Kim Pérez
Actualizado, 27.II.2014
Hay un hecho, anterior a mi
gestación, que pudo ser decisivo para mi manera de ser. Mi madre me lo resumía
en su extrema vejez: “Sí, pero te salvó la vida”.
Estaba perdiendo un hijo tras
otro, por matriz infantil o útero hipoplásico, una afección muy rara, que
produce muchos abortos, cinco desde que se casó con 19 años en 1938, a 1940,
con 21, hasta que el Dr Gálvez Ginachero, de Málaga, muy respetado durante la
guerra, primero por los rojos y luego por los nacionales, le prescribió
Progynon, de Schering, “recién inventado”, me decía mi madre, en realidad desde
1928, doce años antes, valerato de estradiol, el primer estrógeno u hormona
femenina en farmacia, inyecciones de 10 mg. En cuanto supo que estaba
esperándome, a fines de junio de 1940, mi madre detuvo el tratamiento. Pero es
posible que tuviera un efecto depot, de acción gradual, porque actualmente se
llama Progynon Depot.
Aún así, en diciembre, cuando nos veníamos de
Palma de Mallorca a Granada, mi madre tuvo una gran hemorragia en Valencia, que
le obligó a quedarse no sé si fue una semana o dos en casa de mis tíos, inmóvil
en la cama; es decir, estuve a punto de irme yo también.
La eficacia desmasculinizadora
del Progynon se comprueba por el hecho de que, ochenta años después, se sigue
usando sobre todo para la feminización trans, parece que en países pobres, por
ser quizá (no lo sé seguro) más contundente, relacionado con el estradiol, el estrógeno más feminizador.
En efecto, entre 1930 y 1950, los
estrógenos se usaban para evitar los abortos espontáneos, o conclusiones no
deseadas de los embarazos, para “evitar los desenlaces adversos del embarazo” y
en los “Annales D’Endocrinologie”, primer número, marzo de 1939, el Progynon se
anuncia para problemas de la pubertad, entre otros (Dr. Alfredo Jácome Roca,
“Aspectos Históricos de la Terapéutica con hormonas femeninas”), y la matriz
infantil puede ser considerada un problema de pubertad.
La descripción de Progynon de una farmacia en la red
aconseja una inyección cada cuatro semanas, lo que señala la duración del
efecto depot. Pongamos que mi madre tardara casi un mes en constatar que estaba
embarazada de mí, por lo que pudo seguie
el tratamiento hasta mediados de julio de 1940; el efecto duraría entonces casi
ocho semanas, sin contar su caída final, quizá no repentina, sino gradual; por
tanto, ese estado duraría entre unas seis semanas y nueve, lo suficiente para
mantenerme durante ellas en estado femenino y para formar quizá femeninamente
algunas estructuras cerebrales que ya lo seguirían siendo. Otra hormona, el
acetato de leuprorelina, al ser inyectado, libera dosis diarias iguales durante
1, 3 o 4 meses. (Periti, P.,
Mazzei, T., Mini, E, “Clinical pharmacokinetics of depot leuprorelin”;
Department of Preclinical and Clinical Pharmacology, Università di Firenze,
Florence, Italy)
O sea, que si fuera éste el caso,
mi cerebro en formación pudo estar sometido a la acción de un estrógeno,
inhibidor de las hormonas masculinas, desde el mes de mi concepción, junio de
1940, hasta finales de julio (seis semanas) o mediados de agosto (ocho semanas;
quizá nueve)
En 1991, compré un texto de divulgación, de Anne Moir y
David Jessel, “El sexo en el cerebro”. En él se explica el mecanismo de
androgenación prenatal, que sucede en dos fases. En la primera, puede haber
bastantes andrógenos para configurar genitales masculinos pero, en la segunda,
estos pueden no producir a su vez bastantes andrógenos para masculinizar el
cerebro Entonces, puede haber un cuerpo masculino y un cerebro femenino (página
33)
Al final de ese primer trimestre
(dato impreciso), entiendo que entre la
semana octava y la décimotercera, hubo
un nivel hormonal suficiente para masculizar mi cuerpo, como se comprueba
incluso en la ratio de mis dedos índice y anular (2D-4D), que entra dentro de
los parámetros masculinos en ambas manos
(John T. Manning, “Digit Ratio: A Pointer to Fertility, Behavior and Health”,
Rutgers University Press, y Zhengui Zheng y Martin Cohn, "Developmental basis of sexually
dimorphic digit ratios" (Proceedings of the National Academy of Sciences),
2011.
