), los derechos; media, 0’91 (muy baja); comparados con los datos publicados en un estudio sobre 136 varones y 137 mujeres, en los que el intervalo masculino iría de 0’889 a 1’005, media 0’947 frente a un intervalo femenino de 0’931 a 1’017, media 0’965 (Bailey AA, Hurd PL (March 2005). “Finger length ratio (2D:4D) correlates with physical aggression in men but not in women”. Biological Psychology 68 (3): 215–22), mi ratio de los izquierdos y la de los derechos estarían dentro del intervalo y la media masculinos y fuera de los femeninos.
Se puede unir al efecto bioquímico intenso del Progynon el stress de guerra que sufrió mi madre, que acentuaría el efecto depot de ese fármaco. Desde el 5 de junio de 1940 hasta el 10 de julio, cuarta semana, pero el primer mes se habría cumplido o casi.
No han sido confirmados los resultados de Günther Dörner, en 1980, sobre un posible máximo de homosexuales nacidos en Alemania entre 1944 y 1945, momento crítico de la Guerra Mundial, según el intento de comprobación de Schmidt y Clement, en 1988. Sin embargo, la discusión sigue abierta: en 1993, Matt Ridley, en “The Red Queen”,  aludía al cortisol, hormona del stress, que nace de la misma base que la testosterona, dejándole quizás menos margen de formación; un estudio publicado en Archives of General Psychiatry señala que un stress emocional severo durante los primeros meses de embarazo puede aumentar  también el riesgo de esquizofrenia. 
A fines de la tercera semana se han formado ya las bases del cerebro anterior, medio y posterior. Son estructuras demasiado básicas para pensar que alguna función esté localizada, por lo que supongo que la feminidad básica de mi cerebro se vería en tendencias difusas, algo así como un material con determinadas propiedades, que se verían operativas en ciertas circunstancias.

