Kim Pérez
Actualizado, 25.XII.2014
Yo era un niño o yo pensaba que
era un niño.
En realidad era intersex, pero no
lo sabía.
No me hacía cuestión de nada,
supongo que me miraba por fuera y sabía que era un niño, y no me hacía ninguna
pregunta.
En la casa de mi abuela, en el
jardín, en la tela metálica que nos separaba de la Casa de Tía Blanca, estaba
el sol, y la risa de mis tías, casi adolescentes, que hablaban allí con su
prima , y todas me daban su cariño, y me llamaban Kakín, lo mismo que de recién
nacido me habían llamado Bubi.
El jardín de Casa de la Abuela
iba a ser mi primer paraíso, con los plátanos de Indias tan altos, y el
sol-y-sombra que se colaba entre sus grandes hojas, y nos acariciaba, y se reía con nosotros. Y
la hamaca o balancín que se balanceaba. Al lado, estaba Tía Paloma haciéndose las uñas.
Pasamos casi un año o dos en Casa
de la Abuela. Como los primeros recuerdos son flashes, allí tengo uno, de que
había una fiesta o una celebración abajo, y yo estaba en los cuartos nuestros
de arriba. Me había sentado en los pies de una cama, primero, o me había medio
tumbado, con las piernas para abajo. Entonces llegó mi madre, y me dio un beso
en la frente.
“Mi carita de luna”, me dijo. Mi
madre no era expresiva, por lo que me emocionó el cariño que sentí en esa
descripción.
Esa frase y ese cariño fueron una
de las bases de mi identidad. Yo supe, poco a poco, que era un niño muy guapo.
Lo represento siempre en que tenía un pelo negro, que formaba una gran onda
sobre mi frente, y unos ojos muy grandes y oscuros.
Pelo ondeado, suave. Los labios,
sin la fuerza de apretarse. Los ojos, como abiertos al universo, algo así como
asombrados.
Ese sentido de mí fundado en mi
belleza, y mi clase de belleza, me parecen un sentimiento femenino.
Pero cuando miro esas fotos, yo
veo, y quizá sólo yo lo pueda ver, porque me veo por dentro, un punto de resolución y afirmación, que me
parece masculino. Supongo que una niña tendría una expresión más blanda, quizá
la sonrisa fluyera en ella con más facilidad. En mí veo una seriedad dispuesta
a una soledad segura.
En una edad temprana, yo sabía
que mi principal defecto era la ira. Mi carácter es enérgico para las cosas que
me importan.
Aunque una cosa es como yo me veo
y otra como me ven los otros. Una señora
que vino de visita a nuestra casa dijo: “¡Qué niño tan guapo! ¡Qué lástima que
no sea una niña!”
La oí con cierto pasmo, pero con
ninguna sensación, ni positiva, ni negativa. Era una simple constatación, por
mi parte. Es una de las frases que he memorizado, quizá sintiendo su valor. La
señora que la dijo fue como un hada madrina, profetizando el futuro junto a una
cuna. Qué
lástima: qué fácil hubiera sido
todo si hubiera sido así.
Eso fue ya en Madrid.
= = =
Íbamos a vivir en Madrid, en el
tren nocturno; yo disfrutaba oyendo los
golpes de los parachoques de los vagones, y los suspiros del vapor. A veces,
resonaban con un hondo eco metálico, los cubos de las ruedas, cuando pasaba un
factor golpeándolos para comprobarlos; y otras veces, cuando nos parábamos, había
una luz que iluminaba una manguera para el agua de las locomotoras, Y de
pronto, un tirón, y lo que veíamos por la ventanilla empezaba a moverse, hasta
que comprendía que los que nos movíamos éramos nosotros.
Un viaje en tren era un
acontecimiento para mí. Por la propia dinámica del tren, por los sucesos
mecánicos que se producían. Para mi hermana, quince meses menor que yo,
extremadamente sociable y comunicativa, debía de serlo de otra manera, pienso
ahora, por la ocasión de hablar con otras personas, y hablaba con una soltura
sorprendente.
Llegando a Madrid, una de las
veces que fuimos, vi dos altos focos, en forma de uve, moviéndose en una
oscuridad que medio esclarecían. Era todavía durante la Guerra Mundial y eso
debía de tener un significado militar. Todo eso me era muy interesante.
Mi sensibilidad por ciertos
vehículos, como los trenes, los matices de su lenguaje mecánico, poderoso, que
me emocionaba, eran también una cualidad que suele ser masculina. Pero lo que
me interesaba era sólo la estética del tren, sintiendo cómo es, mientras que es
más masculino interesarse por la mecánica del motor, analizando racionalmente
cómo funciona (a los niños varones les encanta deshacer los juguetes, para ver
cómo están hechos; a mí me hubiera parecido que romperlos era como matarlos;
jamás lo hice)
Por entonces me demostré que
dibujaba bien. En la parte superior de una hoja, trazaba una especie de tira en
la que representaba caballos de indios, generalmente quietos, o andando. Eran
figuras pequeñas, angulosas. Me gustaba que estuvieran bien delimitadas, no que
fueran expansivas o invasoras. Pero mis temas eran también masculinos; nada de
caras ni figuras humanas, nada de retratos. No personas, sino cosas.
= = =
Madrid era el espacio cerrado de
un piso cuarto o quinto en el que vivíamos cuatro personas, mi padre, mi madre,
mi hermana y yo, los niños muy aislados de hecho en la vida familiar, como en
un laboratorio de relaciones humanas.
Mi padre se volcó en mí al
principio. Me había visto, al nacer, en una anotación, como “¡un atleta!”,
juicio que cuando lo leí me hizo daño por inadecuado y desagradable. Vio lo que
quería ver, un niño quizá grande, y que debí de llorar con fuerza, y que podía
ser un trasunto de lo que él era, su hijo mayor.
Me enseñó a leer con tres años,
en cartillas muy sosas con grandes letras cursivas. Me trajo mis primeros
libros, troquelados en cartulina con grandes ilustraciones en color y textos en
versos graciosos.
Supongo que debió de quedar
contento y orgulloso por la experiencia.
Pero me parece que debió de ser
al mismo tiempo (no hubo tiempo para más) cuando comenzó a alejarse de mí,
quizá porque me vería más de cerca e iría viendo que yo no era el hijo
masculino que hubiera querido, que fuera como él.
Yo era hipoandrogénico frente a
él, que era hiperandrogénico. Difícil de soportar, en las dos direcciones, para
él y para mí, porque generan estilos de vida diferentes y hasta
contradictorios.
Una mañana de sol, en el cuarto
de ellos, mientras las muchachas lo arreglaban. Mi madre cantando, con voz
suave:
“Cuando yo te dije adiós en la
ventana/ pienso en mañana/ y así es mejor…”
El sol, mi madre, el amor del que
la canción hablaba.
Mi padre, como corresponde, era
un referente ético.
Estaba sentado frente a su
caballete, se había roto algo, y preguntó:
“¿Quién ha sido?”
“Yo”, dije con sinceridad y
vergüenza.
“¿Ves? Pues por haber dicho la
verdad, no te castigo”.
Un día me trajo un avioncito de
alas de papel fuerte y traslúcido, reforzadas por bordes de madera de balsa,
con una gran hélice, dos largas patas para las ruedas, que volaba de verdad,
accionada la hélice por un resorte de goma.
Tenía una fuerte caja de cartón
gris, cuadrada, con una ilustración pegada que lo representaba, en colores a
tono, volando de noche, entre nubes, a la luz de la luna.
Me encantó, pero mi padre,
temiendo que lo rompiera, no me lo dejó y lo puso sobre su armario. Con su
ensimismamiento, no volvió a pensar nunca en él y no lo tuve nunca más.
Marita y yo nos llamábamos
“hermanita” y “hermanito”; en esas palabras tan semejantes expresábamos nuestra
ternura mutua, aunque un poco asperilla; decirlas, era como decir nuestra
relación íntima, aunque a la vez expresaban que no éramos iguales; una tarde,
quizá en la siesta, ella en su cuarto y yo en el mío, fuimos especialmente
conscientes al llamarnos gritando así: “Hermanitaaa”… “Hermanitooo…”, más bien
fijándonos en cómo sonaban aquellas palabras. Yo no puse nunca objeción a esa
terminación gramatical.
En aquellos años, identifiqué a
mi madre, por su nombre, con Rita Hayworth, sabiendo que era tan bella como las
actrices de Hollywood, o más todavía.
Pero la frialdad de mi padre ante
mí debía de ir haciéndoseme evidente.
Con unos cinco años, una tarde,
preparados para dormir la siesta en el dormitorio que compartíamos, le dije a
mi hermana:
“Mamá me quiere a mí y papá a
ti”.
Era una visión lúcida y triste,
aunque intentaba que fuera compensatoria, que además me parecía bien repartida
y justa, algo que además me parecía natural,
lo que suponía que aceptaba implicítamente mi condición de niño, un niño
con su madre y una niña con su padre, aunque lo que también significaba era que
lo que me hubiese parecido mejor habría sido contar con el cariño de los dos.
Y había además un significado que
no dije, pero que me parecía un consuelo accesorio: con esa clasificación nos
quedábamos juntas dos personas que teníamos la misma clase de belleza, puesto
que yo me parecía a mi madre. Era el primer hecho de género cruzado en mi vida,
aunque no me era preciso sacar ninguna consecuencia. Yo me parecía a mi madre,
aparte de que yo fuera niño y ella, mujer, aunque esto nos unía especialmente.
Supongo que el cariño edípico
está basado en la complementariedad y la diferencia. En vez de eso, la adoración por la belleza de mi madre se
traducía en el añadido de nuestro parecido.
En cambio, el rechazo de mi padre
estaba acompañado por un rechazo creciente por mi parte. Lo encontraba
encerrado en sí e incomunicado, en su naturaleza hosca y poderosa. En la Guerra
de África se había quedado bastante sordo, por la fuerza de los cañonazos, y
había desarrollado el carácter aislacionista de muchos sordos.
Para él, ser sordo consistía en
no comunicarse y en cierto sentido, se alejaba de mí como se alejaba de todos.
Esta hosquedad, unida a cierta silenciosa hostilidad hacia todo el mundo, era
lo que me alejaba también de él.
Porque estos defectos se daban en
una naturaleza todavía poderosa y áspera que se afirmaba como un “aquí estoy”.
Era un hombre alto, de uno ochenta, ya muy calvo,
con los ojos muy azules, muy enérgicos, una gran nariz aguileña y la piel de la
caral como un cuero curtido, de arrugas firmes. Mucho mayor que mi madre, de
veintiseis o veintisiete, tendría por entonces ya cuarenta y cuatro o cuarenta
y cinco años, que naturalmente me parecían muchos.