Medidos desde el pliegue digital
inferior, mis dedos van de 2D=7.2 a 4D=7’8 cm (ratio 0’92), los izquierdos y
2D=7.2 a 4D=8 cm (ratio 0’9), los derechos; media, 0’91 (muy baja); comparados
con los datos publicados en un estudio sobre 136 varones y 137 mujeres, en los
que el intervalo masculino iría de 0’889 a 1’005, media 0’947 frente a un
intervalo femenino de 0’931 a 1’017, media 0’965 (Bailey AA, Hurd PL (March
2005). "Finger length
ratio (2D:4D) correlates with physical aggression in men but not in
women". Biological Psychology 68 (3): 215–22), mi ratio de los
izquierdos y la de los derechos estarían dentro del intervalo y media
masculinos y fuera de los femeninos.
Sin embargo, mi cerebro o era ya
femenino, estructuralmente, desde el principio, o no se masculinizó lo bastante; lo veo en la hipoandrogenia conductual en mi
temperamento, definido en una importante tipología caracterológica (Heymann y
Le Senne), como sentimental (emotivo, no activo, secundario), introvertido,
tímido, conciliador; y más en concreto en que mi grado en la escala dominancia/sumisión está
muy decantado hacia la sumisión, y el fundamento de esto puesto estaría antes
de ese final del primer trimestre de mi gestación, en el que se decidió la
relación entre mis dedos.
Se puede unir al efecto bioquímico
intenso del Progynon el stress de guerra que sufrió mi madre, que acentuaría el
efecto depot de ese fármaco. Desde el 5 de junio de 1940, mi madre se reunió
con mi padre, destinado en Son San Juan, en Mallorca, encargado de vigilar la
neutralidad de las aguas españolas. Había peligro en esas salidas porque era
posible perderse en el mar, sin instrumentos de navegación, o los ingleses
podían disparar (de hecho, derribaron a un compañero de mi padre) Él le decía a
mi madre, de 21 años: “Si han dado las doce de la noche y no he regresado,
recoge tus cosas y llama a tu padre”. La situación duró de momento sólo hasta
el 10 de julio, cuarta semana, pero el primer mes se habría cumplido o casi.
No han sido confirmados los
resultados de Günther Dörner, en 1980, sobre un posible máximo de homosexuales
nacidos en Alemania entre 1944 y 1945, momento crítico de la Guerra Mundial,
según el intento de comprobación de Schmidt y Clement, en 1988. Sin embargo, la
discusión sigue abierta: en 1993, Matt Ridley, en “The Red Queen”, aludía al cortisol, hormona del stress, que
nace de la misma base que la testosterona, dejándole quizás menos margen de
formación; un estudio publicado en Archives of General Psychiatry señala que un
stress emocional severo durante los primeros meses de embarazo puede
aumentar también el riesgo de
esquizofrenia.
A fines de la tercera semana se
han formado ya las bases del cerebro anterior, medio y posterior. Son
estructuras demasiado básicas para pensar que alguna función esté localizada,
por lo que supongo que la feminidad básica de mi cerebro se vería en tendencias
difusas, algo así como un material con determinadas propiedades, que se verían
operativas en ciertas circunstancias.
Louis Gooren, primer profesor de
Transexología, desde 1988, en la Universidad Libre de Amsterdam, dice en “The
biology of the human sexual
differentiation”, Hormones and Behavior, noviembre, 2006, que los efectos de los andrógenos prenatales
prevalecen más en la conducta de rol de género que en la identidad de género;
ese análisis confirma la posibilidad de que un cerebro femenino sea compatible
con una identidad masculina, como lo fue en mi historia.
