sábado, 27 de diciembre de 2014

LES NIÑES FEMENINES



Kim Pérez


Digo “niñes femenines” porque  la primera realidad asombrosa que se ve es ésta : son aparentemente  niños XY y son femeninos o muy femeninos de actitudes y conducta, desde los dos, tres o cuatro años.

Algunos son conscientes de esto, y dicen “soy una niña” y otros son inconscientes, y dicen “soy un niño”.

Unos procurarán vivir como niñas y otros procurarán vivir como niños, aunque poco a poco encontrarán dificultades que les harán replantearse la conciencia de sí.

En resumen, a partir de dos percepciones de partida, que aparentemente son niños y que son femeninos, se puede consolidar con los años una identidad plenamente femenina, o una identidad intersex o  ambigua, o un intento de adaptar esa feminidad natural a una aparente masculinidad.

Este último intento puede ser consciente e incluso voluntario, una vez que se sopesan pros y contras.

Por eso, en esa edad no es realista llamarles niños, y es prematuro llamarles niñas, antes de que se decidan las posibilidades que pueden tener abiertas.

Como principio pedagógico, planteo a las madres y padres lo siguiente: su función, como la de todo educador, es caminar detrás, y no delante de estas criaturas, como se hace con la que aprende a andar;

protegerlas como si fuera con los brazos abiertos en su cercanía, de todo daño;

enseñarles todas las puertas que haya a su paso, y dejarles que entren por ellas y vean las estancias a las que se abren;

aconsejarles todo lo que sea necesario cada vez que vuelvan sus miradas a sus padres;

y respaldarles en las decisiones que vayan tomando, sean cuales fueren y les gusten o no; los humanos tenemos el derecho de equivocarnos por nosotros mismos y de rectificar si es posible.

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(¿Por qué?)

¿Por qué surgen en personas XY esas cualidades femeninas?

La duda principal ha sido entre naturaleza y educación, “nature or nurture”, como se dice en inglés.

¿Tiene un papel importante el medio en se haya criado  un niño?  ¿Que haya amado a su madre hasta el punto de identificarse con ella? ¿O que se haya criado entre mujeres?

Esto último no, pero la relación con su padre es vital. El ser humano está hecho de aprendizajes, y entre ellos está la identidad, que es la conciencia de sí como hombre o mujer, la aceptación gustosa de ser hombre o mujer.

Unas pocas veces, hablo de lo que sé, hay niños, que  han sido normalmente masculinos, en actitudes y preferencias,  pero que se han criado con un padre terrible, aterrador, duro, agresivo, ofensivo, incluso maltratador, aunque no es preciso llegar a tanto,  por lo que han tenido que refugiarse en su madre, detrás de las faldas de su madre, como se suele decir.

No han podido identificarse con su padre, en modo alguno. La masculinidad ha sido para ellos sinónimo de miedo y la feminidad de refugio. Han llegado a identificarse con su madre. Desear protegerla y desear ser como ella. La ropa de mujer ha llegado a ser para ellos el camino de salvación, y desean vestir y vivir como mujeres, aunque no sean muy femeninos en otros aspectos.

Otras veces, es una situación intermedia. No son muy masculinos y son un poco femeninos, y el padre no los acepta, sin ser agresivo. Cumple con sus obligaciones paternas y sólo se distancia afectivamente, pensando que el niño no se dará cuenta. Pero el niño lo necesita, y le falta un contacto con su padre que le permita identificarse con él. La consecuencia es que no llega nunca a una verdadera identificación con la masculinidad, cálida y jubilosa, llena de afectos, y de experiencias comunes, y si puede, no sólo quiere a su madre, sino que se identifica con ella, en mayor o menor medida.  

Llegando más lejos, nos encontramos con niñes que son ya femenines por temperamento, no sólo poco masculinos.  La relación con su padre puede ser afectuosa, pero es su naturaleza la que le empuja a identificarse con las niñas y con las mujeres. Prefiere jugar con niñas, antes que con niños y se imagina como una mujer en el futuro.

He estado hablando de niños masculinos, poco masculinos, femeninos, entre los que se puede distinguir entre algo femeninos y muy femeninos…

Esta gradación, en las naturalezas, es algo natural y beneficioso para la especie. Los hombres muy masculinos, acometedores, enérgicos, activos, son convenientes para todas las situaciones que requieren capacidad de defensa; suelen expresarse, mientras, en la pasión por el deporte.

Pero los hombres reflexivos, tranquilos, físicamente pasivos, masculinos, pero no tanto, suelen ser útiles para el estudio, para las ciencias y las artes…

Lo mismo sucede entre las mujeres, entre quienes las muy femeninas suelen ser muy maternales y volcadas afectivamente en  el cuidado de la familia, algo compatible por cierto con una dedicación laboral,  mientras que hay mujeres menos femeninas para las que es el estudio, la ciencia o el arte su vocación principal.

Es difícil poner un límite entre la masculinidad menor y la feminidad o la feminidad menor y la masculinidad.

 Al hablar de estas diferencias naturales, que las vemos a cada momento en la calle, estamos hablando de algo que tiene que ver con las diferencias y las gradaciones de la hormonación natural en la edad prenatal.

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(¿Cómo somos?)

¿Cómo son les niñes femenines?

Como se ha visto antes, también hay una gradación en su feminidad.

Algunos no son femeninos por naturaleza, sino por su medio ambiente, por razones de identificación, es decir, por adaptación, por supervivencia frente a la hostilidad paterna. Esto puede ser una voluntad secreta, íntima, que no necesite expresarse socialmente.

En la escolarización, pueden jugar con niños y a juegos de niños, pero sin que se puedan establecer ya lazos de compañerismo, de afecto mutuo entre ellos. Pueden ser niños solitarios, pero voluntariamente sin amigos. Las niñas en cambio les parecen su ideal de vida y pueden buscar su amistad y compañía. Son aceptados por los niños, no sufren acoso, puesto que no dan indicios de feminidad.

Pero quizá, en su secreto, alguna vez se confíen a sus madres, diciéndoles: “Mamá, quiero ser una niña”.

He hablado también de niños algo femeninos.
Pueden ser conscientes o inconscientes de su relativa feminidad.

En el primer caso, les resulta visible a quienes les rodean, menos a ellos mismos. Suele ser por indicios más o menos sutiles: son muy tranquilos, caseros, no les gusta jugar con los niños a sus juegos a menudo turbulentos.

Son introvertidos, pueden pasarse horas leyendo, muy sensibles, se pueden echar a llorar por cualquier cosa, sensitivos, porque son finos en sus percepciones de la vida natural o humana.

Como no hay nada muy femenino en su manera de ser, pueden no tener conciencia de ello, y formar una identidad masculina a su manera.

Pero para otros, esta relativa feminidad es evidente. Un padre muy masculino puede sentirlos extraños y rechazarlos, lo que con el tiempo puede tener hondas consecuencias. Al escolarizarse, los niños no suelen encontrar ocasiones de reírse de ellos, en su discreción, pero sí para que no les guste su manera de ser y para aislarlos.

Si, con el tiempo, alguno les llama “mariquita”, puede ser con gran sorpresa por su parte, porque nunca se hayan sentido así. Sin embargo, si no cuentan con el apoyo paterno, pueden sentirse gradualmente inadaptados a la masculinidad y conscientes de su propia relativa feminidad, desde los diez años aproximadamente.

En cambio, muchas veces la feminidad es tan visible, que son conscientes de ella desde sus primeros años, desde los dos o los tres.

Lo son, porque les encanta la ropa de niña y rechazan la de niño. Buscan incluso con pasión la ropa femenina para ponérsela, imitan a su madre pintándose la cara como pueden. Interiormente, saben que son niñas desde el primer momento y se dicen o dicen a su madre: “Soy una niña” (no “quiero ser una niña”, sino “soy”)

Juegan con las niñas, a juegos de niñas, tienen sueños de niñas como ser princesas, lo que les puede llevar a un acoso fortísimo por parte del padre y de los niños. La madre y las niñas pueden también ser su refugio.

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(Represión o expresión)

Hasta ahora, la norma social ha sido la represión.

Ha podido tomar la forma de autorrepresión.

Simplemente, observar la realidad del acoso dirigido a otras víctimas, ha sido para muches niñes femenines la ocasión secreta de intentar masculinizarse, de endurecer la manera de hablar, de hipermasculinizarse incluso, copiando las conductas que podían parecer más masculinas, de rezar en silencio pidiendo que esa feminidad desapareciera.

Los resultados han podido parecer positivos, pero su costo ha sido enorme.

Puede haber producido una amnesia, que obliga años después a preguntar a la madre cuáles fueron las primeras señales de la propia feminidad.

Esta amnesia puede ser tan total, que ya en la adolescencia y la juventud, la consciencia sólo puede registrar una inquietud o un malestar que no se puede saber siquiera cuál es su causa.
Se vive a oscuras de la propia naturaleza, y hasta rechazando cualquier brizna de recuerdo que pueda volver a la mente.

Generalmente, la represión estalla, después de la pubertad, en forma de homosexualidad. Pero también es frecuente que se sienta que la homosexualidad no corresponde a la propia naturaleza, cuando el compañero homosexual insiste en valorar la que supone masculinidad propia.

Por eso, es tan fundamental que las madres y padres ahora estén dando el paso de evitar toda represión, la que ha existido hasta ahora como una atmósfera contaminada en la vida trans y nos ayuden en le expresión, que es como un chorro de aire fresco y natural.

En España esto ocurre quizá desde 2010 o 2011. Va cada vez a más, como un hecho de civilización, que va siendo comprendido y reconocido por todos.

Lo más sencillo que puede desear une niñe femenine es vivir como una niña en su familia y en su escuela, los dos medios en los que transcurre su vida.

Ya va empezando a haber en España disposiciones legales que le ayudan a ello, como conseguir la documentación necesaria y que se aseguren sus derechos escolares.

Se sabe que la niñez, la adolescencia y la juventud son edades de experimentación.  El respeto a la vida en formación exige que no se dé nada por decidido definitivamente, que se le deje pleno derecho a decidir sus ensayos, sus aciertos y sus errores.

Lo que he visto hasta ahora es que, dada la realidad de su naturaleza femenina, normalmente sienten una adaptación mucho mejor viviendo como niñas que como niños,  pero no se puede excluir una reflexión que voy a hacer más adelante y que puede hacerles sacrificar su identidad femenina para conseguir vivir más plenamente su orientación afectiva hacia los varones.  

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(¿Genitalidad?)

Para muches, en esas primeras edades, no hay tampoco conciencia de la genitalidad.

Los sentimientos que he expresado son sobre todo sentimientos de género, relacionados con la identificación con las mujeres como conjunto social.

No se entiende el sentido de la genitalidad, puede parecer relacionada sólo con la manera de hacer pis, y por tanto, la evolución personal, la memoria, la identidad pueden desenvolverse mucho tiempo al margen de la genitalidad.

Eso explica que muches de estes niñes,  la mayoría,  si deciden vivir como mujeres, pueden decir que no necesitan operarse; la genitalidad no tiene que ver con sus sentimientos.

Sin embargo, algunes pueden haber formado una conciencia temprana.

Pueden haber constatado que hay una diferencia entre los cuerpos de los hombres y las mujeres, y si rechazan ser hombres, pueden también rechazar la masculinidad, o pensar que les gustaría ser como las mujeres.
           
Pueden esperar, durante esos años, que esos órganos se caerán solos con la edad. O rezar para que desaparezcan.

En ese caso, desearán operarse cuando sepan que es una posibilidad real.

Cuando no ha habido conciencia temprana de esto, y en medio ha habido preocupaciones de género, de adaptación o inadaptación, de identificación o no identificación, pero la genitalidad ha pasado inadvertida durante años, puede ser la pubertad lo que cambia los datos del planteamiento, obligando a una revisión.

Como hay adolescentes muy femeninas que les aceptan y adolescentes menos femeninas que les rechazan, tengo el sentimiento hondo de que esta aceptación o rechazo tienen que ver con estructuras cerebrales aparte de las que tienen que ver con la identidad de género.

El rechazo de los genitales puede tener que ver sólo con ellos, como órgano, no con su valoración sexual como símbolo de masculinidad o feminidad. Se rechazan por ellos mismos y ante la propia conciencia. Pueden sentirse como ajenos al propio cuerpo y saber por qué, sin necesidad de referirse a las presiones ajenas, sólo al sentimiento personal de desolación frente a esos genitales.

Si no hay un rechazo tan definido, conviene que cada cual decida, ante sí, y al margen de la presión social, cómo está formada su identidad, y concluir diciendo: “yo sé que soy una mujer y no necesito operarme”

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(Pubertad)

He empezado a hablar de la llegada de la pubertad masculina, como una ola por la que deben pasar esos niños femeninos, que va a ser nueva para ellos, y obligarles a plantear de una manera inesperada y mucho más matizada su futuro.

En primer lugar, la cuestión de la orientación, antes desvaída, va a adquirir una fuerza enorme y una sensación de apremio inmediato.

Voy a hablar, desde ahora, de orientación androsexual, hacia el varón, o ginesexual, hacia la mujer, para evitar las complicaciones que se producen, cuando se habla de adolescentes femeninos, con los términos homosexual o heterosexual.

Cuando se trata de niñes androsexuales, pueden sentir su orientación como un impulso clarísimo, que los ha llevado a enamorarse, generalmente en secreto de los niños y que no tiene equivalente en relación con las niñas.

Esto, en principio, puede consolidar su identidad femenina, pero si es muy fuerte, puede propiciar una elección entre identidad y orientación. En la adolescencia, ya se puede empezar a tener conciencia de las dificultades que pueden encontrar, como adolescentes transexuales, incluso por los homosexuales.