Nunca gritó a sus hijos ni a
nadie, nunca nos pegó, nunca dijo una mala palabra; tenia un sentido de la
autoridad natural, que creaba respeto. ¡También mi madre, de otra manera!
Era aviador; eso siempre me ha
parecido una suerte extraordinaria para mí; saber que mi padre fuera aviador.
Incluso poder decirlo. La vida con los aviones era habitual para él. Los que
rodaban por las pistas, moviendo los alerones para prepararse para volar.
Mientras yo lo recuerdo, estuvo casi siempre supernumerario, pero ya los
aviones habían formado parte de su vida y de la mía.
Había volado especialmente en los
grandes Junkers grises y en los blancos Savoias. En aquellos años, recibía la
Revista de Aviación, y me encantaba ver en ellas las siluetas de aviones de
combate, negras sobre fondo blanco.
Su expansión, fuera de las
oficinas del Ministerio del Aire, donde había tenido un destino después de la
guerra con poco gusto, era pintar, lo que hacía analíticamente, estudiando la
técnica del color hasta en libros científicos, y copiando meticulosamente, con
una cuadrícula de hilos sobre un visor rectangular, una gran lámina como
modelo.
Y sin embargo, iba por las tardes
con mi madre a todas las exposiciones, y compraron un gran cuadro que todavía
tengo y me emociona profundamente, sentimiento que sin duda comparto con ellos.
Dentro de un fino marco negro,
está en tonos grises y azulados, que representan un mar que rompe, bajo una luz
de luna, sobre una playa y algunas peñas, mientras a lo lejos un promontorio
azul se alarga sobre él y algunas nubes se alargan sobre él.
La sobriedad de los colores, la
grandeza del mar, la melancolía del momento en que la ola rompe, entran en
sintonía con hondos sentimientos míos, que debían de estar también en el alma
de mis padres.
Pero el efecto de todo eso era no
poder contar con mi padre como modelo, aunque empecé a admirarle profundamente
por su valentía, la cualidad masculina
en la que se ofrece hasta la vida.
= = =
Esos años veraneábamos en
Almuñécar.
Por la mañana, hacia las siete,
me levantaba, el primero de la casa, para ver amanecer sobre el mar, con una
alegría intensísima.
A esa hora, sacaban también los
pescadores el copo, una red dejada por la tarde cerca de la orilla.
Y había un cabrero que llegaba
por la playa, con su rebaño de cabras, para ordeñarlas directamente en cada
casa.
Lo asocio con los altísimos
geranios, un metro por lo menos, que brillaban de rojo junto a la pared
encalada de la nuestra.
Me hice amigo de un pescador
viejo, que iba descalzo y con llagas en los tobillos, que tenía que meter en el
agua del mar, y se llamaba el Gato, y de un fotógrafo ambulante, que solía
pasar por la playa y se llamaba Eduardo.
Ya cerca de mediodía, bajábamos
todos a la playa, y nos protegíamos del sol bajo los chambaos de cuatro palos
cubiertos de un techo de palmas secas.
Al lado de nosotros, a la
izquierda, se ponía una familia que tenía dos hijos mellizos, altos y muy
rubios, de mi edad.
Uno de ellos era muy masculino,
de barbilla grande, hasta prepotente, de manera de ser; el otro era más
delgadito, de cara angulosa, con unas gafillas; inmediatemente, me sentí
intimidado por el primero, y una fuerte antipatía hacia él; y una ternura
espontánea hacia el segundo, con el que hubiera gustado hacer amistad.
(Decenios después, ya en los
sesenta, lo vi de pronto en la calle, y lo reconocí inmediatamente. Era también alto, delgado, algo
destartalado, andaba a grandes zancadas, con un traje de chaqueta muy claro,
arrugado, abierto, con corbata, y un pelo alborotado y entrecano con sus gafas)
En aquel momento, se definieron
mis dos actitudes básicas ante los varones:
los más masculinos me despiertan una verdadera androfobia inmediata,
mientras que tiendo a identificarme con los más ambiguos. Puedo decir que, de
los primeros, me repele hasta el último centímetro cuadrado de su piel,
mientras que en los segundos puedo aceptar hasta ese mismo último centímetro.
Ese mismo verano, de los cuatro o
cinco años, una vez que nos habíamos juntado con un grupo grande de niños,
alguien decidió que nos repartiésemos como novios y novias.
A mí me tocó como novia una niña
que se llamaba Tatú, que era morena clara, guapita, con el pelo rizado, una
especie de la futura Elizabeth Taylor en miniatura.
Me hizo ilusión, me sentí
vinculado a ella, pero nunca llegué a hablar ni una palabra con ella, aunque la
sigo recordando con cariño.
Una tarde, a la hora de la
siesta, con unos cuatro o cinco años, me escapé de casa; pasé por la puerta de
un corral que había tras la casa de la Naranjera, y seguí medio kilómetro hasta
el Peñón del Santo, a cuyo pie había otro corral, de un calafate, que olía
maravillosamente a alquitrán, y allí me encontré a dos niños, algo mayores que
yo; uno me preguntó: “¿Tú eres del pueblo o señorico?”; “Señorico”, le respondí
con ingenuidad, y uno me dio una pedrada en la frente que me hizo sangrar.
Me volvi a mi casa llorando y al
llegar al Altillo, con sus árboles, para consolarme, le pedí al del puesto que
me diese un pozo de metal coloreado, que me había gustado y que después se lo
pagarían.
Me lo dio. Yo despertaba la
agresividad masculina, porque después, en Granada, tuve dos agresiones más.
Nunca se me pasó por la cabeza
defenderme.
Mientras tanto, en cambio puedo
llamar masculino, mi amor por los barcos, que se entrevé ya en mi delicia por
el olor del calafate.
Primero, por los pequeñísimos que
se veían en el horizonte casi de continuo, en dirección al Estrecho de
Gibraltar. Me daban una impresión de libertad radical, porque sus tripulantes
podían venir de cualquier parte e ir a cualquier parte.
Luego, los pesqueros grandes
(aunque en realidad pequeños) que también se sacaban a tierra cada atardecer,
arrastrándolos sobre unas traviesas. Tenían cascos altos y voluminosos,
pintados de blanco, con bandas de colores vivos, y en la cubierta, una caseta,
con ventanitas de cristal, del tamaño de una persona con el timón, y tras ella
un poste o mástil no muy alto, quizá para sostener el hilo de la radio.
Cuando los veía navegar, iban con
un bote a remolque, en el que había cuatro grandes faroles de keroseno, en alto
y volcados sobre el mar, a los que yo llamaba mamparras, aunque en realidad
éste era el nombre de los pesqueros, y los otros eran “los botes de la luz”.
De noche, en la oscuridad cerrada,
a veces se veía un foco de luz inmóvil y brillantísima, blanquísima, sobre el
mar. Atraía a los peces y se los pescaba.
Yo sentía la fascinación de los
barcos, y por las tardes, sentado en el
largo porche, junto a mi madre que hacía ganchillo, por lo menos dos veces me
dediqué a fabricar barquitos, con placas de corcho como de un palmo, que a
veces se encontraban en la playa, quizá flotadores de baño. Les cortaba con
tijeras una proa, les redondeaba una popa, y les ponía el mástil con la mitad
de una caña y unas cuerdas a proa y popa, con un poco de hilo grueso de
crochet, muy blanco, que le pedía a mi madre.
Un año me llevé mi barquito a
botarlo en la desembocadura del Río Verde, a unos quinientos metros. Allí había
grandes charcas, verdosas entre los
cañaverales, llenas de renacuajos. En una de ellas, de agua bien lisa, lo boté
y navegó. Más allá de la charca, tras una lengua de arena, estaba el verdadero
mar.
Estaba pasando la prueba que
llamo de los Reyes Magos, para valorar los juguetes en los que se expresan los niños y las niñas, y los
barquitos suelen ser juguetes de niños; con un matiz: jugaba con él de un modo
puramente contemplativo.
Almuñécar está en una bahía, no
tiene puerto, y los barcos grandes tenían que verse muy de lejos.
Una mañana, al levantarnos,
ocurrió la maravilla: ¡Estaba fondeado frente a ella el “Cánovas del Castillo”,
un verdadero barco de guerra!
¡Se podía ver su toldilla sobre
cubierta, los respiraderos curvados por arriba, los salvavidas redondos en las
barandillas, los cañones, la chimenea!
¡El grande y largo casco de
acero!
¡Estaba quieto! ¡Para mí fue uno
de los momentos más felices de mi vida!
Estos sentimientos eran también
masculinos.
Mi padre también una noche se
puso a hacer en la mesa del comedor una cometa, su gran pasión, con papel de
color y una armazón de caña, sólidamente atada. Al día siguiente, la echó a
volar en la playa. Le ayudé un poco, sintiendo la tensión del cable, que casi
cortaba, en mis manos.
Mi padre conmigo, en la Playa de
San Cristóbal, cogiendo piedras planas y lanzándolas al mar, para que brincasen
varias veces, tres o cuatro, sobre su superficie tranquila. Yo, intentando
imitarle, y no consiguiéndolo. Esas piedras eran pedernales alisados por el
mar, que al chascarlos unos contra otros, echan chispas y huelen a tostado.
= = = =
Los veraneos en Almuñécar
terminaron.
Un año después empezó el
desastre, justo cuando había cumplido siete años.
Fui a prepararme para la Primera
Comunión con un grupo de niños en un colegio de monjas, en los meses de abril y
mayo.
No sé porqué sentí la misma
androfobia ante un niño que no era de ese tipo hipermasculino ante el que la
había sentido por primera vez. No era de tipo agresivo y prepotente, sino más
bien frío.
Era también alto y delgado,
erguido, rubio pálido y tenía los ojos azules e inexpresivos. El rasgo
principal de su carácter me pareció que era una indiferencia altiva.
Sentí una profunda antipatía por
él, que me dejaba en un territorio inhóspito. Otro, más pequeño de estatura,
muy morenito de pelo y facciones, muy espabilado, trabó amistad con él y
despertó también mi androfobia, quizá porque era también indiferente ante mí.
Puede ser que hubiera tenido
grandes expectativas y que se hubieran frustrado.
El último día, el día de la
Primera Comunión, llegaron otros dos niños, y me parecieron simpáticos y que
hubiera podido intentar hacer amistad con ellos, pero fue el último día.
Cuatro meses después, entré en el
que sería mi colegio, un colegio de niños.
No sé por qué, me veo una tarde,
yendo para el colegio, de la mano del Padre de la Paca, el portero de casa de
mis abuelos, llorando, y arrastrándome casi, o del todo, por no querer ir.
Uno de mis primeros recuerdos,
sin embargo, es en el soto arbolado que había tras el campo de fútbol, proponiéndoles
yo que jugásemos a guerras y que yo era el Capitán General. Después de una
discusión sobre si este grado era del Capitán de los Generales o del General de
los Capitanes, no me hicieron caso y yo no propuse nunca más.