Hay pruebas, dicen Moir y Jessel,
de que el sexo cerebral supone una gradación, un continuo; más andrógenos en la
matriz, más masculina la conducta; menos andrógenos, más femenina (página 41)
Por tanto, el volumen de la dosis administrada, al actuar sobre la primera
formación del cerebro, determinaría el grado de feminidad permanecida. Yo
supongo que en mí fue más que una difusa ambigüedad, como la que Moir y Jessel
cuentan en la historia de Jim, cuya madre tuvo que tomar otra hormona
femenina, el dietilestribestrol, porque su diabetes le provocaba también
abortos espontáneos. Jim era un muchacho tímido, que no sabía defenderse,
tratado como mariquita en clase y cuya heterosexualidad había quedado
difuminada, a diferencia todo de su hermano mayor Larry, en cuyo embarazo no
fue necesaria la hormonación (páginas 42 y 43) Todos los indicios que vivió Jim
los viví también yo en mi adolescencia y más intensamente, porque la pubertad
me hizo extrañarme por los órganos genitales masculinos, encontrarlo muy feos y
rechazarlos, no pudiendo entenderlos como partes de mi cuerpo, y necesitando
quitarlos, hasta que lo conseguí –el núcleo de mi transexualidad.
En mi historia, los efectos de la
biología fueron sobre todo mi posición en el continuo dominancia/sumisión
y mi incompatibilidad con las funciones
y los genitales masculinos.
Mi posición en el continuo
dominancia/sumisión se define en una sensualidad sumisa, visible en los
recuerdos de mis fantasías desde los cinco y los ocho años y que gravita
siempre a lo largo de mi vida, aunque mi propia racionalidad la pone bajo
control ern la vida real. Hacia 1946, con unos cinco años, fantaseé con ser un
soldado raso a las órdenes de su superior y percibí un factor erótico, pues me
avergoncé y reprimí la fantasía de inmediato; pero la recuerdo desde entonces. En el curso
1949/1950, con ocho/nueve años, vigilo una clase, con orgullo. Apunto por
hablar a un niño. Al terminar, me dice con rabia “En la calle te espero”. Es un
año mayor que yo, fuerte, enérgico. Gran pavor, que me dura semanas, a que me
ataque en cualquier momento. No se me ocurre defenderme. Esa primavera, estando
en el cuartillo del jardín de casa de mi abuela, con su celosía de madera,
cerca de las tres de la tarde, se me ocurre de pronto una fantasía de sumisión,
en la que yo soy un esclavo. Parece haber una función compensatoria, sustituir
la angustia por placer. Desde 1954, trece años, mis fantasías transexuales se
asocian con la idea de subordinación. Mediado junio 2010 (sesenta y nueve
años), tengo una fantasía sexual que dura mes y medio, mañana y noche, en la
que me veo, muy joven, dominada por un hombre enorme, grueso, amenazador,
peligroso, calvo, velludo. Esta tendencia la asocio con papeles sociales
voluntariamente humildes en Barcelona, Madrid (efímeros, hacia 1965) y Granada
(más duradero, moral, 1972). Toda mi
erotización procede de esa sumisión o dependencia básica. No sé todavía si el
deseo de lisura de mi cuerpo viene sobre todo de la incompatibilidad con los
genitales masculinos, como expongo a continuación, o de ese deseo de sumisión,
que me priva voluntariamente de su significado como arma.
No encuentro estadísticas de la
posición de las mujeres en el continuo dominancia/sumisión; pero entre las mujeres heteras que lo ponen
en práctica como fantasía, un 89%
preferían un rol sumiso,
prefiriendo también un varón dominante, mientras que, de los varones
heteros, un 71% preferían un rol dominante (Ernulf, Kurt E.; Innala, Sune M.