El conflicto entre su deseo de amor y compañía y su realidad personal, puede hacerles incluso sacrificar ésta. Cuando se pasa de la adolescencia a la juventud, pueden llegar a decirse: “Yo me siento mujer, pero no necesito vivir como mujer”. Esta frase puede significar que se sienten mujeres al ser amadas, en el centro de su vida que es el amor, y que todo lo demás puede pasar a segundo plano.

También los varones homosexuales que las aman pueden valorar su masculinidad corporal y su feminidad psicológica. Pueden vivirse unas complejas relaciones de género que quedan  sin embargo invisibles socialmente. En la pareja, se puede valorar que a uno le gusta el fútbol y que al otro le gusta leer.  Que uno prefiera conducir el auto, y al otro le guste ser llevado. Creo que en sociedad se valora demasiado el género visible (ropa, arreglo, nombre legal), mientras que en la pareja puede  valorarse sobre todo el género invisible.

Por eso, se puede explicar que haya un número alto de niñes femenines androsexuales que, de mayores, eligen una identidad aparentemente masculina, como gays, y no sólo por represión, sino como expresión de su afectividad.

A la vez, pueden ser muy conscientes de que no son como la mayoría de los gays, que valoran  exclusivamente la masculinidad y rechazan la feminidad, sino que en sus vidas debe valorarse siempre la feminidad que les es propia.

Esto que he explicado se refiere a las dificultades de la transexualidad androsexual.

Paradójicamente, en este ámbito, la transexualidad ginesexual encuentra menos dificultades. Es posible para las mujeres transexuales encontrar a veces un espacio de convivencia con las mujeres a las que aman.

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(Experiencias)

Por eso decía que es preciso que las madres y los padres vayan tras los hijos, abriendo sus brazos para protegerlos, pero sabiendo que las decisiones finales serán tomadas por los propios hijos y por razones cuyo peso sólo ellos sabrán.

En unos momentos en que ya las madres y los padres les están dando un apoyo que tanto hemos necesitado, se plantea una seria cuestión práctica.

Pongamos que la pubertad empieza. Los protocolos de The Endocrine Society, de los Estados Unidos, y de la Sociedad Europea de Endocrinología, prevén que se empiece a dar bloqueadores de la pubertad al primer signo de pubertad.

Sin embargo, como acabo de explicar, a veces la experiencia de la pubertad masculina es necesaria para entender los propios equilibrios y decidir el propio futuro.

Esos bloqueadores de la pubertad por definición impiden una experiencia de pubertad masculina.

Su intención es evitar un desarrollo masculino en términos que después puedan dificultar una integración social como mujer: estatura, forma ósea, forma del rostro, voz (sobre todo), barba…

Pero hay un lapso entre los primeros signos de pubertad y ese desarrollo. Quizá durante un año, el adolescente conserve su aspecto anterior a la vez que sus sentimientos, su imaginación, sus deseos, van creciendo, antes que todo lo otro y con gran fuerza.

Creo que hay que darle la oportunidad de vivir esa experiencia, de hablar de ella, y, llegado el momento, de decidir por sí y con conocimiento de causa.

Se trataría por tanto de aprovechar esa ventana que da la naturaleza entre los primeros signos de pubertad bioquímica y sus primeros efectos corporales visibles. Pasaría este lapso y sería la persona trans quien tomara la decisión de seguir adelante, con la ayuda de hondas conversaciones con sus padres y un psicólogo, si fuere necesario.







sábado, 20 de diciembre de 2014

AMBIGÜEDAD


Kim Pérez

Actualizado, 25.XII.2014

Yo era un niño o yo pensaba que era un niño.

En realidad era intersex, pero no lo sabía.

No me hacía cuestión de nada, supongo que me miraba por fuera y sabía que era un niño, y no me hacía ninguna pregunta.

En la casa de mi abuela, en el jardín, en la tela metálica que nos separaba de la Casa de Tía Blanca, estaba el sol, y la risa de mis tías, casi adolescentes, que hablaban allí con su prima , y todas me daban su cariño, y me llamaban Kakín, lo mismo que de recién nacido me habían llamado Bubi.

El jardín de Casa de la Abuela iba a ser mi primer paraíso, con los plátanos de Indias tan altos, y el sol-y-sombra que se colaba entre sus grandes hojas,  y nos acariciaba, y se reía con nosotros. Y la hamaca o balancín que se balanceaba. Al lado, estaba  Tía Paloma haciéndose las uñas.

Pasamos casi un año o dos en Casa de la Abuela. Como los primeros recuerdos son flashes, allí tengo uno, de que había una fiesta o una celebración abajo, y yo estaba en los cuartos nuestros de arriba. Me había sentado en los pies de una cama, primero, o me había medio tumbado, con las piernas para abajo. Entonces llegó mi madre, y me dio un beso en la frente.

“Mi carita de luna”, me dijo. Mi madre no era expresiva, por lo que me emocionó el cariño que sentí en esa descripción.

Esa frase y ese cariño fueron una de las bases de mi identidad. Yo supe, poco a poco, que era un niño muy guapo. Lo represento siempre en que tenía un pelo negro, que formaba una gran onda sobre mi frente, y unos ojos muy grandes y oscuros.

Pelo ondeado, suave. Los labios, sin la fuerza de apretarse. Los ojos, como abiertos al universo, algo así como asombrados.

Ese sentido de mí fundado en mi belleza, y mi clase de belleza, me parecen un sentimiento femenino.

Pero cuando miro esas fotos, yo veo, y quizá sólo yo lo pueda ver, porque me veo por dentro,  un punto de resolución y afirmación, que me parece masculino. Supongo que una niña tendría una expresión más blanda, quizá la sonrisa fluyera en ella con más facilidad. En mí veo una seriedad dispuesta a una soledad segura.

En una edad temprana, yo sabía que mi principal defecto era la ira. Mi carácter es enérgico para las cosas que me importan.

Aunque una cosa es como yo me veo y otra como me ven los otros.  Una señora que vino de visita a nuestra casa dijo: “¡Qué niño tan guapo! ¡Qué lástima que no sea una niña!”

La oí con cierto pasmo, pero con ninguna sensación, ni positiva, ni negativa. Era una simple constatación, por mi parte. Es una de las frases que he memorizado, quizá sintiendo su valor. La señora que la dijo fue como un hada madrina, profetizando el futuro junto a una cuna. Qué
lástima: qué fácil hubiera sido todo si hubiera sido así.

Eso fue ya en Madrid.

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Íbamos a vivir en Madrid, en el tren nocturno;  yo disfrutaba oyendo los golpes de los parachoques de los vagones, y los suspiros del vapor. A veces, resonaban con un hondo eco metálico, los cubos de las ruedas, cuando pasaba un factor golpeándolos para comprobarlos; y otras veces, cuando nos parábamos, había una luz que iluminaba una manguera para el agua de las locomotoras, Y de pronto, un tirón, y lo que veíamos por la ventanilla empezaba a moverse, hasta que comprendía que los que nos movíamos éramos nosotros.

Un viaje en tren era un acontecimiento para mí. Por la propia dinámica del tren, por los sucesos mecánicos que se producían. Para mi hermana, quince meses menor que yo, extremadamente sociable y comunicativa, debía de serlo de otra manera, pienso ahora, por la ocasión de hablar con otras personas, y hablaba con una soltura sorprendente.

Llegando a Madrid, una de las veces que fuimos, vi dos altos focos, en forma de uve, moviéndose en una oscuridad que medio esclarecían. Era todavía durante la Guerra Mundial y eso debía de tener un significado militar. Todo eso me era muy interesante.

Mi sensibilidad por ciertos vehículos, como los trenes, los matices de su lenguaje mecánico, poderoso, que me emocionaba, eran también una cualidad que suele ser masculina. Pero lo que me interesaba era sólo la estética del tren, sintiendo cómo es, mientras que es más masculino interesarse por la mecánica del motor, analizando racionalmente cómo funciona (a los niños varones les encanta deshacer los juguetes, para ver cómo están hechos; a mí me hubiera parecido que romperlos era como matarlos; jamás lo hice)

Por entonces me demostré que dibujaba bien. En la parte superior de una hoja, trazaba una especie de tira en la que representaba caballos de indios, generalmente quietos, o andando. Eran figuras pequeñas, angulosas. Me gustaba que estuvieran bien delimitadas, no que fueran expansivas o invasoras. Pero mis temas eran también masculinos; nada de caras ni figuras humanas, nada de retratos. No personas, sino cosas.  

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Madrid era el espacio cerrado de un piso cuarto o quinto en el que vivíamos cuatro personas, mi padre, mi madre, mi hermana y yo, los niños muy aislados de hecho en la vida familiar, como en un laboratorio de relaciones humanas.

Mi padre se volcó en mí al principio. Me había visto, al nacer, en una anotación, como “¡un atleta!”, juicio que cuando lo leí me hizo daño por inadecuado y desagradable. Vio lo que quería ver, un niño quizá grande, y que debí de llorar con fuerza, y que podía ser un trasunto de lo que él era, su hijo mayor.

Me enseñó a leer con tres años, en cartillas muy sosas con grandes letras cursivas. Me trajo mis primeros libros, troquelados en cartulina con grandes ilustraciones en color y textos en versos graciosos.

Supongo que debió de quedar contento y orgulloso por la experiencia.

Pero me parece que debió de ser al mismo tiempo (no hubo tiempo para más) cuando comenzó a alejarse de mí, quizá porque me vería más de cerca e iría viendo que yo no era el hijo masculino que hubiera querido, que fuera como él.

Yo era hipoandrogénico frente a él, que era hiperandrogénico. Difícil de soportar, en las dos direcciones, para él y para mí, porque generan estilos de vida diferentes y hasta contradictorios.

Una mañana de sol, en el cuarto de ellos, mientras las muchachas lo arreglaban. Mi madre cantando, con voz suave:

“Cuando yo te dije adiós en la ventana/ pienso en mañana/ y así es mejor…”
El sol, mi madre, el amor del que la canción hablaba.

Mi padre, como corresponde, era un referente ético.

Estaba sentado frente a su caballete, se había roto algo, y preguntó:

“¿Quién ha sido?”
“Yo”, dije con sinceridad y vergüenza.
“¿Ves? Pues por haber dicho la verdad, no te castigo”.

Un día me trajo un avioncito de alas de papel fuerte y traslúcido, reforzadas por bordes de madera de balsa, con una gran hélice, dos largas patas para las ruedas, que volaba de verdad, accionada la hélice por un resorte de goma.

Tenía una fuerte caja de cartón gris, cuadrada, con una ilustración pegada que lo representaba, en colores a tono, volando de noche, entre nubes, a la luz de la luna.

Me encantó, pero mi padre, temiendo que lo rompiera, no me lo dejó y lo puso sobre su armario. Con su ensimismamiento, no volvió a pensar nunca en él y no lo tuve nunca más.

Marita y yo nos llamábamos “hermanita” y “hermanito”; en esas palabras tan semejantes expresábamos nuestra ternura mutua, aunque un poco asperilla; decirlas, era como decir nuestra relación íntima, aunque a la vez expresaban que no éramos iguales; una tarde, quizá en la siesta, ella en su cuarto y yo en el mío, fuimos especialmente conscientes al llamarnos gritando así: “Hermanitaaa”… “Hermanitooo…”, más bien fijándonos en cómo sonaban aquellas palabras. Yo no puse nunca objeción a esa terminación gramatical.

En aquellos años, identifiqué a mi madre, por su nombre, con Rita Hayworth, sabiendo que era tan bella como las actrices de Hollywood, o más todavía.

Pero la frialdad de mi padre ante mí debía de ir haciéndoseme evidente.

Con unos cinco años, una tarde, preparados para dormir la siesta en el dormitorio que compartíamos, le dije a mi hermana:

“Mamá me quiere a mí y papá a ti”.

Era una visión lúcida y triste, aunque intentaba que fuera compensatoria, que además me parecía bien repartida y justa, algo que además me parecía natural,  lo que suponía que aceptaba implicítamente mi condición de niño, un niño con su madre y una niña con su padre, aunque lo que también significaba era que lo que me hubiese parecido mejor habría sido contar con el cariño de los dos.

Y había además un significado que no dije, pero que me parecía un consuelo accesorio: con esa clasificación nos quedábamos juntas dos personas que teníamos la misma clase de belleza, puesto que yo me parecía a mi madre. Era el primer hecho de género cruzado en mi vida, aunque no me era preciso sacar ninguna consecuencia. Yo me parecía a mi madre, aparte de que yo fuera niño y ella, mujer, aunque esto nos unía especialmente.

Supongo que el cariño edípico está basado en la complementariedad y la diferencia. En vez de eso,  la adoración por la belleza de mi madre se traducía en el añadido de nuestro parecido.

En cambio, el rechazo de mi padre estaba acompañado por un rechazo creciente por mi parte. Lo encontraba encerrado en sí e incomunicado, en su naturaleza hosca y poderosa. En la Guerra de África se había quedado bastante sordo, por la fuerza de los cañonazos, y había desarrollado el carácter aislacionista de muchos sordos.

Para él, ser sordo consistía en no comunicarse y en cierto sentido, se alejaba de mí como se alejaba de todos. Esta hosquedad, unida a cierta silenciosa hostilidad hacia todo el mundo, era lo que me alejaba también de él.

Porque estos defectos se daban en una naturaleza todavía poderosa y áspera que se afirmaba como un “aquí estoy”.

 Era un hombre alto, de uno ochenta, ya muy calvo, con los ojos muy azules, muy enérgicos, una gran nariz aguileña y la piel de la caral como un cuero curtido, de arrugas firmes. Mucho mayor que mi madre, de veintiseis o veintisiete, tendría por entonces ya cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco años, que naturalmente me parecían muchos.