Pero esto mostró mi ambición de
fondo y mi sentido de la autoridad, que es real.
Veo una mañana, con las luces
encendidas todavía, mientras iban llegando los niños, uno que estaba ya allí y
había dicho que se había muerto su abuela la tarde anterior. Me impresionó,
porque era mi primera noticia de la muerte, y me acerqué para preguntarle,
haciendo un poco el papel,
“¿Ha muerto tu abuela?”
“¡Déjame!”, me increpó
fuertemente, con aspereza.
(Aspereza viril, y tenía siete u
ocho años)
Ahora me parece que percibían mi
aire tímido, y que debía de resultarles incompatible con toda clase de
cordialidad.
Veo también frustradas, éstas sí,
bien memorizadas, mis expectativas de mantener durante todo el tiempo una
relación especial con un niño que ingresó conmigo la primera tarde. Nunca volvimos
a hablar.
Puede ser que una capacidad
tranquila, pero de energía de fondo, como la que sé que hay en mí, se viera
frustrada por no ser combativo, eso sí, y que fuera alimentando mi terrible
androfobia.
La mayor parte de los varones los
fui sintiendo como enemigos potenciales, antipáticos y feos, y mi aversión fue
creciendo durante siete años de soledad. No había sentimientos de amistad ni de
simpatía ni de compañerismo ni de cordialidad, como suelen sentir unos niños
varones por otros.
En cambio, mi ira contra ellos,
temperalmente muy fuerte, debía de ir creciendo, muy reprimida.
No me acuerdo de más incidentes
concretos de aquel primer curso, pero sí de que debí de quedarme muy aislado,
hasta el punto de tener que recurrir a los religiosos. Pensé primero en
dirigirme al Padre Rector, un hombre ascético, flaco y de cabellos grises,
parecido al Papa Pío XII. Yo era tan pequeño, que le escribí con cuidado la
letra de una canción de Rita Hayworth que me había gustado:
“Amado mío,
Te quiero tanto,
No sabes cuánto,
Ni lo sabrás…”
Afortunadamente, se lo enseñé
primero a alguien de la casa de la abuela, que supongo que se reiría y me diría
que no podía ser.
También conté, ya con mis padres,
que hablaron con él, con el apoyo del Padre Prefecto, un vasco sólido y
elegante en su sotana, que me transmitió la permanente confianza de su solidez.
Y, sobre todo, un día de
invierno, que habíamos salido a tomar el sol en el patio contiguo a la clase,
yo debía de estar solo en algún rincón, cuando se me acercó el Padre Pío, un
sacerdote muy jovencillo, alto, con una larga sotana que revolaba, que era el
profesor de la clase superior de al lado de la nuestra, y me preguntó cómo
estaba y me dio unos minutos de conversación.
Desde entonces, ese cuarto de
hora de solicitud por mí no se me ha olvidado y lo recuerdo con agradecimiento.
Nuestro colegio se caracterizaba
por la rudeza y la aspereza.
Físicamente lo represento
mediante un rasgo simbólico; tenía una larga tapia, que cerraba el campo de
fútbol, y que no estaba pintada, sino encalada, y descascarilláda. El colegio
en sí estaba cuidado, un par de pasillos con azulejos sevillanos, sobre los que
se ponían los cuadros de honor, en los que solía figurar yo, un gran patio
central, un poco sombrío, lleno de aspidistras, arriba había un antiguo Museo
de Ciencias Naturales, décimonóníco, que ya no se visitaba… Era el aire descuidado de la masculinidad lo
que me resultaba extraño e inhóspito.
En el patio contiguo, del
frontón, al que daban las aulas, al salir al recreo los niños en ese primer
año, íbamos a hacer pis a uno de los espacios que había en un rincón, al aire
libre, y nos poníamos en cinco o seis colas frente a los urinarios. A nuestras espaldas
quedaban las letrinas, con retretes turcos y un olor retestinado. Aparte de
eso, no sentía todavía un pudor especial por los genitales, por lo que de
momento no me molestaba más que el olor.
Era peor el que se sentía en otro
urinario situado en uno de los pasillos en torno al patio central, en un lugar
cerrado y de paso, y mucho mayor. Y diez metros más allá, al salir por una
puertecilla al campo de fútbol, el hedor cuartelero de las cocinas, restos
alimenticios acumulados, agua sucia, insoportable cuando se pasaba. ¿Cómo
podían vivir los internos y los religiosos en aquel ambiente?
El curso siguiente, ya con ocho
años, empezó más tranquilo. Teníamos un libro de lectura que era un recorrido
por España de dos hermanos, un poco al estilo del siglo diecinueve, que
viajaban en una tartana acompañando a un comerciante pasiego.
Una tardenoche, en una hora
de estudio, el profesor salió un momento
y me dejó a cargo de la clase, encargándome que apuntase a los que hablaran.
Acepté, encantado de aquella autoridad, y apunté en la pizarra a varios.
Uno de ellos, un chico fuerte y
bruto, un año mayor que yo, me dijo: “A la salida te espero”.
Inmediatamente, me sentí
aterrado.
Cuando salí, en la noche de
invierno, no me atreví a irme por el camino acostumbrado, que era más
solitario, y me fui por otro donde esperaba que habría más gente. En todo
momento, al principio del recorrido, temí que de pronto, el chico se me echara
encima, e iba invadido de miedo.
Lo más notable, cuando de mayor
he pensado en aquellos momentos, es que jamás se me pasó por la cabeza
defenderme. Creo que si me hubiera atacado, me habría limitado a encogerme y
poner la cabeza entre los brazos. Y el mismo miedo, y el volverme por el otro
camino, me duró un par de semanas.
Creo que el miedo me hizo llegar
a mi feminidad profunda, mi incapacidad de pensar siquiera en las peleas, que
no me interesan, ni las entiendo, sino que me aburren, incluso en su forma estilizada de juegos, y la necesidad de encontrar
otras soluciones.
Encontré una, aparentemente sin
relación con lo anterior, unos meses después, ya en primavera.
Una tarde luminosa, me aprestaba
para volver al colegio, estando en un cuartillo de herramientas que daba al
jardín, cuando de pronto, en un momento, me inventé una fantasía en la que yo
era un esclavo y tenía que obedecer a un amo.
Me pareció tan fascinante, que
enseguida me fui dispuesto`a hacerla realidad.
Ya sentados, en una nueva hora de
estudio, le susurré a mi compañero de pupitre que si quería jugar a eso. Me
dijo que sí, y empezó ordenándome que le rascara el muslo. Yo lo hice, pero me
pareció poco interesante y lo dejé. Pensé que el niño era demasiado feo y que
tenía demasiado poca imaginación. Estoy convencido de que, si hubiera sido alto
y guapo, como algunos me lo parecían, y más imaginativo, me hubiera sumido en
una vorágine masoquista, con sólo ocho años, de la que me libré porque mi
compañero no era tan atractivo como podía ser.
La fantasía de sumisión era una
solución momentánea al miedo cerval porque suponía una esperanza de seguridad a
cambio de subordinación y por eso iba acompañada de deseo y placer. Hoy sé que
esa esperanza, conjugada realmente con la sumisión, se quedaría en
desengaño.
= = = =
Paralelo a todo eso, pasaban los años. La Feria de todos los años, por el Corpus, me
hacía feliz. Me dormía arrullado, literalmente, por el estruendo de música y de
altavoces de las casetas instaladas al pie de nuestra casa, en el Paseo de la
Bomba. Lo que más me gustaba era pasear por detrás de ellas y de las
atracciones, viendo los vagones-remolques de los feriantes, que eran sus
viviendas, con dos ventanitas en cada lateral y una puerta de acceso por atrás,
a la que se subía incluso por una escalerita, con su barandilla y todo, y que
solía tener hasta sus macetillas con geranios.
Me encantaba aquella perfecta
unión de la libertad de movimiento y la vida casera. Desde luego, me habría
sido más fácil imaginarme dentro del vagón, aunque no sé si como ama de casa.
Pero lo hubiera aceptado con gusto si se hubiera presentado la ocasión.
Esa unión de libertad y vida
casera era también lo que me imaginaba de haber tenido un barquito, que me
figuraba sobre todo fondeado en el puerto y gozando de su camarote.
No se me olvide decir que era tan
lector, que leía continuamente, hasta en la comida, desde los ¿siete años? Me
movía la curiosidad por saber cómo era el mundo. Tenía los libros de la generación anterior,
de mis tías. Salgari me enamoraba: el principio de “Los Piratas de la Malasia”,
en la nocturna bahía de Mompracem, donde hay en un alto una casa con una
ventana abierta y encendida, por la que se oye un piano que toca Yáñez, el
segundo de Sandokan (con quien me identificaba por ser el segundo y más
romántico)
Julio Verne me interesaba, pero
me gustaba menos, salvo las novelas del mar. ¡El “Chancellor”, que naufragaba y
sus tripulantes se acogían a una balsa, una versión sencilla y pequeña de una
nave, que desde entonces me fascinó!
Del mar, la moderna Simbología
descubre su relación con la Feminidad…
En tercer lugar, Celia, con sus
fantasías, parecidas a las mías, sin identificarme con ella, pero especialmente
la escena en que montaba un cine con una sábana en el jardín de su casa, en
Francia, delante de un canal por donde pasaban barcos de verdad.
Me identifiqué más con Heidi,
protegida por su feroz abuelo, durmiendo sobre el heno y viendo entrar por un
tragaluz la luz de la luna sobre el esplendor del valle, No, desde luego, con
su amigo Pablo.
También las casas de cuento, con
sus tejas de pizarra, y sus postigos con corazoncitos taladrados… el centro de
mis anhelos desde siempre…
= = = =
Las casas de cuento me traen a la
memoria el Mundo de las Hadas, que amé con diez u once años en los libros de la
biblioteca infantil de mis tías.
Recuerdo, asociadas con ellos,
algunas ilustraciones concretas de algunos libros, en especial, una, a todo
color, de la Casa de Caramelo de Hänsel y Gretel, con sus tejas encantadoras y
protectoras, un tejadillo con una chimenea esbelta por la que podía salir un
humo transparente y azulado, unas ventanas con postigos con corazones
troquelados…
La casa es un símbolo de la
feminidad... Es donde yo quiero vivir...
Grandes árboles protectores de
fondo... uno en primer término (los árboles son un símbolo de la masculinidad)
Debajo del árbol del primer
término, con su tronco añoso, estaba una gran seta donde vivía un gnomo, de
gorro colorado y barbas blancas.