(1995). "Sexual bondage:
A review and unobtrusive investigation". Archives of Sexual Behavior 24
(6)”
Por tanto, este rasgo de mi
temperamento lo puedo considerar
femenino, procedente de una parte
de mi cerebro formada femeninamente.
También puede ser biológica mi
reacción ante la maduración genital. Mis genitales, antes, me había parecido
insignificantes, graciosos, útiles para orinar, y por tanto limpios. Con nueve
años, una circuncisión quirúrgica, me los hizo parecer, por primera vez, muy
feos.
Mi pubertad fue difícil y fea.
Empezó con una caída en bicicleta, con un rozamiento ventral, que me produjo
una urticaria genital. El picor me llevó a mi primera eyaculación,
con un sentido de culpa que me hizo pensar: “¡Pus!” A la vez, mi profunda androfobia, o
incompatibilidad con los varones, hace que los genitales madurados me parezcan
muy feos y empiezo a sentirlos extraños o ajenos; no quiero que estén en mi cuerpo
o por lo menos, que vuelvan al estado anterior.
Afortunadamente, documenté este
sentimiento con precisión en una libretilla de mi diario sólo cinco o seis años
después, el 12.IX.1960, yo con diecinueve años:
“Esta mañana, al ir a bajar a la
playa, he vuelto a ver mi sexo en el espejo, mientras me ponía el bañador. Es
una cosa fea; ajena a mí y a mi personalidad. Mi “yo” termina donde empiezan
los genitales. De lo que se llama sexualidad, sólo me pertenece lo que más
extendido y difuminado está en todo mi cuerpo: la voluptuosidad. El sexo es
postizo, me avergüenzo de él, me disgusta, le aborrezco (…) Y este sexo ajeno
es algo que repugna a mi voluptuosidad, al amor que siento por mi cuerpo suave y mis facciones delicadas; y
repugna de la misma manera con que me repugna el vello de mis axilas, la barba
de mi cara, el vello de mis piernas. Por ello, estoy ansioso de someterme a un
tratamiento de hormonas; deseo ver suavizarse mis piernas, redondearse mis
senos, reducirse mi sexo (…)”
Este deseo es tan intenso y
personal, que siempre he pensado que, si la condición para operarme, hubiera
tenido que ser irme a vivir el resto de mi vida, a una isla desierta, yo sóla,
hubiera aceptado. También he pensado, más realistamente, que si mis
circunstancias profesionales me hubieran impedido esta emasculación, me hubiera
sido suficiente operarme, sin cambiar de género.
Hubiera podido ser jesuita,
consagrado a una causa mayor que yo, entre hombres que hubieran renunciado a su
sexualidad como yo; el orgullo de esta pertenencia, de este prestigio, hubiera
sostenido gran parte de mi vida, pero me habría faltado la alegría del cariño, la esperanza de la sexualidad, aunque ésta me resulte tan difícil; pero el cariño, lo puedo conseguir.
Emasculado desde hace más de veinte
años (5.I.1995), sé que me tranquiliza, en el silencio de la noche, llevarme la mano a la ingle, para sentir cómo es. No se ha tratado de una
mutilación, sino de una adecuación a mis sentimientos. ¿Me falta una imagen
corporal masculina? He leído, en cambio, la historia de una persona XY trans
que se operó y después sintió que no sabe por qué, pero necesita en su cuerpo el genital masculino, y está
pensando en diversas técnicas de reconstrucción quirúrgica, que no afecta sin
embargo a su transexualidad.
Al transvestirme ante el espejo,
en mi adolescencia, deseaba verme
viviendo una vida tranquila como mujer, pero enseguida llegó un placer
indeseado, que me avergonzaba y me hizo, después, arrodillarme llorando y
rezando. Sé que mi transexualidad no era una parafilia (la noción de
autoginefilia de Blanchard), porque quienes se encuentran en ellas, buscan el
placer; yo no buscaba el placer por ese mecanismo, me lo encontraba y me entristecía..
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