Nunca gritó a sus hijos ni a nadie, nunca nos pegó, nunca dijo una mala palabra; tenia un sentido de la autoridad natural, que creaba respeto. ¡También mi madre, de otra manera!

Era aviador; eso siempre me ha parecido una suerte extraordinaria para mí; saber que mi padre fuera aviador. Incluso poder decirlo. La vida con los aviones era habitual para él. Los que rodaban por las pistas, moviendo los alerones para prepararse para volar. Mientras yo lo recuerdo, estuvo casi siempre supernumerario, pero ya los aviones habían formado parte de su vida y de la mía.

Había volado especialmente en los grandes Junkers grises y en los blancos Savoias. En aquellos años, recibía la Revista de Aviación, y me encantaba ver en ellas las siluetas de aviones de combate, negras sobre fondo blanco.

Su expansión, fuera de las oficinas del Ministerio del Aire, donde había tenido un destino después de la guerra con poco gusto, era pintar, lo que hacía analíticamente, estudiando la técnica del color hasta en libros científicos, y copiando meticulosamente, con una cuadrícula de hilos sobre un visor rectangular, una gran lámina como modelo.

Y sin embargo, iba por las tardes con mi madre a todas las exposiciones, y compraron un gran cuadro que todavía tengo y me emociona profundamente, sentimiento que sin duda comparto con ellos.

Dentro de un fino marco negro, está en tonos grises y azulados, que representan un mar que rompe, bajo una luz de luna, sobre una playa y algunas peñas, mientras a lo lejos un promontorio azul se alarga sobre él y algunas nubes se alargan sobre él.

La sobriedad de los colores, la grandeza del mar, la melancolía del momento en que la ola rompe, entran en sintonía con hondos sentimientos míos, que debían de estar también en el alma de mis padres.

Pero el efecto de todo eso era no poder contar con mi padre como modelo, aunque empecé a admirarle profundamente por su valentía, la cualidad  masculina en la que se ofrece hasta la vida.

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Esos años veraneábamos en Almuñécar.

Por la mañana, hacia las siete, me levantaba, el primero de la casa, para ver amanecer sobre el mar, con una alegría intensísima.

A esa hora, sacaban también los pescadores el copo, una red dejada por la tarde cerca de la orilla.

Y había un cabrero que llegaba por la playa, con su rebaño de cabras, para ordeñarlas directamente en cada casa.

Lo asocio con los altísimos geranios, un metro por lo menos, que brillaban de rojo junto a la pared encalada de la nuestra.

Me hice amigo de un pescador viejo, que iba descalzo y con llagas en los tobillos, que tenía que meter en el agua del mar, y se llamaba el Gato, y de un fotógrafo ambulante, que solía pasar por la playa y se llamaba Eduardo.

Ya cerca de mediodía, bajábamos todos a la playa, y nos protegíamos del sol bajo los chambaos de cuatro palos cubiertos de un techo de palmas secas.

Al lado de nosotros, a la izquierda, se ponía una familia que tenía dos hijos mellizos, altos y muy rubios, de mi edad.

Uno de ellos era muy masculino, de barbilla grande, hasta prepotente, de manera de ser; el otro era más delgadito, de cara angulosa, con unas gafillas; inmediatemente, me sentí intimidado por el primero, y una fuerte antipatía hacia él; y una ternura espontánea hacia el segundo, con el que hubiera gustado hacer amistad.

(Decenios después, ya en los sesenta, lo vi de pronto en la calle, y lo reconocí inmediatamente.   Era también alto, delgado, algo destartalado, andaba a grandes zancadas, con un traje de chaqueta muy claro, arrugado, abierto, con corbata, y un pelo alborotado y entrecano con sus gafas)

En aquel momento, se definieron mis dos actitudes básicas ante los varones:  los más masculinos me despiertan una verdadera androfobia inmediata, mientras que tiendo a identificarme con los más ambiguos. Puedo decir que, de los primeros, me repele hasta el último centímetro cuadrado de su piel, mientras que en los segundos puedo aceptar hasta ese mismo último centímetro.

Ese mismo verano, de los cuatro o cinco años, una vez que nos habíamos juntado con un grupo grande de niños, alguien decidió que nos repartiésemos como novios y novias.

A mí me tocó como novia una niña que se llamaba Tatú, que era morena clara, guapita, con el pelo rizado, una especie de la futura Elizabeth Taylor en miniatura.

Me hizo ilusión, me sentí vinculado a ella, pero nunca llegué a hablar ni una palabra con ella, aunque la sigo recordando con cariño.

Una tarde, a la hora de la siesta, con unos cuatro o cinco años, me escapé de casa; pasé por la puerta de un corral que había tras la casa de la Naranjera, y seguí medio kilómetro hasta el Peñón del Santo, a cuyo pie había otro corral, de un calafate, que olía maravillosamente a alquitrán, y allí me encontré a dos niños, algo mayores que yo; uno me preguntó: “¿Tú eres del pueblo o señorico?”; “Señorico”, le respondí con ingenuidad, y uno me dio una pedrada en la frente que me hizo sangrar.

Me volvi a mi casa llorando y al llegar al Altillo, con sus árboles, para consolarme, le pedí al del puesto que me diese un pozo de metal coloreado, que me había gustado y que después se lo pagarían.

Me lo dio. Yo despertaba la agresividad masculina, porque después, en Granada, tuve dos agresiones más. Nunca se me pasó por la  cabeza defenderme.

Mientras tanto, en cambio puedo llamar masculino, mi amor por los barcos, que se entrevé ya en mi delicia por el olor del calafate.

Primero, por los pequeñísimos que se veían en el horizonte casi de continuo, en dirección al Estrecho de Gibraltar. Me daban una impresión de libertad radical, porque sus tripulantes podían venir de cualquier parte e ir a cualquier parte.

Luego, los pesqueros grandes (aunque en realidad pequeños) que también se sacaban a tierra cada atardecer, arrastrándolos sobre unas traviesas. Tenían cascos altos y voluminosos, pintados de blanco, con bandas de colores vivos, y en la cubierta, una caseta, con ventanitas de cristal, del tamaño de una persona con el timón, y tras ella un poste o mástil no muy alto, quizá para sostener el hilo de la radio.

Cuando los veía navegar, iban con un bote a remolque, en el que había cuatro grandes faroles de keroseno, en alto y volcados sobre el mar, a los que yo llamaba mamparras, aunque en realidad éste era el nombre de los pesqueros, y los otros eran “los botes de la luz”.

De noche, en la oscuridad cerrada, a veces se veía un foco de luz inmóvil y brillantísima, blanquísima, sobre el mar. Atraía a los peces y se los pescaba.

Yo sentía la fascinación de los barcos, y por las tardes, sentado en  el largo porche, junto a mi madre que hacía ganchillo, por lo menos dos veces me dediqué a fabricar barquitos, con placas de corcho como de un palmo, que a veces se encontraban en la playa, quizá flotadores de baño. Les cortaba con tijeras una proa, les redondeaba una popa, y les ponía el mástil con la mitad de una caña y unas cuerdas a proa y popa, con un poco de hilo grueso de crochet, muy blanco, que le pedía a mi madre.

Un año me llevé mi barquito a botarlo en la desembocadura del Río Verde, a unos quinientos metros. Allí había grandes charcas, verdosas entre  los cañaverales, llenas de renacuajos. En una de ellas, de agua bien lisa, lo boté y navegó. Más allá de la charca, tras una lengua de arena, estaba el verdadero mar.

Estaba pasando la prueba que llamo de los Reyes Magos, para valorar los juguetes en los  que se expresan los niños y las niñas, y los barquitos suelen ser juguetes de niños; con un matiz: jugaba con él de un modo puramente contemplativo.

Almuñécar está en una bahía, no tiene puerto, y los barcos grandes tenían que verse muy de lejos.

Una mañana, al levantarnos, ocurrió la maravilla: ¡Estaba fondeado frente a ella el “Cánovas del Castillo”, un verdadero barco de guerra!

¡Se podía ver su toldilla sobre cubierta, los respiraderos curvados por arriba, los salvavidas redondos en las barandillas, los cañones, la chimenea!

¡El grande y largo casco de acero!

¡Estaba quieto! ¡Para mí fue uno de los momentos más felices de mi vida!
Estos sentimientos eran también masculinos.

Mi padre también una noche se puso a hacer en la mesa del comedor una cometa, su gran pasión, con papel de color y una armazón de caña, sólidamente atada. Al día siguiente, la echó a volar en la playa. Le ayudé un poco, sintiendo la tensión del cable, que casi cortaba, en mis manos.

Mi padre conmigo, en la Playa de San Cristóbal, cogiendo piedras planas y lanzándolas al mar, para que brincasen varias veces, tres o cuatro, sobre su superficie tranquila. Yo, intentando imitarle, y no consiguiéndolo. Esas piedras eran pedernales alisados por el mar, que al chascarlos unos contra otros, echan chispas y huelen a tostado.

= = = =

Los veraneos en Almuñécar terminaron.

Un año después empezó el desastre, justo cuando había cumplido siete años.

Fui a prepararme para la Primera Comunión con un grupo de niños en un colegio de monjas, en los meses de abril y mayo.

No sé porqué sentí la misma androfobia ante un niño que no era de ese tipo hipermasculino ante el que la había sentido por primera vez. No era de tipo agresivo y prepotente, sino más bien frío.

Era también alto y delgado, erguido, rubio pálido y tenía los ojos azules e inexpresivos. El rasgo principal de su carácter me pareció que era una indiferencia altiva.

Sentí una profunda antipatía por él, que me dejaba en un territorio inhóspito. Otro, más pequeño de estatura, muy morenito de pelo y facciones, muy espabilado, trabó amistad con él y despertó también mi androfobia, quizá porque era también indiferente ante mí.

Puede ser que hubiera tenido grandes expectativas y que se hubieran frustrado.

El último día, el día de la Primera Comunión, llegaron otros dos niños, y me parecieron simpáticos y que hubiera podido intentar hacer amistad con ellos, pero fue el último día.

Cuatro meses después, entré en el que sería mi colegio, un colegio de niños.

No sé por qué, me veo una tarde, yendo para el colegio, de la mano del Padre de la Paca, el portero de casa de mis abuelos, llorando, y arrastrándome casi, o del todo, por no querer ir.

Uno de mis primeros recuerdos, sin embargo, es en el soto arbolado que había tras el campo de fútbol, proponiéndoles yo que jugásemos a guerras y que yo era el Capitán General. Después de una discusión sobre si este grado era del Capitán de los Generales o del General de los Capitanes, no me hicieron caso y yo no propuse nunca más.

Pero esto mostró mi ambición de fondo y mi sentido de la autoridad, que es real.

Veo una mañana, con las luces encendidas todavía, mientras iban llegando los niños, uno que estaba ya allí y había dicho que se había muerto su abuela la tarde anterior. Me impresionó, porque era mi primera noticia de la muerte, y me acerqué para preguntarle, haciendo un poco el papel,
“¿Ha muerto tu abuela?” 
“¡Déjame!”, me increpó fuertemente,  con aspereza.

(Aspereza viril, y tenía siete u ocho años)

Ahora me parece que percibían mi aire tímido, y que debía de resultarles incompatible con toda clase de cordialidad.

Veo también frustradas, éstas sí, bien memorizadas, mis expectativas de mantener durante todo el tiempo una relación especial con un niño que ingresó conmigo la primera tarde. Nunca volvimos a hablar.      

Puede ser que una capacidad tranquila, pero de energía de fondo, como la que sé que hay en mí, se viera frustrada por no ser combativo, eso sí, y que fuera alimentando mi terrible androfobia.

La mayor parte de los varones los fui sintiendo como enemigos potenciales, antipáticos y feos, y mi aversión fue creciendo durante siete años de soledad. No había sentimientos de amistad ni de simpatía ni de compañerismo ni de cordialidad, como suelen sentir unos niños varones por otros.                                                        

En cambio, mi ira contra ellos, temperalmente muy fuerte, debía de ir creciendo, muy reprimida.          

No me acuerdo de más incidentes concretos de aquel primer curso, pero sí de que debí de quedarme muy aislado, hasta el punto de tener que recurrir a los religiosos. Pensé primero en dirigirme al Padre Rector, un hombre ascético, flaco y de cabellos grises, parecido al Papa Pío XII. Yo era tan pequeño, que le escribí con cuidado la letra de una canción de Rita Hayworth que me había gustado:
“Amado mío,
Te quiero tanto,
No sabes cuánto,
Ni lo sabrás…”

Afortunadamente, se lo enseñé primero a alguien de la casa de la abuela, que supongo que se reiría y me diría que no podía ser.

También conté, ya con mis padres, que hablaron con él, con el apoyo del Padre Prefecto, un vasco sólido y elegante en su sotana, que me transmitió la permanente confianza de su solidez.

Y, sobre todo, un día de invierno, que habíamos salido a tomar el sol en el patio contiguo a la clase, yo debía de estar solo en algún rincón, cuando se me acercó el Padre Pío, un sacerdote muy jovencillo, alto, con una larga sotana que revolaba, que era el profesor de la clase superior de al lado de la nuestra, y me preguntó cómo estaba y me dio unos minutos de conversación.

Desde entonces, ese cuarto de hora de solicitud por mí no se me ha olvidado y lo recuerdo con agradecimiento.

Nuestro colegio se caracterizaba por la rudeza y la aspereza.