Era el mundo de los cuentos de
los Hermanos Grimm, de Perrault y de Andersen, que tenía que ver con Lein, la
institutriz de mis tías y mis tíos, tan alegre y cariñosa, tan querida para mí
y mis hermanos,que acabó siendo la madrina de Pepe, tan risueña, que me despedía todas las noches
con una cantilena, que era para mí la dulce entrada en la noche,
“-Gut nacht! Buenas noches…
-Schlaf schön! Duerme bien…
-Träume süss! Felices sueños…
-Du auch!” Tú también…
(Lein, en un viaje a Alemania,
cuando la gente hacía el saludo hitleriano, decía buf, buf, y sacudía la mano;
su hermano Robert tampoco quería hacer el saludo, y fue enviado al Báltico, y
embarcado en un submarino, en el que murió... y su madre sintió que la llamaba)
Como el mundo de las hadas era
también el de los príncipes y las princesas, ¡ahora veo que estos sentimientos
me prepararon para la fascinación y la identificación con los príncipes que
sentí hacia los catorce años!
= = = =
Yo estaba en un vacío respecto a
un punto del que ahora descubro que era un vacío, porque nada aparecía en mi
conciencia y no sé si debía haber aparecido. Me refiero a la ausencia de cualquier
conciencia genital.
No sé cuando fue, pero un día,
que relaciono con que antes estuve en el jardín mirando unas plantas de hojas
como pescaditos carnosos, me fijé por primera vez en mis genitales.
Me pareció que eran pequeños,
graciosos, de color claro y forma ahusada; eran el órgano que servía sólo para hacer pis, una función
sencilla y limpia que producía un líquido claro y transparente, y no merecía por tanto mayor
pudor, en comparación con el trasero, que se manchaba más y era más para
esconderlo; debajo había una especie de tripas más feas, que tampoco merecían
más atención.
Pero cuando tuve nueve años, de
pronto tuve que operarme de fimosis, porque nuestro médico había dicho que
podía sufrir no sé qué estrangulamiento. Fui al sanatorio con mi padre y me sometí a una operación con anestesia
total de éter, que no sé si sería excesiva para una simple circuncisión. Estuve
soñando con estrellas de colores amargos que daban vueltas en una especie de
carrusel también desagradable. Esos colores quedaron en mi memoria después,
durante años.
Esa noche me quedé durmiendo en
el sanatorio, con mi padre, y a la mañana siguiente me despertaron las cornetas
del Cuartel de Artillería, que estaba al otro lado de la calle. Tuve que
guardar cama durante algo así como una semana, con picores muy fuertes, que con
mi inocencia, me hicieron ponerme una estampa de la Virgen. Cuando Piedad, una
de las muchachas, me vio ponérmela, se rió.
Cuando terminó todo, me miré mi
genital, vi que estaba mucho más feo; había perdido la delicadeza que me había
enternecido. Ahora veía el glande, que se parecía a un casco militar. Años
después, pensando en que había como la señal de otro meato junto al funcional,
con su mismo aspecto pero cerrado, a medio centímetro quizá, me pregunto si no
habría un ligero hipospadias, señal de una mínima intersexualidad, y que por
eso hubiera sido precisa la anestesia.
= = = =
Con nueve años, me encantó la
asignatura de Geografía, la más querida para mí. El libro era apaisado, de
cartoné, y en colores, el único que lo era.
Los mapas del mundo tenían los
mares pintados en azul claro, que creo que me hacía soñar.
Unos años después leí una novela
inglesa sobre los guardiamarinas del siglo XIX, uniformados de blanco, que
recorrían en un bergantín los Mares del Sur, una expedición en que me
identifiqué con ellos de tal manera, que llegué a llorar de todo corazón.
Siempre he tenido un sentido del
espacio y la exploración, que me ha parecido masculino. Al llegar a cualquier
sitio, mi pronto ha sido salir a explorar los alrededores.
= = = =
La rudeza del colegio siguió, me
cansó y llegó a un momento álgido, una mañana en que iba por los Jardinillos
del Genil hacia mi colegio. Tendría yo unos diez años.
Veía, en la otra orilla, el
edificio de ladrillo rosado del colegio de las monjas, brillando al sol, tras
las tapias de su jardín, y entonces pensé con tristeza: “Hubiera sido más feliz
si hubiera nacido niña, para haber podido ir a este colegio”.
Lo recordaba de cuando me había
preparado en él para la Primera Comunión. Pensaba en sus corredores enmaderados
y encerados, en la sacristía, iluminada por el sol de la mañana, en la que
había un gran cuadro de la Virgen, a la que llamaban “Madre”, delante de la
cual siempre había un búcaro de flores.
Era un colegio mucho más
civilizado que el mío, y era realista en esa pretensión. Unos diez años
después, aquel sueño se hizo realidad cuando pude dejar la Facultad de Derecho,
que entonces era muy masculina, con los bancos negros de las aulas taladrados
por inscripciones a navaja desde hacía siglos, y pude entrar en la Facultad de
Filosofía y Letras, mayoritariamente femenina entonces, cuidada, aseada, en la
que los cristales emplomados de los ventanales tenían con frecuencia visillos y
en el jardín había dos o tres grandes magnolios que perfumaban en verano por
las ventanas abiertas.
Pero de momento, estaba caído en
la cárcel del género, que me obligaba a vivir como niño, entre los niños.
= = = =
Pudo ser hacia 1952, teniendo yo
unos 11 años, cuando una tardenoche de domingo, fui al cine del colegio, a
solas como de costumbre, a ver una de las películas muy antiguas que ponían, y
vi “Capitanes intrépidos”, que era (ahora lo miro) de 1937, en blanco y negro,
la historia de un niño rico, de Nueva York, que acompañaba a sus padres en un
transatlántico. Era un niño que correspondía casi exactamente a lo que yo era,
muy guapo, grandes ojos negros, cabello negro con grandes ondas que le cubrían
la frente. Su cara era muy blanca. En el salón de baile, en una fiesta
resplandeciente, enfadado él por algún capricho, porque estaba muy maleducado,
salió a cubierta, y de alguna forma, se cayó a las aguas negras del mar,
mientras sus padres no lo advertían.
El transatlántico se alejaba, y
el niño, debatiéndose en el agua, era de pronto subido e izado a un pesquero, por un hombre que lo miraba con
sorpresa. Era Spencer Tracy, un Capitán portugués.
Llevado a cubierto, secado con
una gran toalla, el Capitán se planteaba lo que tendría que hacer. Estaban en
plena temporada de pesca y no tenían radio, por lo que no podían ni siquiera
pensar en ir a tierra, perdiendo el tiempo. La solución era sencilla: el niño
tendría que quedarse el resto de la temporada en el pesquero.
El Capitán, de buen humor, riendo
con su ancha y bondadosa boca, le cantaba:
“¡Ay mi pescadito no llores ya
más!
¡Ay mi pescadito deja de llorar!
Hay una escuela en el fondo del
mar
Y los pescaditos ahí van a
estudiar…”
Al día siguiente, le dio un
jersey de punto de adulto, que le venía anchísimo, y empezó a enseñarle las
tareas de grumete. El niño había sido un consentido, todavía dijo algunas
impertinencias, pero el resto de los marineros no le hacían ni caso, y poco a
poco, el Cocinero, al que tenía que ayudar a menudo, empezó a encariñarse con
él…
Yo lloraba amargamente viendo esa
película, que era sobre el amor paterno que tanto echaba de menos. Incluso
estaba aprendiendo algo que me gustaba tanto por ser del mar, el trabajo de
grumete, que era de niño, aventurero y protegido.
= = = =
Tuvo que ser cuando tenía
once años cuando afirmé conscientemente
mi diferencia con mis compañeros.
Ellos estaban coleccionando,
todos, los cromos de “El Ladrón de Bagdad”. Era una película de aventuras del
estilo de las Mil y Una Noches y los cromos eran grandes y casi cuadrados y de
unos tonos pastel, rosados y azulosos, que me desagradaban.
Yo fui el único que coleccionó
los de “Kim de la India”, la historia de Kipling de un niño inglés que tenía
que hacer un viaje sirviendo a un guru que lo protegía. Eran en technicolor
intenso, en tonos oscuros como los de la selva, y brillantes, y mucho más
pequeños y apaisados. Siempre me ha gustado lo pequeño.
Ser el único era para mí un signo
de identidad que revivía nada más mirar esos cromos.
No podía comprender los complejos significados, pero sí intuirlos
para hacer un balance de sí o no. “El Ladrón de Bagdad” eran alfombras
voladoras, caballos con alas, mercados, fugas, duelos a espada…
Además, Sabu, el nombre real del
protagonista, iba descubierto de medio cuerpo, muy musculado, lo que me
repelía, pero interesa a los muchachos en general, sin ser un sentimiento
homosexual, porque les permite identificarse con la musculatura.
“Kim de la India” era en cambio
el desamparo y la protección, la entrega para un servicio y el amor paternal…
No era consciente de todo eso, pero debía de intuirlo.
Muchos años después,
repentinamente, una mañana, estando todavía en la cama, comprendí que Kim era mi
nombre. Lo elegí porque era ambiguo y porque me hacía pensar en Kim Novak, cuya
belleza me había fascinado en “Me enamoré de una bruja” y en Kim Philby, un
espía doble británico (el espionaje también me ha interesado, desde que, mucho
más chico, espiaba a gatas en la penumbra de la sala al Abuelo que jugaba
apaciblemente al tresillo con sus amigos en su despacho contiguo)
No pensé en Kim de la India en
aquel momento; pero debía de estar en mi memoria y ser determinante para
aquella firme resolución.
Había estado buscando nombres
femeninos, con la a, sin encontrarlo. Lo vi cuando pensé que era ambiguo.
= = = =
Mis compañeros eran un año o
medio año mayores que yo, y llegaron antes que yo a la pubertad. Tendría una
fase invisible y una fase hipervisible, que ocurrió, poniendo en mi memoria
unos datos y otros, hacia mis trece años, catorce de ellos.
Yo no había llegado todavía a
eso.
Me sorprendió que se volvían
turbulentos y que les obsesionaba el sexo.
Por primera vez, salían todos
juntos, a la calle, como compañeros, alborotando y cantando improvisadas
canciones en las que se veían libres como gamberros (no lo eran) o inventándose
pareados bastante explícitos.
Todos se enamoraron de una
muchachita que venía todos los días a la Misa del colegio, a que la mirasen los
ojos masculinos y a la que llamaban “la Guampita” (supongo que era un derivado
de “wamp”)
(Ahora sé lo que eso significaba
para ella: ver el brillo y el deseo en los ojos de los muchachos, no la
indiferencia o la hostilidad que podía encontrar en los de las muchachas)
En cuanto a mí, la intensa
androfobia que había sentido casi toda mi vida, desde mis cinco años en la
playa, se exasperó hasta hacerse insoportable.
Los veía demostrar a cada momento
su sexualidad y para colmo encontré un símbolo para expresar mi repulsa en el
hecho de que los internos salían a pasear con un uniforme azul marino,
chaqueta, corbata y pantalones largos, con el que resultaban muchachos limpios
y resplandecientes, mientras que para mí, que conocía sus fantasías, me
parecían unos hipócritas.