Louis Gooren, primer profesor de Transexología, desde 1988, en la Universidad Libre de Amsterdam, dice en “The biology of the  human sexual differentiation”, Hormones and Behavior, noviembre, 2006,  que los efectos de los andrógenos prenatales prevalecen más en la conducta de rol de género que en la identidad de género; ese análisis confirma la realidad de que mi identidad sea masculina y mi  conducta sexual sea antimasculina.
Hay pruebas, dicen Moir y Jessel, de que el sexo cerebral supone una gradación, un continuo; más andrógenos en la matriz, más masculina la conducta; menos andrógenos, más femenina (página 41) Por tanto, el volumen de la dosis administrada, al actuar sobre la primera formación del cerebro, determinaría el grado de feminidad permanecida. Yo supongo que en mí fue más que una difusa ambigüedad, como la que Moir y Jessel cuentan en  la historia de  Jim, cuya madre tuvo que tomar otra hormona femenina, el dietilestribestrol, porque su diabetes le provocaba también abortos espontáneos. Jim era un muchacho tímido, que no sabía defenderse, tratado como mariquita en clase y cuya heterosexualidad había quedado difuminada, a diferencia todo de su hermano mayor Larry, en cuyo embarazo no fue necesaria la hormonación (páginas 42 y 43) Todos los indicios que vivió Jim los viví también yo en mi adolescencia y más intensamente, porque la pubertad me hizo extrañarme por los órganos genitales masculinos, encontrarlo muy feos y rechazarlos, no pudiendo entenderlos como partes de mi cuerpo, y necesitando quitarlos, hasta que lo conseguí –el núcleo de mi transexualidad.
En mi historia, los efectos feminizantes de la biología fueron sobre todo mi posición en el continuo dominancia/sumisión, mi incompatibilidad con las funciones y los genitales masculinos y la debilidad de mi impulso heterosexual.
Diré que, dentro del continuo masculinidad/feminidad, en conducta de género, que depara la identidad, estoy dentro de la mitad más masculina, aunque ya cerca de la femenina, mientras que en genitalidad, seguro, y en dominancia/sumisión, probable, estoy dentro de la mitad más femenina y más cerca de su extremo.
Mi posición en el continuo dominancia/sumisión se define en una sensualidad sumisa, visible en los recuerdos de mis fantasías desde los cinco y los ocho años y que gravita siempre a lo largo de mi vida, desde alrededor de 1946, con unos cinco años, intensamente en el curso 1949/1950, como respuesta a la amenaza de un chico, que me aterrorizó, hasta mediado junio 2010 (sesenta y nueve años, ya sin miedos ni angustias, en un feliz verano), tengo una fantasía de sumisión sexual a un hombre peligroso, que dura mes y medio, mañana y noche.
No encuentro estadísticas de la posición de las mujeres en el continuo dominancia/sumisión;  pero entre las mujeres heteras que lo ponen en práctica como fantasía, un 89%  preferían un rol sumiso,  prefiriendo también un varón dominante, mientras que, de los varones heteros, un 71% preferían un rol dominante (Ernulf, Kurt E.; Innala, Sune M. (1995). “Sexual bondage: A review and unobtrusive investigation”. Archives of Sexual Behavior 24 (6)”
Por tanto, este rasgo de mi temperamento lo puedo considerar  femenino,  procedente de una parte de mi cerebro formada femeninamente.
Puede ser que la orientación en mi caso sea ginesexual en la sensitividad visual y androsexual en la táctil, que es mucho más primitiva, puesto que el tejido de la piel es el mismo que el de los nervios. Soy sensible al tacto masculino, cálido, conforme me acerco más a él, y en cambio, en la imagen mental que me hago del tacto de la mujer, es frío como el de un pez. Me agradan las manos grandes y calientes de los varones, como me desagradan las pequeñas y frías de las mujeres.
Con nueve años, tuve que someterme a una operación en los genitales, que antes, me habían parecido insignificantes, graciosos, útiles para orinar, y por tanto limpios. Tuve anestesia general de éter (1950), dormí esa noche en el sanatorio y luego guardé cama durante una semana, con fuertes picores. Después, al descubrirse el glande, me parecieron, por primera vez, feos. Con el tiempo, observé que, a un centímetro por debajo del orificio de la uretra, había al parecer, otro igual, con labios como el superior, pero sellado. ¿Pudo ser un ligero hipospadias? MedlinePlus incluye el hipospadias entre los indicios de intersexualidad compleja.
Mi pubertad fue difícil y fea y mi profunda androfobia, o incompatibilidad con los varones, hizo que los genitales madurados me parezcan desde entonces muy feos, extraños o ajenos; no quiero que estén en mi cuerpo o por lo menos, que vuelvan al estado anterior.
Afortunadamente, documenté este sentimiento con precisión en una libretilla de mi diario sólo cinco o seis años después, el 12.IX.1960, yo con diecinueve años:
“Esta mañana, al ir a bajar a la playa, he vuelto a ver mi sexo en el espejo, mientras me ponía el bañador. Es una cosa fea; ajena a mí y a mi personalidad. Mi “yo” termina donde empiezan los genitales. De lo que se llama sexualidad, sólo me pertenece lo que más extendido y difuminado está en todo mi cuerpo: la voluptuosidad. El sexo es postizo, me avergüenzo de él, me disgusta, le aborrezco (…) Y este sexo ajeno es algo que repugna a mi voluptuosidad, al amor que siento por  mi cuerpo suave y mis facciones delicadas; y repugna de la misma manera con que me repugna el vello de mis axilas, la barba de mi cara, el vello de mis piernas. Por ello, estoy ansioso de someterme a un tratamiento de hormonas; deseo ver suavizarse mis piernas, redondearse mis senos, reducirse mi sexo (…)”
Este deseo es tan intenso y personal, que siempre he pensado que, si la condición para operarme, hubiera tenido que ser irme a vivir el resto de mi vida, a una isla desierta, yo sola, hubiera aceptado. También he pensado, más realistamente, que si mis circunstancias profesionales me hubieran impedido la transexualidad social, me hubiera sido suficiente operarme, sin cambiar de género. Me operé de hecho el 5.I.1995, y me puse faldas casi dos años después.

