Al despertarme, tarde, poco después de las doce y cuarto, después de una noche desvelada, y un duermevela en el que pienso una y
otra vez que, junto a la “a” y la “o”, la “e” es la mía, comprendo que los
sentimientos que me definen sexualmente son, hacia los varones que no me
quieren, la androfobia, y desde mi pubertad, la genitofobia, sin excepciones,
incluso hacia las mujeres.
En una persona intersexual
conductualmente, como soy yo, es natural una afectividad singular, que no se
explique con arreglo a los modelos mayoritarios; sin embargo, educada en una
cultura binarista, he querido entenderme binaristamente como varón hetero o
como mujer hetera, por lo que he tardado hasta los 73 años en comprender que mi
manera de ser no es de varón, ni de mujer, ni siquiera de persona ambigua o
intermedia, sino completamente diferente.
Androfobia y genitofobia dan
sentido a mis recuerdos. Debajo de ellas, que son sentimientos, efectos de algo
más profundo, hay una naturaleza femenina conductual, derivada de que mi madre tuvo que tomar un estrógeno muy fuerte para que yo llegara y no me muriera.
De mi relativa feminidad no tuve
conciencia en mis primeros años (llorica, lánguido, actitudes que eran mías, pero
a las que no le di nombre), por tanto no generó una identidad femenina,
pero me costó la desafección de los varones, a la vez que los rechazaba, mientras
resplandecían como refugio afectivo la adoración hacia mi madre y la admiración
incondicional hacia mi padre. Y el cariño hacia otros hombres que fueron buenos
conmigo.
Tengo recuerdos de choques morales, una verdadera aversión hacia los varones desde los cuatro años, luego desde los siete, cuando salí del ámbito
familiar y, sobre todo, desde los doce, cuando empecé a tener conciencia de la
genitalidad masculina y a rechazarla en ellos y en mí; la extrañeza por mis
genitales, el deseo de verme libre de ellos, empezaron a definirse en mi
conciencia; no la formación de unos genitales femeninos, sino la pura
emasculación.
Y en ese momento aparece ante mí la imagen de una mujer con pecho lleno,
envuelta en una combinación somera, y me digo con ansia: “Quiero ser como
ella”.
Y veo al hombre a quien ella mira y le fascina y a mí me gusta, pero no
me fascina, y me digo: “Quisiera amarlo”.
Por tanto, no me ajusto a las
formas mayoritarias de masculinidad ni de feminidad, ni a las homos, ni
heteras, ni tampoco a las de las trans femeninas que han podido afirmar su
naturaleza y su identidad desde pequeñas; soy trans porque he apartado mis
genitales y porque anhelo una identidad femenina en la que pueda desear a los
varones, aunque no lo consigo del todo.
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