Me los imaginé saliendo juntos a
un escenario, y yo entre ellos, también de uniforme azul, teniendo que ponerme
en primera fila, delante de ellos, es curioso que no tan alto como ellos,
aunque en realidad era lo contrario. Me horrorizaba que el público pudiera
pensar que yo era uno de ellos.
“Yo no quiero ser contado entre
ellos”, me dije, con estas palabras, llenas de angustia.
Era mi fórmula definitiva, la que
me hizo transexual.
Yo no quiero ser como ellos. Yo
no quiero ser un hombre.
= = = =
En la turbulencia de aquellos
tiempos, pude ver positivamente cómo me sentía.
Estaba en el comedor de nuestro
piso, y trataba de corregir mis “pies de Teresa”, que era el nombre que se les
daba cuando tendían a converger por las puntas (ahora mismo, sentada, los tengo
en esa posición)
Pensaba que tendría que obligarme
a la tensión de unir los talones y separar las puntas, deliberadamente.
Eso me llevó a aceptar mi
ambigüedad.
Me llamé ambiguo, palabra que
sabía que estaba unida en mí a delicado o lánguido, y que me parecía verdadera,
por lo que me emocionaba y me enternecía.
La delicadeza estaba en mi
sentido estético y de las formas gráciles; era consciente de mi mi ; cuerpo
delgado y alargado y mis largos brazos y piernas; me gustaba alzar los brazos
como en un baile y mover las manos lánguidamente, como flores horizontales, en
sus extremos.
Por las mañanas de primavera o de
verano, a veces los estiraba en la cama, en esa posición, e incluso los besaba
y los olía con su perfume natural; era una expectativa de amor.
Sentado, amo poner las manos,
unidas entre los dedos, bajo mi cara, con delicadeza, y ver sus evoluciones,
cuando también alzo los brazos.
En cuanto a las piernas, me gusta
ponerlas juntas, con los pies entrelazados, y puestos un poco hacia atrás, y
ligeramente caídas hacia un lado. Es una postura que nace de mí, de dentro, en
la que a menudo me arrebujo, sintiendo todas mis extremidades como pegadas a mi
cuerpo, y que después me ha gustado comprobar que es una postura espontánea de
mujer.
= = = =
En aquella época tuve que
acompañar con frecuencia a mi padre a nuestro cortijo, porque por encima de sus
fuerzas económicas, estaba construyendo grandes obras que suponían una
cuadrilla de albañiles permanente y requerían toda su atención.
A diferencia de Almuñécar, donde
todo me emocionaba, el cortijo lo sentía como algo que no iba conmigo, cerrado,
pura naturaleza áspera, chimenea por donde se difundía un humo de leña que
representaba un salto atrás de varios siglos; nos alumbrábamos, al principio,
con candiles y nos lavábamos con agua subida de la fuente a manos de alguna
mujer.
En el cortijo vivía Frasquito el
Guarda con su familia. Los menores de sus hijos eran el Nono, un poco mayor que
yo, y la Mode, un poco menor.
El Nono era un muchachillo
radiante, de ojos claros llenos de alegría y sonrisa apretada, en una cara
atezada.
Pasaba muchas horas en el campo,
porque cuidaba nuestro hato de cinco o seis yeguas. Alguna vez, al volver, se
había traído una flauta, hecha con una caña seca y los agujeros quemados, sin
duda para entretenerse y pasar mejor aquellas largas horas.
La Mode era una chiquilla más
corriente, muy pequeña de estatura, pero yo prefería quedarme a jugar con ella
en casa.
Me había enseñado a hacer mulicos,
tomando dos bellotas verdes, una mayor y otra menor, uniéndolas con un palillo
de dientes, con lo que se convertían en la cabeza y el tronco, y añadiéndoles
después cuatro patas, con otros palillos, y hasta las dos orejas y la cola.
También me enseñó a hacer, en una
rasilla, que era un ladrillo estrecho, de sólo cuatro filas de agujeros, de los
amontonados para la obra, un cortijico de barro, con los muros de un gtan
corral delante, con su portón, y luego los de la casa y las cuadras, con sus
vigas de palillos y encima un techo también de barro.
Me gustaba hacer esos cortijicos,
lo más grandes que podía, emulando a los reales, jerarquizados según su
magnitud.
Lo impresionante, como lo he
pensado después, es que yo prefería jugar con una niña, tranquilamente en el
interior de la casa, valorando ese interior y los cristales de las ventanas,
que nos protegían de la intemperie; no jugaba a juegos de niñas, porque los
mulicos y los cortijicos eran más bien un juego de niños, pero jugaba con una
niña.
Si yo hubiera sido más masculino,
hubiera llegado lanzado a acompañar a Nono en el aire libre. Supongo que Nono
me hubiera enseñado, clandestinamente, a montar a pelo en las yeguas que se
hubieran dejado montar; y a tirar piedras, a mano, y con fuerza y puntería; y
seguro, que a tirar con honda; unas vueltas alrededor y a soltar la piedra como
una bala; y hasta a hacer flautas como él, con una caña.
O a buscar ranas en algún
estanquillo, o matar culebras de agua, o intentar cazar algún conejo fugitivo
con la honda (que se solía llevar metida dentro del cinturón), o algún lagarto,
o algún abejaruco de alas doradas y pecho azul, rosa y verde.
Y quizá galopar con la yegua por
los caminos fuera de la vista.
Supongo que para un niño de
ciudad, la amistad con Nono sería maravillosa. Pero a mí no me interesaba nada
de eso, excepto, quizá, lo de hacer la flauta de caña. Y galopar con la yegua,
y a pelo, me hubiera dado miedo.
Pero eso sería lo que mi padre
querría ver en mí y lo que le hubiera hecho verse en su hijo mayor, porque
supongo que su propia infancia habría sido así.
Mi padre permanecía callado y
silencioso, incapaz de quererme tal como era yo. Supongo que tenía que darse
cuenta de que yo jugaba con Mode y no con Nono, y teniendo en cuenta que
aquella actitud era propia de la cultura general, tendría que soportar en
silencio los comentarios que sabría que los hombres del cortijo harían a sus
espaldas; en todo caso, yo no me enteré de nada de esto.
= = = =
Tuvo que ser hacia 1955, teniendo
yo ya catorce años, cuando vi en un cine comercial “El Príncipe estudiante”,
una película de 1954, en technicolor, palabra que sonaba a colores alegres y
brillantes.
Era una comedia con ambiente de
opereta que me llegó muy hondo.
En Heidelberg, en el siglo XIX,
en una taberna de ventanas con vidrios emplomados, estaba un joven corriente,
vestido con ropas normales, que resultaba que era un príncipe que estudiaba
allí de incógnito.
Llegado el momento, se descubría
su realidad, y entonces aparecia vestido de príncipe, con un uniforme blanco y
una banda azul, y todos quienes lo habían conocido se quedaban deslumbrados y
lo adoraban y querían, porque los príncipes, que son siempre de cuento de hadas, como era aquél, tenían y tienen un aura casi sobrenatural.
Lo que estaba viendo me estaba
impresionando tanto porque me lo estaba aplicando a mí, como si fuera el cuento
del patito feo que resulta ser un cisne maravilloso.
Yo me sentía en ese momento feo,
y tímido, y soso, y gris, después de una vida en la que había sido devaluado, y
minusvalorado, y no querido. Inseguro, en una palabra.
Pero se me abría el sueño de
tener un aura y ser deslumbrante. Quería vivir en la realidad esa película.
Pero yo no era un príncipe. Pero ése ya era mi sueño.
Un sueño masculino porque quería
ser un príncipe, no una princesa; desde entonces se repetía, en mil juegos
solitarios, de mil formas, durante mi adolescencia.
Me ofrecía una perspectiva de
género masculina, en lo social,
porque la figura de los príncipes es
social.
Es verdad que no tenía que ver
con lo sexual, más básico, más biológico. Pero si yo conseguía ser un príncipe
biológico, la masculinidad de género se hubiera asentado en mí, habría
encontrado algún fundamento.
Estuve a punto de conseguirlo.
Pero no voy a adelantarme, porque
faltaban unos dos años, para ese “ a punto”. Si lo hubiera conseguido, ¿cuáles
hubieran sido las consecuencias del deslumbramiento que yo habría
experimentado, sobre la imagen social de mí mismo?
= = = =
Mientras tanto, había llegado
mi propia pubertad, a mis doce años, en la fase invisible. Mi cuerpo
seguía su propio camino.
Éste era independiente de mis experiencias afectivas y
los procesos que dependían de ellas. Mis experiencias dependían de una base
también corporal, la estructura de mi sistema nervioso, de mi cerebro o
procesador, y de los neurotransmisores, y de las circunstacias que me rodeaban
y que pudieran haber sido de otra manera.
Circunstancias que incluían que
mi padre no supiera valorar mi manera de ser, ni pudiera. Y otras, más influyentes,
que iré explicando.
Mi primera experiencia de pubertad fue mi repentina sensibilidad a
la belleza de una piscina azul y soleada en la que se veía en vertical el
círculo formado por Esther Williams y las nadadoras de su ballet acuático, en
una película de Hollywood.
Esther Williams: una mujer.
Entraba en mi vida como un rayo de sol y en bañador. La dibujé enseguida en un
periódico que me estaba inventando, escrito a lápiz. Mi padre lo vio y lo
guardó y por eso todavía lo tengo. Seguramente vio en eso una esperanza.
Una sensación de alteración, de
emociones sensuales por primera vez, empezó a invadirme. Sin embargo, yo no
pasé de esa fase invisible; seguí siendo muy callado, y todo pasaba en mi
interior.
Así entré en mis trece años,
catorce de mis compañeros, cuando ellos ebullían. En aquella reacción de
intenso rechazo hacia la masculinidad, por mi parte, la feminidad, que había
sido hasta entonces para mí un orden de las cosas extraño y desconocido, empezó
a aparecer también de una manera extraña.
Empecé a travestirme, no sé por
qué ni en qué momento. Me ponía combinaciones de seda azul de tía Paloma, que
al encontrarlas en un cajón de su armario me daban una impresión de deliciosa
suavidad y blandura.
Dormía con ellas. Me excitaba ponérmelas.
Ya estaba el pensamiento “soy una mujer”, que hasta entonces sólo había
aparecido cuando, unos cuantos años antes, había pensado con tristeza y sin
excitación que hubiera sido más feliz naciendo niña, porque habría ido a un
colegio distinto del que me había tocado.
En aquella época, cuando estaba
en casa de mis abuelos buscaba por todas partes lecturas, y encontré una novela
americana, quizá de gángsteres, o algo similar. Era verano, por lo que
recuerdo, quizá el verano de la transición entre mis trece años y los catorce.