Físicamente lo represento mediante un rasgo simbólico; tenía una larga tapia, que cerraba el campo de fútbol, y que no estaba pintada, sino encalada, y descascarilláda. El colegio en sí estaba cuidado, un par de pasillos con azulejos sevillanos, sobre los que se ponían los cuadros de honor, en los que solía figurar yo, un gran patio central, un poco sombrío, lleno de aspidistras, arriba había un antiguo Museo de Ciencias Naturales, décimonóníco, que ya no se visitaba…  Era el aire descuidado de la masculinidad lo que me resultaba extraño e inhóspito.

En el patio contiguo, del frontón, al que daban las aulas, al salir al recreo los niños en ese primer año, íbamos a hacer pis a uno de los espacios que había en un rincón, al aire libre, y nos poníamos en cinco o seis colas frente a los urinarios. A nuestras espaldas quedaban las letrinas, con retretes turcos y un olor retestinado. Aparte de eso, no sentía todavía un pudor especial por los genitales, por lo que de momento no me molestaba más que el olor.

Era peor el que se sentía en otro urinario situado en uno de los pasillos en torno al patio central, en un lugar cerrado y de paso, y mucho mayor. Y diez metros más allá, al salir por una puertecilla al campo de fútbol, el hedor cuartelero de las cocinas, restos alimenticios acumulados, agua sucia, insoportable cuando se pasaba. ¿Cómo podían vivir los internos y los religiosos en aquel ambiente?

El curso siguiente, ya con ocho años, empezó más tranquilo. Teníamos un libro de lectura que era un recorrido por España de dos hermanos, un poco al estilo del siglo diecinueve, que viajaban en una tartana acompañando a un comerciante pasiego.

Una tardenoche, en una hora de  estudio, el profesor salió un momento y me dejó a cargo de la clase, encargándome que apuntase a los que hablaran. Acepté, encantado de aquella autoridad, y apunté en la pizarra a varios.

Uno de ellos, un chico fuerte y bruto, un año mayor que yo, me dijo: “A la salida te espero”.
Inmediatamente, me sentí aterrado.

Cuando salí, en la noche de invierno, no me atreví a irme por el camino acostumbrado, que era más solitario, y me fui por otro donde esperaba que habría más gente. En todo momento, al principio del recorrido, temí que de pronto, el chico se me echara encima, e iba invadido de miedo.

Lo más notable, cuando de mayor he pensado en aquellos momentos, es que jamás se me pasó por la cabeza defenderme. Creo que si me hubiera atacado, me habría limitado a encogerme y poner la cabeza entre los brazos. Y el mismo miedo, y el volverme por el otro camino, me duró un par de semanas.

Creo que el miedo me hizo llegar a mi feminidad profunda, mi incapacidad de pensar siquiera en las peleas, que no me interesan, ni las entiendo, sino que me aburren, incluso en su forma  estilizada de juegos, y la necesidad de encontrar otras soluciones.

Encontré una, aparentemente sin relación con lo anterior, unos meses después, ya en primavera.

Una tarde luminosa, me aprestaba para volver al colegio, estando en un cuartillo de herramientas que daba al jardín, cuando de pronto, en un momento, me inventé una fantasía en la que yo era un esclavo y tenía que obedecer a un amo.

Me pareció tan fascinante, que enseguida me fui dispuesto`a hacerla realidad.

Ya sentados, en una nueva hora de estudio, le susurré a mi compañero de pupitre que si quería jugar a eso. Me dijo que sí, y empezó ordenándome que le rascara el muslo. Yo lo hice, pero me pareció poco interesante y lo dejé. Pensé que el niño era demasiado feo y que tenía demasiado poca imaginación. Estoy convencido de que, si hubiera sido alto y guapo, como algunos me lo parecían, y más imaginativo, me hubiera sumido en una vorágine masoquista, con sólo ocho años, de la que me libré porque mi compañero no era tan atractivo como podía ser.

La fantasía de sumisión era una solución momentánea al miedo cerval porque suponía una esperanza de seguridad a cambio de subordinación y por eso iba acompañada de deseo y placer. Hoy sé que esa esperanza, conjugada realmente con la sumisión, se quedaría en desengaño.   

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Paralelo a todo eso,  pasaban los años.  La Feria de todos los años, por el Corpus, me hacía feliz. Me dormía arrullado, literalmente, por el estruendo de música y de altavoces de las casetas instaladas al pie de nuestra casa, en el Paseo de la Bomba. Lo que más me gustaba era pasear por detrás de ellas y de las atracciones, viendo los vagones-remolques de los feriantes, que eran sus viviendas, con dos ventanitas en cada lateral y una puerta de acceso por atrás, a la que se subía incluso por una escalerita, con su barandilla y todo, y que solía tener hasta sus macetillas con geranios.

Me encantaba aquella perfecta unión de la libertad de movimiento y la vida casera. Desde luego, me habría sido más fácil imaginarme dentro del vagón, aunque no sé si como ama de casa. Pero lo hubiera aceptado con gusto si se hubiera presentado la ocasión.

Esa unión de libertad y vida casera era también lo que me imaginaba de haber tenido un barquito, que me figuraba sobre todo fondeado en el puerto y gozando de su camarote.

No se me olvide decir que era tan lector, que leía continuamente, hasta en la comida, desde los ¿siete años? Me movía la curiosidad por saber cómo era el mundo.  Tenía los libros de la generación anterior, de mis tías. Salgari me enamoraba: el principio de “Los Piratas de la Malasia”, en la nocturna bahía de Mompracem, donde hay en un alto una casa con una ventana abierta y encendida, por la que se oye un piano que toca Yáñez, el segundo de Sandokan (con quien me identificaba por ser el segundo y más romántico)

Julio Verne me interesaba, pero me gustaba menos, salvo las novelas del mar. ¡El “Chancellor”, que naufragaba y sus tripulantes se acogían a una balsa, una versión sencilla y pequeña de una nave, que desde entonces me fascinó!

Del mar, la moderna Simbología descubre su relación con la Feminidad…

En tercer lugar, Celia, con sus fantasías, parecidas a las mías, sin identificarme con ella, pero especialmente la escena en que montaba un cine con una sábana en el jardín de su casa, en Francia, delante de un canal por donde pasaban barcos de verdad.

Me identifiqué más con Heidi, protegida por su feroz abuelo, durmiendo sobre el heno y viendo entrar por un tragaluz la luz de la luna sobre el esplendor del valle, No, desde luego, con su amigo Pablo.

También las casas de cuento, con sus tejas de pizarra, y sus postigos con corazoncitos taladrados… el centro de mis anhelos desde siempre…

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Las casas de cuento me traen a la memoria el Mundo de las Hadas, que amé con diez u once años en los libros de la biblioteca infantil de mis tías.

Recuerdo, asociadas con ellos, algunas ilustraciones concretas de algunos libros, en especial, una, a todo color, de la Casa de Caramelo de Hänsel y Gretel, con sus tejas encantadoras y protectoras, un tejadillo con una chimenea esbelta por la que podía salir un humo transparente y azulado, unas ventanas con postigos con corazones troquelados…

La casa es un símbolo de la feminidad... Es donde yo quiero vivir...

Grandes árboles protectores de fondo... uno en primer término (los árboles son un símbolo de la masculinidad)

Debajo del árbol del primer término, con su tronco añoso, estaba una gran seta donde vivía un gnomo, de gorro colorado y barbas blancas.

Era el mundo de los cuentos de los Hermanos Grimm, de Perrault y de Andersen, que tenía que ver con Lein, la institutriz de mis tías y mis tíos, tan alegre y cariñosa, tan querida para mí y mis hermanos,que acabó siendo la madrina de Pepe,  tan risueña, que me despedía todas las noches con una cantilena, que era para mí la dulce entrada en la noche,

“-Gut nacht! Buenas noches…
-Schlaf schön! Duerme bien…
-Träume süss! Felices sueños…
-Du auch!” Tú también…

(Lein, en un viaje a Alemania, cuando la gente hacía el saludo hitleriano, decía buf, buf, y sacudía la mano; su hermano Robert tampoco quería hacer el saludo, y fue enviado al Báltico, y embarcado en un submarino, en el que murió... y su madre sintió que la llamaba)

Como el mundo de las hadas era también el de los príncipes y las princesas, ¡ahora veo que estos sentimientos me prepararon para la fascinación y la identificación con los príncipes que sentí hacia los catorce años!

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Yo estaba en un vacío respecto a un punto del que ahora descubro que era un vacío, porque nada aparecía en mi conciencia y no sé si debía haber aparecido. Me refiero a la ausencia de cualquier conciencia genital.

No sé cuando fue, pero un día, que relaciono con que antes estuve en el jardín mirando unas plantas de hojas como pescaditos carnosos, me fijé por primera vez en mis genitales.

Me pareció que eran pequeños, graciosos, de color claro y forma ahusada; eran el órgano que  servía sólo para hacer pis, una función sencilla y limpia que producía un líquido claro y  transparente, y no merecía por tanto mayor pudor, en comparación con el trasero, que se manchaba más y era más para esconderlo; debajo había una especie de tripas más feas, que tampoco merecían más atención.

Pero cuando tuve nueve años, de pronto tuve que operarme de fimosis, porque nuestro médico había dicho que podía sufrir no sé qué estrangulamiento. Fui al sanatorio con mi padre  y me sometí a una operación con anestesia total de éter, que no sé si sería excesiva para una simple circuncisión. Estuve soñando con estrellas de colores amargos que daban vueltas en una especie de carrusel también desagradable. Esos colores quedaron en mi memoria después, durante años.

Esa noche me quedé durmiendo en el sanatorio, con mi padre, y a la mañana siguiente me despertaron las cornetas del Cuartel de Artillería, que estaba al otro lado de la calle. Tuve que guardar cama durante algo así como una semana, con picores muy fuertes, que con mi inocencia, me hicieron ponerme una estampa de la Virgen. Cuando Piedad, una de las muchachas, me vio ponérmela, se rió.

Cuando terminó todo, me miré mi genital, vi que estaba mucho más feo; había perdido la delicadeza que me había enternecido. Ahora veía el glande, que se parecía a un casco militar. Años después, pensando en que había como la señal de otro meato junto al funcional, con su mismo aspecto pero cerrado, a medio centímetro quizá, me pregunto si no habría un ligero hipospadias, señal de una mínima intersexualidad, y que por eso hubiera sido precisa la anestesia.

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Con nueve años, me encantó la asignatura de Geografía, la más querida para mí. El libro era apaisado, de cartoné, y en colores, el único que lo era.

Los mapas del mundo tenían los mares pintados en azul claro, que creo que me hacía soñar.
Unos años después leí una novela inglesa sobre los guardiamarinas del siglo XIX, uniformados de blanco, que recorrían en un bergantín los Mares del Sur, una expedición en que me identifiqué con ellos de tal manera, que llegué a llorar de todo corazón.

Siempre he tenido un sentido del espacio y la exploración, que me ha parecido masculino. Al llegar a cualquier sitio, mi pronto ha sido salir a explorar los alrededores.

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La rudeza del colegio siguió, me cansó y llegó a un momento álgido, una mañana en que iba por los Jardinillos del Genil hacia mi colegio. Tendría yo unos diez años.

Veía, en la otra orilla, el edificio de ladrillo rosado del colegio de las monjas, brillando al sol, tras las tapias de su jardín, y entonces pensé con tristeza: “Hubiera sido más feliz si hubiera nacido niña, para haber podido ir a este colegio”.

Lo recordaba de cuando me había preparado en él para la Primera Comunión. Pensaba en sus corredores enmaderados y encerados, en la sacristía, iluminada por el sol de la mañana, en la que había un gran cuadro de la Virgen, a la que llamaban “Madre”, delante de la cual siempre había un búcaro de flores.

Era un colegio mucho más civilizado que el mío, y era realista en esa pretensión. Unos diez años después, aquel sueño se hizo realidad cuando pude dejar la Facultad de Derecho, que entonces era muy masculina, con los bancos negros de las aulas taladrados por inscripciones a navaja desde hacía siglos, y pude entrar en la Facultad de Filosofía y Letras, mayoritariamente femenina entonces, cuidada, aseada, en la que los cristales emplomados de los ventanales tenían con frecuencia visillos y en el jardín había dos o tres grandes magnolios que perfumaban en verano por las ventanas abiertas.

Pero de momento, estaba caído en la cárcel del género, que me obligaba a vivir como niño, entre los niños.

= = = =

Pudo ser hacia 1952, teniendo yo unos 11 años, cuando una tardenoche de domingo, fui al cine del colegio, a solas como de costumbre, a ver una de las películas muy antiguas que ponían, y vi “Capitanes intrépidos”, que era (ahora lo miro) de 1937, en blanco y negro, la historia de un niño rico, de Nueva York, que acompañaba a sus padres en un transatlántico. Era un niño que correspondía casi exactamente a lo que yo era, muy guapo, grandes ojos negros, cabello negro con grandes ondas que le cubrían la frente. Su cara era muy blanca. En el salón de baile, en una fiesta resplandeciente, enfadado él por algún capricho, porque estaba muy maleducado, salió a cubierta, y de alguna forma, se cayó a las aguas negras del mar, mientras sus padres no lo advertían.

El transatlántico se alejaba, y el niño, debatiéndose en el agua, era de pronto subido e izado a un  pesquero, por un hombre que lo miraba con sorpresa. Era Spencer Tracy, un Capitán portugués.

Llevado a cubierto, secado con una gran toalla, el Capitán se planteaba lo que tendría que hacer. Estaban en plena temporada de pesca y no tenían radio, por lo que no podían ni siquiera pensar en ir a tierra, perdiendo el tiempo. La solución era sencilla: el niño tendría que quedarse el resto de la temporada en el pesquero.