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La  sexuación hace que las hembras mamiféricas en general estén preparadas para la crianza y los machos para la fecundación y la pelea con otros machos.
Existen situaciones intermedias. Entre los humanos, las mujeres suelen tener conciencia de una naturaleza femenina, de madres, los varones, simplemente, de una naturaleza viril, pero hay personas que somos conscientes de que tenemos otras condiciones.
Yo no correspondo a un modelo básico ni otro; sé que no tengo naturaleza de hembra, porque  no me motivan nada los niños recién nacidos, y tampoco tengo plena naturaleza de macho; siento la irritación masculina ante la presencia de los seres masculinos, pero no siento el deseo de la fecundación, ni tampoco el de la pelea.  
Yo sabía que soy  masculino/ambiguo, en el sentido suave que le doy a la palabra masculino, es decir, intersex. Desde mi niñez, me veo serio y altivo. También, seguro.  No puedo dejar de verme así.
Me sentía bello, sabiendo que tenía los ojos muy grandes, oscuros, y el cabello negro, formando ondas que caían sobre mi frente.
La única vez que pensé en mis genitales, todavía en la impubertad, los vi pequeños, delicados, suaves, claros, que sólo servían para hacer pis, un líquido dorado y transparente, y que por tanto no merecían tanto pudor como el ano. Por tanto, masculino no quiere decir genital.
En la adolescencia, sabiendo que mis miembros, mi cuerpo, eran largos, esbeltos y lánguidos, moviéndose como danzando, me califiqué como ambiguo, palabra que todavía me enternece.
Desde mucho antes de la adolescencia, hacia los cinco años, me había encontrado con un rechazo muy fuerte hacia los varones de mi edad que  fueran muy masculinos, agresivos, lo mismo que una espontánea ternura hacia los más delicados, que despertaban un sentimiento de afinidad.  

Pero mi antipatía es tan fuerte hacia la mayoría de los varones, que era imposible identificarme con ellos y con su manera de vivir.  Yo no quería ser contado entre ellos (como me dije) Enseguida surgió mi rechazo por los órganos genitales masculinos, que me parecen muy feos, me repelen, me extrañan y no los entiendo ni quiero usarlos. En cambio, su  ausencia era mía. Si los perdía, me harían no ofensiva, también delicada. Mi vientre sería redondo y grácil.
Era algo puramente genital, no de género. Cuando pensé que por motivos laborales no podría cambiar de género, comprendí que podría hacerme una operación de genitales sabiéndolo sólo yo, y que esa conciencia secreta, sería lo bastante para hacerme feliz.
En ese mismo momento, con unos catorce años, me arrastraron dos complejos afectivos enormemente poderosos.
Uno de ellos es más superficial y surge de una orientación ginesexual, en un vacío de identidad masculina: el Deseo de Fusión con la Imagen de la Mujer en el Espejo. Cuando la identidad masculina no es firme, hay un placer al superponer una imagen de mujer sobre la propia. Es una imagen externa, no la de lo que se es, sino la de lo que se parece. Despierta una excitación que empuja a hacerla más y más propia, impersonándola hasta el punto de que se confunde  más y más con la propia identidad.  Como dijo Charlotte von Mahlsdorf, “Yo soy mi propia mujer”. 
Este sentimiento no se da en las mujeres trans que desean a los hombres. En ellas, la identificación con la mujer es reflexiva, no excitante, no compulsiva.
El segundo complejo afectivo es muy profundo y por eso es casi inconsciente; no sé si es natural o traumático, si es una forma de decir ay y esperar un acomodo mejor : es el deseo de empequeñecimiento, de ser inofensiva, al sentir que los varones me rechazan, porque espero  que mi temor se convierta en el gusto por la protección hacia mí.
 A lo largo de toda mi vida, también desde los cinco años, está en el fondo este deseo de dependencia, inofensividad, que me lo figuro como que hará posible que me acepten, me valoren y me quieran.
Me parece que es un sentimiento de mujer, de hembra, que me ha sorprendido comprobar que está compartido secretamente por muchas mujeres. Puedo hablar con ellas de esta cuestión con la seguridad de que me entienden y de que sé de lo que hablo. Sé que nos estamos descubriendo sensaciones que compartimos, que nos extrañan y que nos avergüenzan un poco

Ha estado presente en todo mi proceso transexual, como erotismo difuso pero muy eficaz, centrado en la comparación de mi nueva vida con una vida masculina.


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