Leyendo, di con este párrafo:
“…su vientre crecía como una luna
llena.”
Me invadieron las sensaciones.
Durante días, durante noches.
Sé que era verano, porque lo
releía una vez y otra, en la cama, con la ventana abierta a esa noche, sintiendo por primera vez quizá
lo que era la excitación.
No sé qué connotaciones despertó
aquella línea. Sé que tenía que ver con la noche, con el placer, con la
condición femenina vista desde fuera pero por dentro, ese embarazo que
progresaba como los ritmos de la naturaleza.
Por entonces, también tuve mi
primer sueño erótico, que fue también muy extraño.
La cocinera de casa de mi abuela
era una mujer cincuentona y obesa. Me tenía en su regazo, aunque yo no era ya
un niño pequeño, y yo mamaba. Recuerdo en el sueño la fase de formación de la
imagen, la de excitación, la del repentino orgasmo, sorprendente, quizá todavía
seco, no recuerdo.
Porque en aquel verano, que estoy
reconstruyendo, debió de ser antes de lo que voy a contar.
Nos habíamos ido al cortijo, como
era costumbre de mi padre para supervisar la cosecha. Yo tenía una insólita
bicicleta negra, insólita porque no llegábamos a eso, que nos había regalado mi
bisabuela procedente de un dueño anterior.
Con la bicicleta, había bajado a
la carretera para rodar por su asfalto. En esos años, alrededor de 1955, no
había apenas autos ni camiones que circulasen por las carreteras secundarias.
Llegando a la Casilla de Peones
Camineros, ví que había una larga recta, en pendiente suave, hasta la
alcantarilla de la Casilla de la Leche, a unos quinientos metros, y decidí
tirarme por ella.
La bicicleta fue tomando
velocidad y cuando nos acercábamos, vi con horror que había una curva casi de
noventa grados, que daba al talud del barranquillo bajo la alcantarilla, y que
yo no sabía controlar aquella velocidad.
Decidí tirarme al suelo, y
resbalé sobre mi vientre y mi torso unos metros, por el asfalto.
No me pasó nada especial, y volví
a la casa de nuestro cortijo, no recuerdo ningún detalle.
Lo que sí me había dado cuenta es
de que mi genital se había irritado con el violento deslizamiento.
Esa misma tarde me empezó una
fuerte erupción y un picor casi insoportable. No le dije nada a mi padre, que
era con quien estaba, porque ya sentía un pudor que me lo impedía.
Tenía una conciencia de fealdad.
Tuvimos que volvernos a Granada,
por algo que mi padre requirió.
Mi siguiente recuerdo es yo,
rascándome y experimentando algo de placer por rascarme, en el cuarto de baño
de mi casa. Y de pronto, emergió un líquido blanco. Me aterró. Estuve
convencido de que era pus, y el castigo por el placer un poco turbio que había
sentido.
Así, de aquella manera feísima,
llegué a la plenitud de la pubertad masculina.
= = = =
Yo creo que, aparte del
surgimiento del travestismo, que hasta entonces no había aparecido en mi
imaginación, yo era suficientemente masculino, aunque atenuado, como para no
haber sufrido burlas, sólo aislamiento, que en esos años había terminado, con
lo que tuve mis primeros amigos; queridos, pero ya tarde.
Mi masculinidad atenuada era de
género, es decir, de gestos, de manera de hablar, de aficiones, aunque
tranquilas y nunca deportivas…
Pero otra cosa era mi
genitalidad. Puede pensarse que mis sentimientos eran una consecuencia directa
de mi androfobia, una explanación de mi furia. Esto es una explicación
abstracta, pero cuando miro en mis sentimientos incluso actuales, cuando ya
estoy operada, veo una conexión tan directa entre mis percepciones y mis
sentimientos, que no hay sitio para ninguna androfobia por medio.
Sé que, en general, su forma, su
fuerza, su potencia, son hermosas para la mayoría. Yo misma, en el nivel
inconsciente que aparece en los sueños, los veo representados por grandes
árboles, en los que se yerguen y se expanden.
Pero a mí me parecen muy feos,
sobre todo erectos. Además, irregulares, no como el falo ideal perfecto, liso,
sino algo torcidos, con grandes venas o tendones sobrepuestos. Una forma
natural, pero vergonzosa, en sentido estético.
También me parecían ajenos o
extraños a mí, que no tenían nada que ver con nada que tuviera que ver conmigo,
por ejemplo la imagen que podía tener y desear de mi hermosura. Mientraa habían
sido inmaduros, pequeños y gráciles, insignificantes, podía verlos con
naturalidad como una parte de mí, pero
después de su maduración, no.
Tampoco los entendía, puesto que
mi imagen era tranquila, pasiva; no tenía ningún deseo de penetración, cuando
he sido ya muy mayor, hace poco, una lectura me abrió los ojos, y he tenido que preguntarlo. Por tanto, no
correspondían a ningún impulso y ya antes pensaba en que cuando me operase,
sería porque no me habian sido útiles.
Por eso, estéticamente, una
erección me parece imposible de integrar armoniosamente no sólo en mí, sino en
cualquier otro cuerpo, cuyas líneas suaves, ligeramente curvas, rompe
transversalmente como si fuera un postizo, un invento de última hora.
Por eso, deseaba que se
desprendieran, o que fueran apartados, que mi vientre volviera a las líneas
curvas de su estado anterior.
También que fuera inofensivo,
cerrado sobre sí mismo, hermoso en su forma redonda.
Afortunadamente, para comprobar
que estos sentimientos eran los de entonces,
documenté con precisión lo que
sentía, en una libretilla de mi diario, sólo cinco o seis años después, el
12.IX.1960, yo con diecinueve años:
“Esta mañana, al ir a bajar a la
playa, he vuelto a ver mi sexo en el espejo, mientras me ponía el bañador. Es
una cosa fea; ajena a mí y a mi personalidad. Mi “yo” termina donde empiezan
los genitales. De lo que se llama sexualidad, sólo me pertenece lo que más
extendido y difuminado está en todo mi cuerpo: la voluptuosidad. El sexo es
postizo, me avergüenzo de él, me disgusta, le aborrezco (…) repugna a mi
voluptuosidad, al amor que siento por mi
cuerpo suave y mis facciones delicadas (…)
de la misma manera con que me repugna el vello de mis axilas, la barba
de mi cara, el vello de mis piernas (…)”
Podría hablar durante horas de
estos sentimientos. Voy a hablar ahora de algunos disparates que he imaginado en
relación con la presencia de estos genitales en otras personas. Son disparates,
pero son útiles para comprobar que no entiendo lo que sienten los varones por
sus genitales.
Pensaba, por ejemplo, que todos
los varones, en el fondo, deseaban ser mujeres. Por tanto, liberarse de estos órganos. Y que eran afortunados
quienes los perdían en un accidente.
Me afectaba en mi
autoconsideración que, sólo por tenerlos, hubiera que tener cuidado con los
varones, que fueran considerados peligrosos. Y
que tuvieran que ser confinados entre ellos, lejos de las mujeres, y por
tanto solos y tristes, para protegerlas contra ellos (esto, de hecho, sucede en
algunas especies animales, que expulsan a los machos de la vida social,
reservada a las hembras y sus crías, machos mientras son pequeños, y hembras)
Por eso, cualquier congregación
de varones solos me parecía que se suponía que estaban juntos por razón de esos
genitales, visibles por tanto a la inteligencia aunque tuvieran que mantenerse
ocultos, por el mismo desagrado masculino ante ellos.
Mientras, me obsesiona imaginar
la unanimidad de los genitales en esas reuniones de un solo sexo.
Por eso me operé el 5 de enero de
1995 y me quedé contenta porque mi vientre es ahora liso, curvo en su forma
general, inofensivo.
= = = =
Me parece que mi masculinidad
atenuada, pero real, de género, era compatible con mi asexualidad genital.
Digo asexualidad porque tampoco
daba lugar a una feminidad genital, por ejemplo al deseo de ser penetrada, de
abrazar con mi cuerpo a otro.
De hecho, deseaba liberarme de
los genitales masculinos, pero no crear otros genitales femeninos. En el
momento de operarme, hubiera querido pedir al cirujano que me dejara sólo un
pequeño orificio para la función de la orina, pero no se lo dije para no
comprometer mis posibilidades de operación, que me parecía que estaban en el
aire.
Pero, en todo caso, estos
sentimientos respecto a los genitales, me parece que tuvieron que ver con la
acción del estrógeno que estuvo tomando mi madre para remediar su matriz
infantil, que le había causado ya cinco abortos en tres años. Aunque tenía
instrucciones para dejar de inyectarselo en cuanto volviera a quedarse
embarazada, debió de pasar algún tiempo antes de constatarlo y aun entonces,
habría el efecto depósito producido por la inyección, de un mes más o menos.
En resumen, mi cerebro comenzó a
formarse como femenino en el ámbito genital, y sólo poco a poco comenzó a masculinizarse, y
no del todo, en los ámbitos del género.
= = = =
Alrededor de ese año de 1955, de
mis catorce años, según calculo, ese mismo verano, o el anterior, o el
siguiente, estando yo en casa de mis abuelos, llegué a una turbulencia
absoluta.
Me llevaba por las noches, a mi
cuarto, las revistas que tomaba de Tía Paloma. Entre ellas, el Elle, en papel
couché, brillante, que tenía anuncios de elegante ropa interior, y enloquecía queriendo ser yo una de aquellas
modelos.
Sé que era verano, porque los
postigos del balcón estaban abiertos, y por ellos entraba el perfume del jazmín
que la abuela tenía en uno de los lados, y la cadencia de lo que yo creía que
debía ser un cuco que cantaba tuuu… tuuu… en los árboles de Casa de Tía Blanca,
o más allá, los que había en los Jardinillos, al lado del río…
La noche era hermosa.
Asocio todos estos recuerdos con
la belleza de la excitación, pero sabiendo a la vez que era angustiosa, porque
suponía una y otra vez que fuera patente la fuerza de la masculinidad, cuando
yo quería justamente desprenderme de ella.
Una vez recé a Dios para que
hiciera el milagro de que a la mañana siguiente amaneciera convertida en mujer;
y al despertar, constataba que no había pasado nada.
Tenía la sensación de que era un
deseo imposible.
En la angustia de esa
imposibilidad, una tarde, entre deseos apremiantes y desesperación, pensé en
los pactos con el Diablo.
En esos tiempos, desde hacía
siglos, la religión católica estaba centrada en la elección personal entre Dios
o el Diablo, que llevaba a la salvación o la condenación eterna.
Yo había sido muy educado en el
colegio, donde íbamos a Misa todos los días, en casa, donde todos los días se
rezaba el rosario y el mes de mayo era el Mes de María, donde se leía todas las
noches las meditaciones de un librito, en el que la Virgen protegía del poder
del Demonio.