El Capitán, de buen humor, riendo con su ancha y bondadosa boca, le cantaba:
“¡Ay mi pescadito no llores ya más!
¡Ay mi pescadito deja de llorar!
Hay una escuela en el fondo del mar
Y los pescaditos ahí van a estudiar…”

Al día siguiente, le dio un jersey de punto de adulto, que le venía anchísimo, y empezó a enseñarle las tareas de grumete. El niño había sido un consentido, todavía dijo algunas impertinencias, pero el resto de los marineros no le hacían ni caso, y poco a poco, el Cocinero, al que tenía que ayudar a menudo, empezó a encariñarse con él…

Yo lloraba amargamente viendo esa película, que era sobre el amor paterno que tanto echaba de menos. Incluso estaba aprendiendo algo que me gustaba tanto por ser del mar, el trabajo de grumete, que era de niño, aventurero y protegido.

= = = =

Tuvo que ser cuando tenía once  años cuando afirmé conscientemente mi diferencia con mis compañeros.

Ellos estaban coleccionando, todos, los cromos de “El Ladrón de Bagdad”. Era una película de aventuras del estilo de las Mil y Una Noches y los cromos eran grandes y casi cuadrados y de unos tonos pastel, rosados y azulosos, que me desagradaban.

Yo fui el único que coleccionó los de “Kim de la India”, la historia de Kipling de un niño inglés que tenía que hacer un viaje sirviendo a un guru que lo protegía. Eran en technicolor intenso, en tonos oscuros como los de la selva, y brillantes, y mucho más pequeños y apaisados. Siempre me ha gustado lo pequeño.

Ser el único era para mí un signo de identidad que revivía nada más mirar esos cromos.

No podía comprender  los complejos significados, pero sí intuirlos para hacer un balance de sí o no. “El Ladrón de Bagdad” eran alfombras voladoras, caballos con alas, mercados, fugas, duelos a espada…

Además, Sabu, el nombre real del protagonista, iba descubierto de medio cuerpo, muy musculado, lo que me repelía, pero interesa a los muchachos en general, sin ser un sentimiento homosexual, porque les permite identificarse con la musculatura.

“Kim de la India” era en cambio el desamparo y la protección, la entrega para un servicio y el amor paternal… No era consciente de todo eso, pero debía de intuirlo.

Muchos años después, repentinamente, una mañana, estando todavía en la cama, comprendí que Kim era mi nombre. Lo elegí porque era ambiguo y porque me hacía pensar en Kim Novak, cuya belleza me había fascinado en “Me enamoré de una bruja” y en Kim Philby, un espía doble británico (el espionaje también me ha interesado, desde que, mucho más chico, espiaba a gatas en la penumbra de la sala al Abuelo que jugaba apaciblemente al tresillo con sus amigos en su despacho contiguo)

No pensé en Kim de la India en aquel momento; pero debía de estar en mi memoria y ser determinante para aquella firme resolución.

Había estado buscando nombres femeninos, con la a, sin encontrarlo. Lo vi cuando pensé que era ambiguo.

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Mis compañeros eran un año o medio año mayores que yo, y llegaron antes que yo a la pubertad. Tendría una fase invisible y una fase hipervisible, que ocurrió, poniendo en mi memoria unos datos y otros, hacia mis trece años, catorce de ellos.

Yo no había llegado todavía a eso.

Me sorprendió que se volvían turbulentos y que les obsesionaba el sexo.

Por primera vez, salían todos juntos, a la calle, como compañeros, alborotando y cantando improvisadas canciones en las que se veían libres como gamberros (no lo eran) o inventándose pareados bastante explícitos.

Todos se enamoraron de una muchachita que venía todos los días a la Misa del colegio, a que la mirasen los ojos masculinos y a la que llamaban “la Guampita” (supongo que era un derivado de “wamp”)

(Ahora sé lo que eso significaba para ella: ver el brillo y el deseo en los ojos de los muchachos, no la indiferencia o la hostilidad que podía encontrar en los de las muchachas)

En cuanto a mí, la intensa androfobia que había sentido casi toda mi vida, desde mis cinco años en la playa, se exasperó hasta hacerse insoportable.

Los veía demostrar a cada momento su sexualidad y para colmo encontré un símbolo para expresar mi repulsa en el hecho de que los internos salían a pasear con un uniforme azul marino, chaqueta, corbata y pantalones largos, con el que resultaban muchachos limpios y resplandecientes, mientras que para mí, que conocía sus fantasías, me parecían unos hipócritas.

Me los imaginé saliendo juntos a un escenario, y yo entre ellos, también de uniforme azul, teniendo que ponerme en primera fila, delante de ellos, es curioso que no tan alto como ellos, aunque en realidad era lo contrario. Me horrorizaba que el público pudiera pensar que yo era uno de ellos.

“Yo no quiero ser contado entre ellos”, me dije, con estas palabras, llenas de angustia.

Era mi fórmula definitiva, la que me hizo transexual.

Yo no quiero ser como ellos. Yo no quiero ser un hombre.

= = = =

En la turbulencia de aquellos tiempos, pude ver positivamente cómo me sentía.

Estaba en el comedor de nuestro piso, y trataba de corregir mis “pies de Teresa”, que era el nombre que se les daba cuando tendían a converger por las puntas (ahora mismo, sentada, los tengo en esa posición)

Pensaba que tendría que obligarme a la tensión de unir los talones y separar las puntas, deliberadamente.

Eso me llevó a aceptar mi ambigüedad.

Me llamé ambiguo, palabra que sabía que estaba unida en mí a delicado o lánguido, y que me parecía verdadera, por lo que me emocionaba y me enternecía.

La delicadeza estaba en mi sentido estético y de las formas gráciles; era consciente de mi mi ; cuerpo delgado y alargado y mis largos brazos y piernas; me gustaba alzar los brazos como en un baile y mover las manos lánguidamente, como flores horizontales, en sus extremos.

Por las mañanas de primavera o de verano, a veces los estiraba en la cama, en esa posición, e incluso los besaba y los olía con su perfume natural; era una expectativa de amor.

Sentado, amo poner las manos, unidas entre los dedos, bajo mi cara, con delicadeza, y ver sus evoluciones, cuando también alzo los brazos.

En cuanto a las piernas, me gusta ponerlas juntas, con los pies entrelazados, y puestos un poco hacia atrás, y ligeramente caídas hacia un lado. Es una postura que nace de mí, de dentro, en la que a menudo me arrebujo, sintiendo todas mis extremidades como pegadas a mi cuerpo, y que después me ha gustado comprobar que es una postura espontánea de mujer.

= = = =

En aquella época tuve que acompañar con frecuencia a mi padre a nuestro cortijo, porque por encima de sus fuerzas económicas, estaba construyendo grandes obras que suponían una cuadrilla de albañiles permanente y requerían toda su atención.

A diferencia de Almuñécar, donde todo me emocionaba, el cortijo lo sentía como algo que no iba conmigo, cerrado, pura naturaleza áspera, chimenea por donde se difundía un humo de leña que representaba un salto atrás de varios siglos; nos alumbrábamos, al principio, con candiles y nos lavábamos con agua subida de la fuente a manos de alguna mujer.

En el cortijo vivía Frasquito el Guarda con su familia. Los menores de sus hijos eran el Nono, un poco mayor que yo, y la Mode, un poco menor.

El Nono era un muchachillo radiante, de ojos claros llenos de alegría y sonrisa apretada, en una cara atezada.

Pasaba muchas horas en el campo, porque cuidaba nuestro hato de cinco o seis yeguas. Alguna vez, al volver, se había traído una flauta, hecha con una caña seca y los agujeros quemados, sin duda para entretenerse y pasar mejor aquellas largas horas.

La Mode era una chiquilla más corriente, muy pequeña de estatura, pero yo prefería quedarme a jugar con ella en casa.

Me había enseñado a hacer mulicos, tomando dos bellotas verdes, una mayor y otra menor, uniéndolas con un palillo de dientes, con lo que se convertían en la cabeza y el tronco, y añadiéndoles después cuatro patas, con otros palillos, y hasta las dos orejas y la cola.

También me enseñó a hacer, en una rasilla, que era un ladrillo estrecho, de sólo cuatro filas de agujeros, de los amontonados para la obra, un cortijico de barro, con los muros de un gtan corral delante, con su portón, y luego los de la casa y las cuadras, con sus vigas de palillos y encima un techo también de barro.

Me gustaba hacer esos cortijicos, lo más grandes que podía, emulando a los reales, jerarquizados según su magnitud.

Lo impresionante, como lo he pensado después, es que yo prefería jugar con una niña, tranquilamente en el interior de la casa, valorando ese interior y los cristales de las ventanas, que nos protegían de la intemperie; no jugaba a juegos de niñas, porque los mulicos y los cortijicos eran más bien un juego de niños, pero jugaba con una niña.

Si yo hubiera sido más masculino, hubiera llegado lanzado a acompañar a Nono en el aire libre. Supongo que Nono me hubiera enseñado, clandestinamente, a montar a pelo en las yeguas que se hubieran dejado montar; y a tirar piedras, a mano, y con fuerza y puntería; y seguro, que a tirar con honda; unas vueltas alrededor y a soltar la piedra como una bala; y hasta a hacer flautas como él, con una caña.

O a buscar ranas en algún estanquillo, o matar culebras de agua, o intentar cazar algún conejo fugitivo con la honda (que se solía llevar metida dentro del cinturón), o algún lagarto, o algún abejaruco de alas doradas y pecho azul, rosa y verde.

Y quizá galopar con la yegua por los caminos fuera de la vista.

Supongo que para un niño de ciudad, la amistad con Nono sería maravillosa. Pero a mí no me interesaba nada de eso, excepto, quizá, lo de hacer la flauta de caña. Y galopar con la yegua, y a pelo, me hubiera dado miedo.  

Pero eso sería lo que mi padre querría ver en mí y lo que le hubiera hecho verse en su hijo mayor, porque supongo que su propia infancia habría sido así.

Mi padre permanecía callado y silencioso, incapaz de quererme tal como era yo. Supongo que tenía que darse cuenta de que yo jugaba con Mode y no con Nono, y teniendo en cuenta que aquella actitud era propia de la cultura general, tendría que soportar en silencio los comentarios que sabría que los hombres del cortijo harían a sus espaldas; en todo caso, yo no me enteré de nada de esto.

= = = =

Tuvo que ser hacia 1955, teniendo yo ya catorce años, cuando vi en un cine comercial “El Príncipe estudiante”, una película de 1954, en technicolor, palabra que sonaba a colores alegres y brillantes.

Era una comedia con ambiente de opereta que me llegó muy hondo.

En Heidelberg, en el siglo XIX, en una taberna de ventanas con vidrios emplomados, estaba un joven corriente, vestido con ropas normales, que resultaba que era un príncipe que estudiaba allí de incógnito.

Llegado el momento, se descubría su realidad, y entonces aparecia vestido de príncipe, con un uniforme blanco y una banda azul, y todos quienes lo habían conocido se quedaban deslumbrados y lo adoraban y querían, porque los príncipes, que son siempre  de cuento de hadas, como era aquél, tenían  y tienen un aura casi sobrenatural.

Lo que estaba viendo me estaba impresionando tanto porque me lo estaba aplicando a mí, como si fuera el cuento del patito feo que resulta ser un cisne maravilloso.

Yo me sentía en ese momento feo, y tímido, y soso, y gris, después de una vida en la que había sido devaluado, y minusvalorado, y no querido. Inseguro, en una palabra.

Pero se me abría el sueño de tener un aura y ser deslumbrante. Quería vivir en la realidad esa película. Pero yo no era un príncipe. Pero ése ya era mi sueño.

Un sueño masculino porque quería ser un príncipe, no una princesa; desde entonces se repetía, en mil juegos solitarios, de mil formas, durante mi adolescencia.

Me ofrecía una perspectiva de género  masculina, en lo social, porque  la figura de los príncipes es social.

Es verdad que no tenía que ver con lo sexual, más básico, más biológico. Pero si yo conseguía ser un príncipe biológico, la masculinidad de género se hubiera asentado en mí, habría encontrado algún fundamento.

Estuve a punto de conseguirlo.

Pero no voy a adelantarme, porque faltaban unos dos años, para ese “ a punto”. Si lo hubiera conseguido, ¿cuáles hubieran sido las consecuencias del deslumbramiento que yo habría experimentado, sobre la imagen social de mí mismo?

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Mientras tanto,  había llegado  mi propia pubertad, a mis doce años, en la fase invisible. Mi cuerpo seguía su propio camino.

Éste era  independiente de mis experiencias afectivas y los procesos que dependían de ellas. Mis experiencias dependían de una base también corporal, la estructura de mi sistema nervioso, de mi cerebro o procesador, y de los neurotransmisores, y de las circunstacias que me rodeaban y que pudieran haber sido de otra manera.

Circunstancias que incluían que mi padre no supiera valorar mi manera de ser, ni pudiera. Y otras, más influyentes, que iré explicando.                                   

Mi primera experiencia  de pubertad fue mi repentina sensibilidad a la belleza de una piscina azul y soleada en la que se veía en vertical el círculo formado por Esther Williams y las nadadoras de su ballet acuático, en una película de Hollywood.

Esther Williams: una mujer. Entraba en mi vida como un rayo de sol y en bañador. La dibujé enseguida en un periódico que me estaba inventando, escrito a lápiz. Mi padre lo vio y lo guardó y por eso todavía lo tengo. Seguramente vio en eso una esperanza.

Una sensación de alteración, de emociones sensuales por primera vez, empezó a invadirme. Sin embargo, yo no pasé de esa fase invisible; seguí siendo muy callado, y todo pasaba en mi interior.