Por eso yo no quería entregarle
mi alma, porque sabía muy bien las horribles consecuencias, pero podía intentar
llegar a un acuerdo con su poder. Yo le pediría que me ayudara a ser mujer, y a
cambio, le ofrecería arrastrar a otras personas por mi propio camino (y que
ellas después se arreglaran como pudieran en su propia lucha contra la fuerza
del Demonio, lo que iba a suceder de todas maneras)
Se lo pedí.
Aquella tarde fue la más
vergonzosa de mi vida (se considere que el Demonio existe o no), porque me
declaré dispuesto a utilizar a otras personas en mi beneficio.
Mancha el resto del relato,
aunque después, tendía a olvidarla.
= = = =
Tengo que hablar ahora,
largamente, de sentimientos que ahora entiendo y antes no entendía, pero que
dan la clave para entender el resto del relato.
Había visto en mi familia, en la
relación de mi padre con mi hermana, que
las niñas primero, las mujeres después, pueden ser queridas, valoradas,
estimadas, respetadas por los varones.
Lo había sabido muy pronto, al
comprender que mi padre quería a mi hermana y no a mí. Lo sabía después, al
observar las reacciones de mis compañeros ante las muchachas. Al contrario,
veía la actitud displicente de unos varones ante otros, o frases que entonces se
seguían usando como “el bello sexo” o “el sexo feo”.
Es difícil medir hasta qué punto
yo me sentía entonces, después de siete años de aislamiento, tímido, soso,
gris, indigno de ser querido. Se
consigue un contraste doloroso con la primera constatación de mi belleza como
mi identidad personal, y además una belleza casi femenina.
Yo quería ser aceptado, valorado,
querido, deseado, respetado por los varones, y en primer lugar por mi padre,
como entreveía a veces, no ser rechazado ni minusvalorado.
Cuando me travestía, y me veía
bien, siempre deseaba que hubiera habido un hombre mirándome, y admirándome,
para confirmar mi transformación y darle todo su valor.
Sin embargo, la necesidad de ser
querido y valorado también había encontrado como forma de expresión el símbolo
de ser un príncipe, que era compatible con la masculinidad de género, aunque
independiente de la genital.
Un par de años después estuve a
punto de conseguirlo de esa forma simbólica, como decía antes, porque mi abuela
paterna hablaba a menudo de que éramos parientes de los Duques de Abrantes. No
me importaba mucho, pero los busqué en el Espasa, que era el internet de
entonces, y encontré que tenían el apellido Lancaster.
Si lo hubiéramos tenido, sólo con
eso, me hubiera sentido yo ese príncipe simbólico, aun sabiendo que era sólo un
juego de mis sentimientos, hubiera sentido esa seguridad que me faltaba!
Sé que hubiera dirigido un gran
número de mis fantasías a mi eventual descendencia de este linaje y se hubieran
modificado los equilibrios de mi vida.
Mi rechazo de la genitalidad
masculina se habría mantenido, pero le habría dado menos importancia,
guardándolo oculto, aunque con el tiempo me habría operado, incluso más
fácilmente, por sentirme socialmente más seguro, menos expuesto a las turbulencias
de la transexualidad.
Me hubiera hecho diplomático, una
profesión que había considerado con quince o dieciséis años, y que cuando
estuve cerca de ella, en Argel, me atrajo mucho, pero que no emprendí debido a
las incertidumbres sociales que me producían mis inseguridades sexuales…
Una posibilidad de vida
completamente distinta de lo que ha sido la mía. Quizá sostenida por una
protésis, en gran medida imaginaria, la fantasía de ser un príncipe, aunque
eficaz para mí.
Aun hoy sigo pensando mucho en
estas afinidades, que son un gran factor
de mi estabilidad emocional, un juego que me equilibra, aunque sepa que es, en
el fondo, un juegp.
Pero no encontré la relación de
los Lancaster con mi familia.
= = = =
Me vestía delante del espejo. Yo
hubiera querido pasar una tarde tranquila, viviendo como mujer, aunque fuera a
solas.
No pretendía una imagen sensual,
sólo que fuera la mejor posible, dado que tenía el pelo cortado corto y no
tenía maquillaje.
De hecho, a veces me ponía una
toalla alrededor de la cabeza, como si fuera un turbante de baño.
Sin embargo, entonces irrumpía,
casi enseguida una excitación.
Era lo que menos deseaba. Era
como si mi cuerpo me dijera “eres masculino”,
que era justo lo que yo no quería ser.
Pero la excitación arruinaba mi
imagen y a la vez era apremiante. Generalmente, acababa en una masturbación
frenética, y en cuanto terminaba, las primeras veces caía de rodillas, llorando
muy amargamente y pidiendo perdón a Dios.
No sólo se habían frustrado todas
mis expectativas, y no deseaba ya nada, vistiéndome de nuevo con mi rutinaria
ropa masculina, sino que me sentía muy culpable de hacer esto a escondidas,
dejándome llevar, y me preguntaba si podría dominarme.
Me decía que todo aquello
demostraba que yo no era una mujer.
Repetirlo una y otra vez me hacía
pensar que era un vicio.
Sería lo que cualquiera me habría
dicho si le hubiera preguntado. Uno de los factores más duros de aquella
situación era que yo no tenía nadie con quien hablar, a quien preguntarle, y
que supiera responderme, contando con que hubiera sido amable conmigo.
Todo lo tenía que resolver por mí
sólo, solo en el mundo, con catorce años.
Fui a buscar en la Biblioteca
Municipal, en un hermoso jardín, junto al río, la Enciclopedia Espasa, de
cincuenta o sesenta tomos.
Busqué palabras como
“homosexual”, y vi que no se ajustaba a mí. También busqué “eunuco”, porque yo
deseaba perder mis genitales, pero tampoco. No encontré nada.
Hacia ese año, Harry Benjamin
estaba empezando a difundir en los Estados Unidos la palabra“transsexual”,
creada por Cauldwell, pero en una España singularmente envejecida, muy
anticuada, no se sabía nada. No existía ningún nombre. Tuve que ser transexual
por mí misma, descubriendo paso a paso mi realidad, sin poder usar ninguna palabra,
fuera de los insultos populares, sarasa o mariquita, que sin embargo me
consolaban y me hacían envidiar a quienes ya podían llevar esos nombres.
Pasado el tiempo, llegué a pensar
que la excitación venía de un automatismo corporal, independiente de mi cabeza.
Mi cabeza iba por un lado, seguía
sus sentimientos, sus deseos, que no eran eróticos, pero mi cuerpo, ante una
imagen de mujer, al tocarla, imaginarla, intimar con ella, aunque fuera en mi
cuerpo, tendería a excitarse.
Esta explicación me ha calmado, y
ha tranquilizado mis inquietudes de incoherencia, durante mucho tiempo.
Pero ahora creo que puedo
explicarlo mejor. No hay excitación ante el cuerpo de la mujer, porque ese
cuerpo me agrada pero no me excita demasiado. Nunca me he masturbado pensando
en el cuerpo de una mujer.
Lo que me excita son las
situaciones sociales de dependencia, las
normales, tampoco las fantasiosas,. Por tanto, es la eclosión de mi instinto de
sumisión/protección, lo que produce esta excitación.
He visto en mi vida surgir muchas veces este instinto,
con una fuerza extraordinaria, como una sacudida sexual, no sólo como un deseo
sentimental, cada vez que me he visto como una mujer sometida. Eso significaba
renunciar a toda lucha y aceptar la dominación masculina, esperando a cambio su
protección.
No es un placer masoquista,
puesto que no pretende el dolor, sino que es una estrategia para conseguir la
protección.
Es la búsqueda de seguridad, en
una situación real. Las narrativas que la acompañan son las de la vida normal y
por eso mismo son tan excitantes.
Pero en la vida real, estas
situaciones de dependencia son muy arriesgadas, porque pueden llevar no a una situación de protección, sino
de opresión y aun de malos tratos, cuando el varón trata de afirmar su poder a toda
costa.
Es en mí una pulsión femenina,
derivada sin duda de la formación de mi cerebro bajo la acción de un estrógeno,
el Progynon, en mi edad prenatal, destinado a evitar que mi madre me perdiera
por matriz infantil, como había pasado antes cinco veces.
Cuando lo pienso, aquí veo la
raíz común de todas las actitudes que han impedido que mi género fuera
masculino de una manera definida o que pudiera reconocer como propios los
genitales masculinos.
= = = =
Durante muchísimo tiempo, he
sustituido esta explicación que, como digo, sólo he comprendido a partir de
2010, por otra también muy eficaz y que es compartida por los varones heteros
feminófilos,
Es el deseo de fusión con la
imagen de la mujer en el espejo. Se trata de una reacción que ocurre cuando un
varón no puede sentir la suficiente afectividad hacia otros varones, lo que se
puede llamar homoafectividad, que es la condición para valorarse como varón,
para aprender a ser varón, y esto ocurre por razones biográficas y no
biológicas, sobre todo por dificultades severas con un padre maltratador.
Si no ha habido identificación
con el padre, difícilmente la puede haber con otros varones. Entonces, la
experiencia de verse travestido ante el espejo, pone ante los ojos una imagen
fantasmática de mujer, que se superpone a la propia. Inmediatamente, surge un
deseo de fusión con esa imagen, para colmar el propio vacío de identidad.
Es una imagen externa, como si
fuera fotográfica, y se refiere sobre todo a la imagen de la mujer arquetípica,
como he leído en Catherine Millot, discípula de Lacan, una imagen joven y
bella; no incluye la realidad interna de la feminidad. Está impregnada de
sentido erótico, tan fuerte, tan básico, que sobrevive incluso a la hormonación
o a la operación, cuando las hay para mejorar el atractivo de esa imagen.
Se puede sentir como la cercanía
perenne de una mujer, aunque se puede saber que es fantasmática. El impulso
sexual se dirige hacia ella, pero en la práctica es como si se volviera sobre
sí mismo.
Mi experiencia no es ésa, sino la de la
sumisión/protección materializada en una vida como de mujer.
Ray Blanchard, un psicólogo
canadiense, lo ha definido como “autoginefilia”, un deseo o amor (filía) de sí
mismo (autós) como mujer (giné); Anne Lawrence, transexual norteamericana, ha
hecho suyo el nombre dado por Blanchard, subrayando y aceptando su fuerza
erótica.
= = = =
.
Al llegar aquí, con quince o
dieciséis años, estaba ya viendo todos los datos del enigma o problema que
tenía planteado.
Para adolescentes, para madres o
padres que ven los parecidos y las diferencias con sus
propias criaturas, puede ser útil
o clarificador o tranquilizador lo que han leído.
Desde entonces, todo lo que he
vivido han sido los intentos de resolver de alguna manera estos datos, sin que
ninguno nuevo se plantease.