Así entré en mis trece años, catorce de mis compañeros, cuando ellos ebullían. En aquella reacción de intenso rechazo hacia la masculinidad, por mi parte, la feminidad, que había sido hasta entonces para mí un orden de las cosas extraño y desconocido, empezó a aparecer también de una manera extraña.

Empecé a travestirme, no sé por qué ni en qué momento. Me ponía combinaciones de seda azul de tía Paloma, que al encontrarlas en un cajón de su armario me daban una impresión de deliciosa suavidad y blandura.

Dormía con ellas. Me excitaba ponérmelas. Ya estaba el pensamiento “soy una mujer”, que hasta entonces sólo había aparecido cuando, unos cuantos años antes, había pensado con tristeza y sin excitación que hubiera sido más feliz naciendo niña, porque habría ido a un colegio distinto del que me había tocado.

En aquella época, cuando estaba en casa de mis abuelos buscaba por todas partes lecturas, y encontré una novela americana, quizá de gángsteres, o algo similar. Era verano, por lo que recuerdo, quizá el verano de la transición entre mis trece años y los catorce.

Leyendo, di con este párrafo:
“…su vientre crecía como una luna llena.”

Me invadieron las sensaciones. Durante días,  durante noches.

Sé que era verano, porque lo releía una vez y otra, en la cama, con la ventana abierta  a esa noche, sintiendo por primera vez quizá lo que era la excitación.

No sé qué connotaciones despertó aquella línea. Sé que tenía que ver con la noche, con el placer, con la condición femenina vista desde fuera pero por dentro, ese embarazo que progresaba como los ritmos de la naturaleza.

Por entonces, también tuve mi primer sueño erótico, que fue también muy extraño.

La cocinera de casa de mi abuela era una mujer cincuentona y obesa. Me tenía en su regazo, aunque yo no era ya un niño pequeño, y yo mamaba. Recuerdo en el sueño la fase de formación de la imagen, la de excitación, la del repentino orgasmo, sorprendente, quizá todavía seco, no recuerdo.

Porque en aquel verano, que estoy reconstruyendo, debió de ser antes de lo que voy a contar.

Nos habíamos ido al cortijo, como era costumbre de mi padre para supervisar la cosecha. Yo tenía una insólita bicicleta negra, insólita porque no llegábamos a eso, que nos había regalado mi bisabuela procedente de un dueño anterior.

Con la bicicleta, había bajado a la carretera para rodar por su asfalto. En esos años, alrededor de 1955, no había apenas autos ni camiones que circulasen por las carreteras secundarias.

Llegando a la Casilla de Peones Camineros, ví que había una larga recta, en pendiente suave, hasta la alcantarilla de la Casilla de la Leche, a unos quinientos metros, y decidí tirarme por ella.

La bicicleta fue tomando velocidad y cuando nos acercábamos, vi con horror que había una curva casi de noventa grados, que daba al talud del barranquillo bajo la alcantarilla, y que yo no sabía controlar aquella velocidad.

Decidí tirarme al suelo, y resbalé sobre mi vientre y mi torso unos metros, por el asfalto.

No me pasó nada especial, y volví a la casa de nuestro cortijo, no recuerdo ningún detalle.

Lo que sí me había dado cuenta es de que mi genital se había irritado con el violento deslizamiento.

Esa misma tarde me empezó una fuerte erupción y un picor casi insoportable. No le dije nada a mi padre, que era con quien estaba, porque ya sentía un pudor que me lo impedía.
                                                                                                                                                                  Tenía una conciencia de fealdad.

Tuvimos que volvernos a Granada, por algo que mi padre requirió.

Mi siguiente recuerdo es yo, rascándome y experimentando algo de placer por rascarme, en el cuarto de baño de mi casa. Y de pronto, emergió un líquido blanco. Me aterró. Estuve convencido de que era pus, y el castigo por el placer un poco turbio que había sentido.

Así, de aquella manera feísima, llegué a la plenitud de la pubertad masculina.

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Yo creo que, aparte del surgimiento del travestismo, que hasta entonces no había aparecido en mi imaginación, yo era suficientemente masculino, aunque atenuado, como para no haber sufrido burlas, sólo aislamiento, que en esos años había terminado, con lo que tuve mis primeros amigos; queridos, pero ya tarde.

Mi masculinidad atenuada era de género, es decir, de gestos, de manera de hablar, de aficiones, aunque tranquilas y nunca deportivas…

Pero otra cosa era mi genitalidad. Puede pensarse que mis sentimientos eran una consecuencia directa de mi androfobia, una explanación de mi furia. Esto es una explicación abstracta, pero cuando miro en mis sentimientos incluso actuales, cuando ya estoy operada, veo una conexión tan directa entre mis percepciones y mis sentimientos, que no hay sitio para ninguna androfobia por medio.

Sé que, en general, su forma, su fuerza, su potencia, son hermosas para la mayoría. Yo misma, en el nivel inconsciente que aparece en los sueños, los veo representados por grandes árboles, en los que se yerguen y se expanden.

Pero a mí me parecen muy feos, sobre todo erectos. Además, irregulares, no como el falo ideal perfecto, liso, sino algo torcidos, con grandes venas o tendones sobrepuestos. Una forma natural, pero vergonzosa, en sentido estético.

También me parecían ajenos o extraños a mí, que no tenían nada que ver con nada que tuviera que ver conmigo, por ejemplo la imagen que podía tener y desear de mi hermosura. Mientraa habían sido inmaduros, pequeños y gráciles, insignificantes, podía verlos con naturalidad como  una parte de mí, pero después de su maduración, no.

Tampoco los entendía, puesto que mi imagen era tranquila, pasiva; no tenía ningún deseo de penetración, cuando he sido ya muy mayor, hace poco, una lectura me abrió los ojos, y  he tenido que preguntarlo. Por tanto, no correspondían a ningún impulso y ya antes pensaba en que cuando me operase, sería porque no me habian sido útiles.

Por eso, estéticamente, una erección me parece imposible de integrar armoniosamente no sólo en mí, sino en cualquier otro cuerpo, cuyas líneas suaves, ligeramente curvas, rompe transversalmente como si fuera un postizo, un invento de última hora.

Por eso, deseaba que se desprendieran, o que fueran apartados, que mi vientre volviera a las líneas curvas de su estado anterior.

También que fuera inofensivo, cerrado sobre sí mismo, hermoso en su forma redonda.

Afortunadamente, para comprobar que estos sentimientos eran los de entonces,   documenté  con precisión lo que sentía, en una libretilla de mi diario, sólo cinco o seis años después, el 12.IX.1960, yo con diecinueve años:

“Esta mañana, al ir a bajar a la playa, he vuelto a ver mi sexo en el espejo, mientras me ponía el bañador. Es una cosa fea; ajena a mí y a mi personalidad. Mi “yo” termina donde empiezan los genitales. De lo que se llama sexualidad, sólo me pertenece lo que más extendido y difuminado está en todo mi cuerpo: la voluptuosidad. El sexo es postizo, me avergüenzo de él, me disgusta, le aborrezco (…) repugna a mi voluptuosidad, al amor que siento por  mi cuerpo suave y mis facciones delicadas (…)  de la misma manera con que me repugna el vello de mis axilas, la barba de mi cara, el vello de mis piernas (…)”

Podría hablar durante horas de estos sentimientos. Voy a hablar ahora de algunos disparates que he imaginado en relación con la presencia de estos genitales en otras personas. Son disparates, pero son útiles para comprobar que no entiendo lo que sienten los varones por sus genitales.

Pensaba, por ejemplo, que todos los varones, en el fondo, deseaban ser mujeres. Por tanto, liberarse  de estos órganos. Y que eran afortunados quienes los perdían en un accidente.

Me afectaba en mi autoconsideración que, sólo por tenerlos, hubiera que tener cuidado con los varones, que fueran considerados peligrosos. Y  que tuvieran que ser confinados entre ellos, lejos de las mujeres, y por tanto solos y tristes, para protegerlas contra ellos (esto, de hecho, sucede en algunas especies animales, que expulsan a los machos de la vida social, reservada a las hembras y sus crías, machos mientras son pequeños, y hembras)

Por eso, cualquier congregación de varones solos me parecía que se suponía que estaban juntos por razón de esos genitales, visibles por tanto a la inteligencia aunque tuvieran que mantenerse ocultos, por el mismo desagrado masculino ante ellos.

Mientras, me obsesiona imaginar la unanimidad de los genitales en esas reuniones de un solo sexo.

Por eso me operé el 5 de enero de 1995 y me quedé contenta porque mi vientre es ahora liso, curvo en su forma general, inofensivo.

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Me parece que mi masculinidad atenuada, pero real, de género, era compatible con mi asexualidad genital.

Digo asexualidad porque tampoco daba lugar a una feminidad genital, por ejemplo al deseo de ser penetrada, de abrazar con mi cuerpo a otro.

De hecho, deseaba liberarme de los genitales masculinos, pero no crear otros genitales femeninos. En el momento de operarme, hubiera querido pedir al cirujano que me dejara sólo un pequeño orificio para la función de la orina, pero no se lo dije para no comprometer mis posibilidades de operación, que me parecía que estaban en el aire.

Pero, en todo caso, estos sentimientos respecto a los genitales, me parece que tuvieron que ver con la acción del estrógeno que estuvo tomando mi madre para remediar su matriz infantil, que le había causado ya cinco abortos en tres años. Aunque tenía instrucciones para dejar de inyectarselo en cuanto volviera a quedarse embarazada, debió de pasar algún tiempo antes de constatarlo y aun entonces, habría el efecto depósito producido por la inyección, de un mes más o menos.

En resumen, mi cerebro comenzó a formarse como femenino en el ámbito genital,  y sólo poco a poco comenzó a masculinizarse, y no del todo, en los ámbitos del género.

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Alrededor de ese año de 1955, de mis catorce años, según calculo, ese mismo verano, o el anterior, o el siguiente, estando yo en casa de mis abuelos, llegué a una turbulencia absoluta.

Me llevaba por las noches, a mi cuarto, las revistas que tomaba de Tía Paloma. Entre ellas, el Elle, en papel couché, brillante, que tenía anuncios de elegante ropa interior,  y enloquecía queriendo ser yo una de aquellas modelos.

Sé que era verano, porque los postigos del balcón estaban abiertos, y por ellos entraba el perfume del jazmín que la abuela tenía en uno de los lados, y la cadencia de lo que yo creía que debía ser un cuco que cantaba tuuu… tuuu… en los árboles de Casa de Tía Blanca, o más allá, los que había en los Jardinillos, al lado del río…

La noche era hermosa.

Asocio todos estos recuerdos con la belleza de la excitación, pero sabiendo a la vez que era angustiosa, porque suponía una y otra vez que fuera patente la fuerza de la masculinidad, cuando yo quería justamente desprenderme de ella.

Una vez recé a Dios para que hiciera el milagro de que a la mañana siguiente amaneciera convertida en mujer; y al despertar, constataba que no había pasado nada.

Tenía la sensación de que era un deseo imposible.

En la angustia de esa imposibilidad, una tarde, entre deseos apremiantes y desesperación, pensé en los pactos con el Diablo.

En esos tiempos, desde hacía siglos, la religión católica estaba centrada en la elección personal entre Dios o el Diablo, que llevaba a la salvación o la condenación eterna.

Yo había sido muy educado en el colegio, donde íbamos a Misa todos los días, en casa, donde todos los días se rezaba el rosario y el mes de mayo era el Mes de María, donde se leía todas las noches las meditaciones de un librito, en el que la Virgen protegía del poder del Demonio.

Por eso yo no quería entregarle mi alma, porque sabía muy bien las horribles consecuencias, pero podía intentar llegar a un acuerdo con su poder. Yo le pediría que me ayudara a ser mujer, y a cambio, le ofrecería arrastrar a otras personas por mi propio camino (y que ellas después se arreglaran como pudieran en su propia lucha contra la fuerza del Demonio, lo que iba a suceder de todas maneras)

Se lo pedí.

Aquella tarde fue la más vergonzosa de mi vida (se considere que el Demonio existe o no), porque me declaré dispuesto a utilizar a otras personas en mi beneficio.

Mancha el resto del relato, aunque después, tendía a olvidarla.

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Tengo que hablar ahora, largamente, de sentimientos que ahora entiendo y antes no entendía, pero que dan la clave para entender el resto del relato.

Había visto en mi familia, en la relación de mi padre con mi hermana,  que las niñas primero, las mujeres después, pueden ser queridas, valoradas, estimadas, respetadas por los varones.

Lo había sabido muy pronto, al comprender que mi padre quería a mi hermana y no a mí. Lo sabía después, al observar las reacciones de mis compañeros ante las muchachas. Al contrario, veía la actitud displicente de unos varones ante otros, o frases que entonces se seguían usando como “el bello sexo” o “el sexo feo”.

Es difícil medir hasta qué punto yo me sentía entonces, después de siete años de aislamiento, tímido, soso, gris, indigno de ser querido.  Se consigue un contraste doloroso con la primera constatación de mi belleza como mi identidad personal, y además una belleza casi femenina.

Yo quería ser aceptado, valorado, querido, deseado, respetado por los varones, y en primer lugar por mi padre, como entreveía a veces, no ser rechazado ni minusvalorado.

Cuando me travestía, y me veía bien, siempre deseaba que hubiera habido un hombre mirándome, y admirándome, para confirmar mi transformación y darle todo su valor.

Sin embargo, la necesidad de ser querido y valorado también había encontrado como forma de expresión el símbolo de ser un príncipe, que era compatible con la masculinidad de género, aunque independiente de la genital.

Un par de años después estuve a punto de conseguirlo de esa forma simbólica, como decía antes, porque mi abuela paterna hablaba a menudo de que éramos parientes de los Duques de Abrantes. No me importaba mucho, pero los busqué en el Espasa, que era el internet de entonces, y encontré que tenían el apellido Lancaster.

Si lo hubiéramos tenido, sólo con eso, me hubiera sentido yo ese príncipe simbólico, aun sabiendo que era sólo un juego de mis sentimientos, hubiera sentido esa seguridad que me faltaba!

Sé que hubiera dirigido un gran número de mis fantasías a mi eventual descendencia de este linaje y se hubieran modificado los equilibrios de mi vida.

Mi rechazo de la genitalidad masculina se habría mantenido, pero le habría dado menos importancia, guardándolo oculto, aunque con el tiempo me habría operado, incluso más fácilmente, por sentirme socialmente más seguro, menos expuesto a las turbulencias de la transexualidad.

Me hubiera hecho diplomático, una profesión que había considerado con quince o dieciséis años, y que cuando estuve cerca de ella, en Argel, me atrajo mucho, pero que no emprendí debido a las incertidumbres sociales que me producían mis inseguridades sexuales…

Una posibilidad de vida completamente distinta de lo que ha sido la mía. Quizá sostenida por una protésis, en gran medida imaginaria, la fantasía de ser un príncipe, aunque eficaz para mí.

Aun hoy sigo pensando mucho en estas afinidades,  que son un gran factor de mi estabilidad emocional, un juego que me equilibra, aunque sepa que es, en el fondo, un juegp.

Pero no encontré la relación de los Lancaster con mi familia.

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Me vestía delante del espejo. Yo hubiera querido pasar una tarde tranquila, viviendo como mujer, aunque fuera a solas.

No pretendía una imagen sensual, sólo que fuera la mejor posible, dado que tenía el pelo cortado corto y no tenía maquillaje.

De hecho, a veces me ponía una toalla alrededor de la cabeza, como si fuera un turbante de baño.

Sin embargo, entonces irrumpía, casi enseguida una excitación.

Era lo que menos deseaba. Era como si mi cuerpo me dijera “eres masculino”,  que era justo lo que yo no quería ser.

Pero la excitación arruinaba mi imagen y a la vez era apremiante. Generalmente, acababa en una masturbación frenética, y en cuanto terminaba, las primeras veces caía de rodillas, llorando muy amargamente y pidiendo perdón a Dios.

No sólo se habían frustrado todas mis expectativas, y no deseaba ya nada, vistiéndome de nuevo con mi rutinaria ropa masculina, sino que me sentía muy culpable de hacer esto a escondidas, dejándome llevar, y me preguntaba si podría dominarme.

Me decía que todo aquello demostraba que yo no era una mujer.

Repetirlo una y otra vez me hacía pensar que era un vicio.

Sería lo que cualquiera me habría dicho si le hubiera preguntado. Uno de los factores más duros de aquella situación era que yo no tenía nadie con quien hablar, a quien preguntarle, y que supiera responderme, contando con que hubiera sido amable conmigo.

Todo lo tenía que resolver por mí sólo, solo en el mundo, con catorce años.

Fui a buscar en la Biblioteca Municipal, en un hermoso jardín, junto al río, la Enciclopedia Espasa, de cincuenta o sesenta tomos.

Busqué palabras como “homosexual”, y vi que no se ajustaba a mí. También busqué “eunuco”, porque yo deseaba perder mis genitales, pero tampoco. No encontré nada.

Hacia ese año, Harry Benjamin estaba empezando a difundir en los Estados Unidos la palabra“transsexual”, creada por Cauldwell, pero en una España singularmente envejecida, muy anticuada, no se sabía nada. No existía ningún nombre. Tuve que ser transexual por mí misma, descubriendo paso a paso mi realidad, sin poder usar ninguna palabra, fuera de los insultos populares, sarasa o mariquita, que sin embargo me consolaban y me hacían envidiar a quienes ya podían llevar esos nombres.

Pasado el tiempo, llegué a pensar que la excitación venía de un automatismo corporal, independiente de mi cabeza.

Mi cabeza iba por un lado, seguía sus sentimientos, sus deseos, que no eran eróticos, pero mi cuerpo, ante una imagen de mujer, al tocarla, imaginarla, intimar con ella, aunque fuera en mi cuerpo, tendería a excitarse.

Esta explicación me ha calmado, y ha tranquilizado mis inquietudes de incoherencia, durante mucho tiempo.

Pero ahora creo que puedo explicarlo mejor. No hay excitación ante el cuerpo de la mujer, porque ese cuerpo me agrada pero no me excita demasiado. Nunca me he masturbado pensando en el cuerpo de una mujer.

Lo que me excita son las situaciones sociales de dependencia,  las normales, tampoco las fantasiosas,. Por tanto, es la eclosión de mi instinto de sumisión/protección, lo que produce esta excitación.

He visto en  mi vida surgir muchas veces este instinto, con una fuerza extraordinaria, como una sacudida sexual, no sólo como un deseo sentimental, cada vez que me he visto como una mujer sometida. Eso significaba renunciar a toda lucha y aceptar la dominación masculina, esperando a cambio su protección.

No es un placer masoquista, puesto que no pretende el dolor, sino que es una estrategia para conseguir la protección.

Es la búsqueda de seguridad, en una situación real. Las narrativas que la acompañan son las de la vida normal y por eso mismo son tan excitantes.

Pero en la vida real, estas situaciones de dependencia son muy arriesgadas, porque pueden  llevar no a una situación de protección, sino de opresión y aun de malos tratos, cuando el varón trata de afirmar su poder a toda costa.

Es en mí una pulsión femenina, derivada sin duda de la formación de mi cerebro bajo la acción de un estrógeno, el Progynon, en mi edad prenatal, destinado a evitar que mi madre me perdiera por matriz infantil, como había pasado antes cinco veces.

Cuando lo pienso, aquí veo la raíz común de todas las actitudes que han impedido que mi género fuera masculino de una manera definida o que pudiera reconocer como propios los genitales masculinos.

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Durante muchísimo tiempo, he sustituido esta explicación que, como digo, sólo he comprendido a partir de 2010, por otra también muy eficaz y que es compartida por los varones heteros feminófilos,

Es el deseo de fusión con la imagen de la mujer en el espejo. Se trata de una reacción que ocurre cuando un varón no puede sentir la suficiente afectividad hacia otros varones, lo que se puede llamar homoafectividad, que es la condición para valorarse como varón, para aprender a ser varón, y esto ocurre por razones biográficas y no biológicas, sobre todo por dificultades severas con un padre maltratador.

Si no ha habido identificación con el padre, difícilmente la puede haber con otros varones. Entonces, la experiencia de verse travestido ante el espejo, pone ante los ojos una imagen fantasmática de mujer, que se superpone a la propia. Inmediatamente, surge un deseo de fusión con esa imagen, para colmar el propio vacío de identidad.

Es una imagen externa, como si fuera fotográfica, y se refiere sobre todo a la imagen de la mujer arquetípica, como he leído en Catherine Millot, discípula de Lacan, una imagen joven y bella; no incluye la realidad interna de la feminidad. Está impregnada de sentido erótico, tan fuerte, tan básico, que sobrevive incluso a la hormonación o a la operación, cuando las hay para mejorar el atractivo de esa imagen.

Se puede sentir como la cercanía perenne de una mujer, aunque se puede saber que es fantasmática. El impulso sexual se dirige hacia ella, pero en la práctica es como si se volviera sobre sí mismo.

Mi  experiencia no es ésa, sino la de la sumisión/protección materializada en una vida como de mujer.

Ray Blanchard, un psicólogo canadiense, lo ha definido como “autoginefilia”, un deseo o amor (filía) de sí mismo (autós) como mujer (giné); Anne Lawrence, transexual norteamericana, ha hecho suyo el nombre dado por Blanchard, subrayando y aceptando su fuerza erótica.

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Al llegar aquí, con quince o dieciséis años, estaba ya viendo todos los datos del enigma o problema que tenía planteado.

Para adolescentes, para madres o padres que ven los parecidos y las diferencias con sus
propias criaturas, puede ser útil o clarificador o tranquilizador lo que han leído.

Desde entonces, todo lo que he vivido han sido los intentos de resolver de alguna manera estos datos, sin que ninguno nuevo se plantease.


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 Sólo esto. Como no había conseguido resolver mis dudas entre mi feminidad y mi masculinidad, hacia mis cuarenta años, escribí estos versos:

Diré: desesperación, con tal de decir yo mismo;
Yo mismo, tal como soy, sin consentir un conforme;
desesperación es el nombre de unos jardines de noche,
extrañas plantas que alumbra una callada bombilla;
la flor más rara de todas es la que llamo yo mismo,
machacada, machucada, herida, rota, ensuciada,
y diciendo: “Soy quien soy; que me tome quien me quiera”
Romperé para librarme lo que pueda, aun sabiendo
que tras cien barrotes rotos reaparecen mil doscientos.
No quiero ninguna ley, aunque comer y beber
me haga agachar la cabeza, pero no el corazón.
¿Qué es lo que puedo deciros, obligado a hablaros?
Que busquéis, que es lo que yo he hecho, en el fondo de las almas
los mares maravillosos y las islas del amor
y digáis lo único cierto: Nunca estaré allí.
¡Dios de la Rebeldía, haz que la conozcamos!

Y hacia mis cuarenta y ocho, estos otros, todavía más angustiados:

Un día nace el sol y al otro día
vuelve a nacer; me quema con su fuego.
Cada fecha me trae tortura y amargura.
Espero la llegada de algo amable:
el trino de un canario inocente
que ordena con alpiste la mañana.
Cesa el suplicio y llega el reposo
que impone paces y da el alto a las leyes.
La memoria vuela libre, desligada,
exenta de los miedos del presente;
dulce noche, para todos los que sufren;
fresca negrura, imagen de la muerte.

Y un poco después, éstos:

El dolor me sigue lacerando
porque he perdido el tiempo, sagrado y fugitivo;
mi hermosura, dejada y desdeñada,
el aroma juvenil, desvanecido,
ya no soy digna, no puedo ser amada,
ya no merezco que me guardes un suspiro.
He vivido en la cárcel, día por día,
las paredes desnudas, aliento frío,
por motivo de unos ojos fatigados,
de unas manos quebradas, de un cuerpo entumecido,
que nunca he mirado cara a cara
ni nunca mis caricias ha respondido,
dejándome ir a un patio desolado,
cada día más triste y más vacío,
hasta encontrarme sola y destrozada,
pero dispuesta a hacer lo que fuere preciso
por unos ojos graves, por unos dedos finos.

Exteriormente, no demostraba nada. Me dedicaba a mi profesión. Me hacía querer y también respetar por mis alumnos, entre los doce y los diecisiete años.

Cuando se lo merecían, los ponía en orden con grandes voces de mi vozarrón, pero en cuanto volvían al orden, les demostraba mi afecto, por lo que no era traumática, más bien justa, la demostración de autoridad, viniendo de una persona de 1’85.

Ya después, incluso operada, me decían “Kim, es que impones”. Pero predominaba el afecto mutuo, incluso la confianza, sobre todo por parte de las chicas, pero también a veces de los chicos, para contarme sus angustias. Cuando llegaba San Valentín, me enviaban, ya operada, a la misma clase, ramos de flores. Me consolaba recoger, de vez en cuando, algunas pequeñas muestras que me decían que mis estudiantes intuían algo, como la equivocación de una alumna cuando me llamó “seño” o la descripción de un alumno cuando escribió de mí “me recuerda a mi seño”.  

Llegué a decirme que ser transexual era una buena cualificación para la enseñanza, porque era no ser “medio hombre, medio mujer”, sino mejor que los hombres y mejor que las mujeres, una personalidad más integrada para ella, más enérgica que muchos hombres y más afectuosa que muchas mujeres.

Pero en invierno, en los primeros meses de 1991, cuando cumplí los cincuenta años, me sentí al borde de la locura y de la muerte. Escribía sin parar mis fantasías, todo el tiempo libre, tenía miedo de un ataque cerebral, me cansaba, no iba más que al terreno de la fantasía, demoledor, las fantasías de sumisión y humillación se hacían cada vez más exageradas y más siniestras, prisiones grises oscuras, miradas desde arriba; lo mismo que en las drogas, incluido el alcohol, hay un umbral que se va elevando continuamente para mantener su eficacia.
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Tan asustado estaba, que me di cuenta  de que sólo podía intentar pasar de la fantasía a  la realidad. Me lo dije así: “Sólo la realidad puede salvarme”.

Y que tenía que dar un paso fuera del armario, definitivo; “aunque el mundo se hunda”, me dije.

Empecé a encontrar puertas abiertas. Como quien sale de un largo coma, o mejor, de una cárcel, descubrí que existían teléfonos. Un teléfono, por primera vez, el de Cogam, en Madrid. Hice un viaje ese verano, me recibieron un hombre de hermoso pelo cano y barba cana, y dos muchachillos, que se habían quedado de guardia.  Me dieron algunas salidas. Vi a uno acariciar con naturalidad el brazo de otro, y darse un pico al despedirse.

Me di cuenta de que estaba viendo por primera vez un modelo distinto de masculinidad y pensé que ojalá lo hubiera visto en mi adolescencia y mi juventud.

Los homosexuales me gustaron desde aquel momento. Hay suficientes afinidades entre ellos y yo, aunque seamos distintos. He leído mucha novela gay, desde entonces, y siempre me conmueve ver los parecidos entre ellos y yo y acabo echándome a llorar.

Me quedé en Madrid unos días. Gracias a Cogam fui por primera vez a una disco gay, donde bailé yo solo, donde me miraba en el gran espejo lateral y veía a un cincuentón torpe y desaliñado, con la prosaica camisa blanca de quien está saliendo del armario.

Fui también a Transexualia, y conocí a mis desde entonces queridísimas Mónica y Jenny.

Compartí comidas, cafeterías, bebidas, bares donde veía llegar a transexuales, con gente del ambiente, que tanto me encantaba, rebeldía, deseo y amabilidad.

A la vez, me aterrorizaba el sida. Todavía no se conocían los mecanismos del contagio y pensaba que podía contagiarme incluso sentándome en una silla.

Volví a Granada, y pensando en el sida, pensé que había hecho una locura. Tardé un año en recuperarme de tantos miedos. Pero en 1993, fui saliendo del armario definitivamente.

Y los siguientes años fui feliz.

= = = =

Vuelto a Granada, conocí a la Sociedad Sexológica Granadina, y a Leonor, su presidenta, que me acogió en seguida como transexual, pese a que todavía vestía de varón. Fue la primera vez en mi vida que encontraba un lugar social como trans. ¡En Granada!

Poco después, tras haberla visto en la televisión, a Merche Camacho, que fue desde entonces mi amiga y mi apoyo, durante el proceso que estaba empezando.

E hice amistad con Jorge, que es gay, pero que ha sido el primer varón que ha sido mi amigo de corazón, como tanto he deseado, real, material. Casi nada más que conocernos, me regaló una pulserita Cartier que llevo desde entonces en la muñeca.

En uno de los viajes a Madrid que hice entonces, una amiga prostituta me ofreció que me quedara en su pensión, que estaba en la Plaza de Santa Ana.

Esa noche, cuando salió a trabajar en la calle, me quedé acostada en mi cama, mirando hacia el techo.

Entraba mucha luz de la calle, y teníamos los balcones abiertos, porque era verano.

En el techo, propio de una casa antigua, había cenefas en color y en relieve, formando un cuadro, y luego otras, redondeadas, en torno a la lámpara.

Yo pensaba en dónde estaba.

Había visto que también había inmigrantes.

Pensé, mirando al techo, con alegría: “Estoy en el corazón de Dios”.

Poco después, en la calle, un grupo de jóvenes que estaban de marcha, se pararon debajo de mi balcón, y empezaron a cantar:

“Como los malacatones
Tienes la cara, mañica,
Como los malacatones,
Redondica y colorá
Y llena de pelusica”

Era una jota muy antigua, que mi padre recitaba a veces, contando un sucedido de juventud, de los años veinte, con gran placer porque le gustaban mucho los melocotones.

Era muy improbable que aquellos muchachos de principios de los noventas supiesen aquella jota, y que se parasen para cantarla debajo de mi balcón, y en aquellos momentos.

Era como si mi padre hubiera entendido después de muerto lo que no pudo entender en vida y  me estuviera enviando una señal de que aprobaba lo que estaba haciendo, y espero que alguna vez se lo preguntaré.

= = = =


APÉNDICE
ANÁLISIS BIOLÓGICO DE MI FEMINIZACIÓN PRENATAL

Hay un hecho, anterior a mi gestación, que pudo ser decisivo para mi manera de ser. Mi madre me lo resumía en su extrema vejez: “Sí, pero te salvó la vida”.

Estaba perdiendo un hijo tras otro, por matriz infantil o útero hipoplásico, una afección muy rara, que produce muchos abortos, cinco desde que se casó con 19 años en 1938, a 1940, con 21, hasta que el Dr Gálvez Ginachero, de Málaga, muy respetado durante la guerra, primero por los rojos y luego por los nacionales, le prescribió Progynon, de Schering, “recién inventado”, me decía mi madre, en realidad desde 1928, doce años antes, valerato de estradiol, el primer estrógeno u hormona femenina en farmacia, inyecciones de 10 mg. En cuanto supo que estaba esperándome, a fines de junio de 1940, mi madre detuvo el tratamiento. Pero es posible que tuviera un efecto depot, de acción gradual, porque actualmente se llama Progynon Depot.

Aún así, en diciembre, cuando nos veníamos de Palma de Mallorca a Granada, mi madre tuvo una gran hemorragia en Valencia, que le obligó a quedarse no sé si fue una semana o dos en casa de mis tíos, inmóvil en la cama; es decir, estuve a punto de irme yo también.
La eficacia desmasculinizadora del Progynon se comprueba por el hecho de que, ochenta años después, se sigue usando sobre todo para la feminización trans, parece que en países pobres, por ser quizá (no lo sé seguro) más contundente, relacionado con el estradiol,  el estrógeno más feminizador.

En efecto, entre 1930 y 1950, los estrógenos se usaban para evitar los abortos espontáneos,  para “evitar los desenlaces adversos del embarazo” y en los “Annales D’Endocrinologie”, primer número, marzo de 1939, el Progynon se anuncia para problemas de la pubertad, entre otros (Dr. Alfredo Jácome Roca, “Aspectos Históricos de la Terapéutica con hormonas femeninas”);  y la matriz infantil puede ser considerada un problema de pubertad.

La descripción de Progynon de una farmacia en la red aconseja una inyección cada cuatro semanas, lo que señala la duración del efecto depot. Pongamos que mi madre tardara casi un mes en constatar que estaba embarazada de mí,  por lo que pudo seguie el tratamiento hasta mediados de julio de 1940; el efecto duraría entonces casi ocho semanas, sin contar su caída final, quizá no repentina, sino gradual; por tanto, ese estado duraría entre unas seis semanas y nueve, lo suficiente para mantenerme durante ellas en estado femenino y para formar quizá femeninamente algunas estructuras cerebrales que ya lo seguirían siendo. Otra hormona, el acetato de leuprorelina, al ser inyectado, libera dosis diarias iguales durante 1, 3 o 4 meses. (Periti, P., Mazzei, T., Mini, E, “Clinical pharmacokinetics of depot leuprorelin”; Department of Preclinical and Clinical Pharmacology, Università di Firenze, Florence, Italy)

O sea, que si fuera éste el caso, mi cerebro en formación pudo estar sometido a la acción de un estrógeno, inhibidor de las hormonas masculinas, desde el mes de mi concepción, junio de 1940, hasta finales de julio (seis semanas) o mediados de agosto (ocho semanas; quizá nueve)

En 1991, compré un texto de divulgación, de Anne Moir y David Jessel, “El sexo en el cerebro”. En él se explica el mecanismo de androgenación prenatal, que sucede en dos fases. En la primera, puede haber bastantes andrógenos para configurar genitales masculinos pero, en la segunda, estos pueden no producir a su vez bastantes andrógenos para masculinizar el cerebro Entonces, puede haber un cuerpo masculino y un cerebro femenino (página 33)

Al final de ese primer trimestre (dato impreciso), entiendo que entre  la semana octava y la décimotercera,  hubo un nivel hormonal suficiente para masculinizar mi cuerpo, como se comprueba incluso en la ratio de mis dedos índice y anular (2D-4D), que entra dentro de los parámetros  masculinos en ambas manos (John T. Manning, “Digit Ratio: A Pointer to Fertility, Behavior and Health”, Rutgers University Press, y Zhengui Zheng y Martin Cohn,  “Developmental basis of sexually dimorphic digit ratios” (Proceedings of the National Academy of Sciences), 2011.

Medidos desde el pliegue digital inferior, mis dedos van de 2D=7.2 a 4D=7’8 cm (ratio 0’92), los izquierdos y 2D=7.2 a 4D=8 cm (ratio 0’9), los derechos; media, 0’91    ; comparados con los datos publicados en un estudio sobre 136 varones y 137 mujeres, en los que el intervalo masculino iría de 0’889 a 1’005, media 0’947 frente a un intervalo femenino de 0’931 a 1’017, media 0’965 (Bailey AA, Hurd PL, March 2005. “Finger length ratio (2D:4D) correlates with physical aggression in men but not in women”. Biological Psychology 68 (3): 215–22), mi ratio de los izquierdos y la de los derechos estarían dentro del intervalo y la media masculinos y fuera de los femeninos.

Se puede unir al efecto bioquímico intenso del Progynon el stress de guerra que sufrió mi madre, que acentuaría el efecto depot de ese fármaco. Desde el 5 de junio de 1940 hasta el 10 de julio, cuarta semana, pero el primer mes se habría cumplido o casi.

No han sido confirmados los resultados de Günther Dörner, en 1980, sobre un posible máximo de homosexuales nacidos en Alemania entre 1944 y 1945, momento crítico de la Guerra Mundial, según el intento de comprobación de Schmidt y Clement, en 1988. Sin embargo, la discusión sigue abierta: en 1993, Matt Ridley, en “The Red Queen”,  aludía al cortisol, hormona del stress, que nace de la misma base que la testosterona, dejándole quizás menos margen de formación; un estudio publicado en Archives of General Psychiatry señala que un stress emocional severo durante los primeros meses de embarazo puede aumentar  también el riesgo de esquizofrenia. 

A fines de la tercera semana se han formado ya las bases del cerebro anterior, medio y posterior. Son estructuras demasiado básicas para pensar que alguna función esté localizada, por lo que supongo que la feminidad básica de mi cerebro se vería en tendencias difusas, algo así como un material con determinadas propiedades, que se verían operativas en ciertas circunstancias.

Louis Gooren, primer profesor de Transexología, desde 1988, en la Universidad Libre de Amsterdam, dice en “The biology of the  human sexual differentiation”, Hormones and Behavior, noviembre, 2006,  que los efectos de los andrógenos prenatales prevalecen más en la conducta de rol de género que en la identidad de género; ese análisis confirma la realidad de que mi identidad sea masculina y mi  conducta sexual sea antimasculina.

Hay pruebas, dicen Moir y Jessel, de que el sexo cerebral supone una gradación, un continuo; más andrógenos en la matriz, más masculina la conducta; menos andrógenos, más femenina (página 41) Por tanto, el volumen de la dosis administrada, al actuar sobre la primera formación del cerebro, determinaría el grado de feminidad permanecida. Yo supongo que en mí fue más que una difusa ambigüedad, como la que Moir y Jessel cuentan en  la historia de  Jim, cuya madre tuvo que tomar otra hormona femenina, el dietilestribestrol, porque su diabetes le provocaba también abortos espontáneos. Jim era un muchacho tímido, que no sabía defenderse, tratado como mariquita en clase y cuya heterosexualidad había quedado difuminada, a diferencia todo de su hermano mayor Larry, en cuyo embarazo no fue necesaria la hormonación (páginas 42 y 43) Todos los indicios que vivió Jim los viví también yo en mi adolescencia y más intensamente, porque la pubertad me hizo extrañarme por los órganos genitales masculinos, encontrarlo muy feos y rechazarlos, no pudiendo entenderlos como partes de mi cuerpo, y necesitando quitarlos, hasta que lo conseguí –el núcleo de mi transexualidad.

Mi posición en el continuo dominancia/sumisión se define en una sensualidad sumisa, visible en los recuerdos de mis fantasías desde los cinco y los ocho años y que gravita siempre a lo largo de mi vida, desde alrededor de 1946, con unos cinco años, intensamente en el curso 1949/1950, como respuesta a la amenaza de un chico, que me aterrorizó, hasta mediado junio 2010 (sesenta y nueve años, ya sin miedos ni angustias, en un feliz verano), tengo una fantasía de sumisión sexual a un hombre peligroso, que dura mes y medio, mañana y noche.

No encuentro estadísticas de la posición de las mujeres en el continuo dominancia/sumisión;  pero entre las mujeres heteras que lo ponen en práctica como fantasía, un 89%  preferían un rol sumiso,  prefiriendo también un varón dominante, mientras que, de los varones heteros, un 71% preferían un rol dominante (Ernulf, Kurt E.; Innala, Sune M. (1995). “Sexual bondage: A review and unobtrusive investigation”. Archives of Sexual Behavior 24 (6)”
Por tanto, este rasgo de mi temperamento lo puedo considerar  femenino,  procedente de una parte de mi cerebro formada femeninamente.

Quizá con unos seis años, reparé por primera vez en mis genitales, que me parecieron pequeños y graciosos, poco importantes porque servían sólo para hacer pis, un líquido claro y transparente que no requería ningún pudor.

Mis sentimientos hacia la mayor parte de los niños se convirtieron de repente, desde los siete años en una androfobia casi generalizada, en la que los veía como ásperos e inhóspitos, salvo casos aislados. En la pubertad, desde mis trece o catorce años, yo ya no soportaba a los varones y pensé: “No quiero ser contado entre ellos”

Cuando mis genitales maduraron, me repelieron, eran lo contrario de lo que había supuesto. Desde entonces y hasta hoy, me parecen mal hechos, no son míos, no representan nada mío, que tenga que ver con mi manera de ser, no los entiendo, no quería que estuvieran en mi cuerpo; sólo habría entendido que siguieran en su estado anterior.

Afortunadamente, documenté este sentimiento con precisión en una libretilla de mi diario sólo cinco o seis años después, el 12.IX.1960, yo con diecinueve años:
“Esta mañana, al ir a bajar a la playa, he vuelto a ver mi sexo en el espejo, mientras me ponía el bañador. Es una cosa fea; ajena a mí y a mi personalidad. Mi “yo” termina donde empiezan los genitales. De lo que se llama sexualidad, sólo me pertenece lo que más extendido y difuminado está en todo mi cuerpo: la voluptuosidad. El sexo es postizo, me avergüenzo de él, me disgusta, le aborrezco (…) repugna a mi voluptuosidad, al amor que siento por  mi cuerpo suave y mis facciones delicadas (…)  de la misma manera con que me repugna el vello de mis axilas, la barba de mi cara, el vello de mis piernas (…)”


Estos sentimientos siguen inalterados después de haberme operado el 5.I.1995, ahora con equilibrio y alegría.