= = = =
Sólo esto. Como no había conseguido resolver
mis dudas entre mi feminidad y mi masculinidad, hacia mis cuarenta años,
escribí estos versos:
Diré: desesperación, con tal de
decir yo mismo;
Yo mismo, tal como soy, sin
consentir un conforme;
desesperación es el nombre de
unos jardines de noche,
extrañas plantas que alumbra una
callada bombilla;
la flor más rara de todas es la
que llamo yo mismo,
machacada, machucada, herida,
rota, ensuciada,
y diciendo: “Soy quien soy; que
me tome quien me quiera”
Romperé para librarme lo que
pueda, aun sabiendo
que tras cien barrotes rotos
reaparecen mil doscientos.
No quiero ninguna ley, aunque
comer y beber
me haga agachar la cabeza, pero
no el corazón.
¿Qué es lo que puedo deciros,
obligado a hablaros?
Que busquéis, que es lo que yo he
hecho, en el fondo de las almas
los mares maravillosos y las
islas del amor
y digáis lo único cierto: Nunca
estaré allí.
¡Dios de la Rebeldía, haz que la
conozcamos!
Y hacia mis cuarenta y ocho,
estos otros, todavía más angustiados:
Un día nace el sol y al otro día
vuelve a nacer; me quema con su
fuego.
Cada fecha me trae tortura y
amargura.
Espero la llegada de algo amable:
el trino de un canario inocente
que ordena con alpiste la mañana.
Cesa el suplicio y llega el
reposo
que impone paces y da el alto a
las leyes.
La memoria vuela libre,
desligada,
exenta de los miedos del
presente;
dulce noche, para todos los que
sufren;
fresca negrura, imagen de la
muerte.
Y un poco después, éstos:
El dolor me sigue lacerando
porque he perdido el tiempo,
sagrado y fugitivo;
mi hermosura, dejada y desdeñada,
el aroma juvenil, desvanecido,
ya no soy digna, no puedo ser
amada,
ya no merezco que me guardes un
suspiro.
He vivido en la cárcel, día por
día,
las paredes desnudas, aliento
frío,
por motivo de unos ojos
fatigados,
de unas manos quebradas, de un
cuerpo entumecido,
que nunca he mirado cara a cara
ni nunca mis caricias ha
respondido,
dejándome ir a un patio desolado,
cada día más triste y más vacío,
hasta encontrarme sola y
destrozada,
pero dispuesta a hacer lo que
fuere preciso
por unos ojos graves, por unos
dedos finos.
Exteriormente, no demostraba
nada. Me dedicaba a mi profesión. Me hacía querer y también respetar por mis
alumnos, entre los doce y los diecisiete años.
Cuando se lo merecían, los ponía
en orden con grandes voces de mi vozarrón, pero en cuanto volvían al orden, les
demostraba mi afecto, por lo que no era traumática, más bien justa, la
demostración de autoridad, viniendo de una persona de 1’85.
Ya después, incluso operada, me
decían “Kim, es que impones”. Pero predominaba el afecto mutuo, incluso la
confianza, sobre todo por parte de las chicas, pero también a veces de los
chicos, para contarme sus angustias. Cuando llegaba San Valentín, me enviaban, ya
operada, a la misma clase, ramos de flores. Me consolaba recoger, de vez en
cuando, algunas pequeñas muestras que me decían que mis estudiantes intuían
algo, como la equivocación de una alumna cuando me llamó “seño” o la
descripción de un alumno cuando escribió de mí “me recuerda a mi seño”.
Llegué a decirme que ser
transexual era una buena cualificación para la enseñanza, porque era no ser “medio
hombre, medio mujer”, sino mejor que los hombres y mejor que las mujeres, una
personalidad más integrada para ella, más enérgica que muchos hombres y más
afectuosa que muchas mujeres.
Pero en invierno, en los primeros
meses de 1991, cuando cumplí los cincuenta años, me sentí al borde de la locura
y de la muerte. Escribía sin parar mis fantasías, todo el tiempo libre, tenía
miedo de un ataque cerebral, me cansaba, no iba más que al terreno de la
fantasía, demoledor, las fantasías de sumisión y humillación se hacían cada vez
más exageradas y más siniestras, prisiones grises oscuras, miradas desde
arriba; lo mismo que en las drogas, incluido el alcohol, hay un umbral que se
va elevando continuamente para mantener su eficacia.
.
Tan asustado estaba, que me di
cuenta de que sólo podía intentar pasar
de la fantasía a la realidad. Me lo dije
así: “Sólo la realidad puede salvarme”.
Y que tenía que dar un paso fuera
del armario, definitivo; “aunque el mundo se hunda”, me dije.
Empecé a encontrar puertas
abiertas. Como quien sale de un largo coma, o mejor, de una cárcel, descubrí
que existían teléfonos. Un teléfono, por primera vez, el de Cogam, en Madrid.
Hice un viaje ese verano, me recibieron un hombre de hermoso pelo cano y barba
cana, y dos muchachillos, que se habían quedado de guardia. Me dieron algunas salidas. Vi a uno acariciar
con naturalidad el brazo de otro, y darse un pico al despedirse.
Me di cuenta de que estaba viendo
por primera vez un modelo distinto de masculinidad y pensé que ojalá lo hubiera
visto en mi adolescencia y mi juventud.
Los homosexuales me gustaron
desde aquel momento. Hay suficientes afinidades entre ellos y yo, aunque seamos
distintos. He leído mucha novela gay, desde entonces, y siempre me conmueve ver
los parecidos entre ellos y yo y acabo echándome a llorar.
Me quedé en Madrid unos días.
Gracias a Cogam fui por primera vez a una disco gay, donde bailé yo solo, donde
me miraba en el gran espejo lateral y veía a un cincuentón torpe y desaliñado,
con la prosaica camisa blanca de quien está saliendo del armario.
Fui también a Transexualia, y
conocí a mis desde entonces queridísimas Mónica y Jenny.
Compartí comidas, cafeterías,
bebidas, bares donde veía llegar a transexuales, con gente del ambiente, que
tanto me encantaba, rebeldía, deseo y amabilidad.
A la vez, me aterrorizaba el
sida. Todavía no se conocían los mecanismos del contagio y pensaba que podía
contagiarme incluso sentándome en una silla.
Volví a Granada, y pensando en el
sida, pensé que había hecho una locura. Tardé un año en recuperarme de tantos
miedos. Pero en 1993, fui saliendo del armario definitivamente.
Y los siguientes años fui feliz.
= = = =
Vuelto a Granada, conocí a la
Sociedad Sexológica Granadina, y a Leonor, su presidenta, que me acogió en
seguida como transexual, pese a que todavía vestía de varón. Fue la primera vez
en mi vida que encontraba un lugar social como trans. ¡En Granada!
Poco después, tras haberla visto
en la televisión, a Merche Camacho, que fue desde entonces mi amiga y mi apoyo,
durante el proceso que estaba empezando.
E hice amistad con Jorge, que es
gay, pero que ha sido el primer varón que ha sido mi amigo de corazón, como
tanto he deseado, real, material. Casi nada más que conocernos, me regaló una
pulserita Cartier que llevo desde entonces en la muñeca.
En uno de los viajes a Madrid que
hice entonces, una amiga prostituta me ofreció que me quedara en su pensión,
que estaba en la Plaza de Santa Ana.
Esa noche, cuando salió a
trabajar en la calle, me quedé acostada en mi cama, mirando hacia el techo.
Entraba mucha luz de la calle, y
teníamos los balcones abiertos, porque era verano.
En el techo, propio de una casa
antigua, había cenefas en color y en relieve, formando un cuadro, y luego
otras, redondeadas, en torno a la lámpara.
Yo pensaba en dónde estaba.
Había visto que también había
inmigrantes.
Pensé, mirando al techo, con
alegría: “Estoy en el corazón de Dios”.
Poco después, en la calle, un
grupo de jóvenes que estaban de marcha, se pararon debajo de mi balcón, y
empezaron a cantar:
“Como los malacatones
Tienes la cara, mañica,
Como los malacatones,
Redondica y colorá
Y llena de pelusica”
Era una jota muy antigua, que mi
padre recitaba a veces, contando un sucedido de juventud, de los años veinte,
con gran placer porque le gustaban mucho los melocotones.
Era muy improbable que aquellos
muchachos de principios de los noventas supiesen aquella jota, y que se parasen
para cantarla debajo de mi balcón, y en aquellos momentos.
Era como si mi padre hubiera
entendido después de muerto lo que no pudo entender en vida y me estuviera enviando una señal de que aprobaba
lo que estaba haciendo, y espero que alguna vez se lo preguntaré.
= = = =
APÉNDICE
ANÁLISIS BIOLÓGICO DE MI
FEMINIZACIÓN PRENATAL
Hay un hecho, anterior a mi
gestación, que pudo ser decisivo para mi manera de ser. Mi madre me lo resumía
en su extrema vejez: “Sí, pero te salvó la vida”.
Estaba perdiendo un hijo tras
otro, por matriz infantil o útero hipoplásico, una afección muy rara, que
produce muchos abortos, cinco desde que se casó con 19 años en 1938, a 1940,
con 21, hasta que el Dr Gálvez Ginachero, de Málaga, muy respetado durante la
guerra, primero por los rojos y luego por los nacionales, le prescribió
Progynon, de Schering, “recién inventado”, me decía mi madre, en realidad desde
1928, doce años antes, valerato de estradiol, el primer estrógeno u hormona
femenina en farmacia, inyecciones de 10 mg. En cuanto supo que estaba
esperándome, a fines de junio de 1940, mi madre detuvo el tratamiento. Pero es
posible que tuviera un efecto depot, de acción gradual, porque actualmente se
llama Progynon Depot.
Aún así, en diciembre, cuando nos
veníamos de Palma de Mallorca a Granada, mi madre tuvo una gran hemorragia en
Valencia, que le obligó a quedarse no sé si fue una semana o dos en casa de mis
tíos, inmóvil en la cama; es decir, estuve a punto de irme yo también.
La eficacia desmasculinizadora
del Progynon se comprueba por el hecho de que, ochenta años después, se sigue
usando sobre todo para la feminización trans, parece que en países pobres, por
ser quizá (no lo sé seguro) más contundente, relacionado con el estradiol, el estrógeno más feminizador.
En efecto, entre 1930 y 1950, los
estrógenos se usaban para evitar los abortos espontáneos, para “evitar los desenlaces adversos del
embarazo” y en los “Annales D’Endocrinologie”, primer número, marzo de 1939, el
Progynon se anuncia para problemas de la pubertad, entre otros (Dr. Alfredo
Jácome Roca, “Aspectos Históricos de la Terapéutica con hormonas
femeninas”); y la matriz infantil puede
ser considerada un problema de pubertad.
La descripción de Progynon de una
farmacia en la red aconseja una inyección cada cuatro semanas, lo que señala la
duración del efecto depot. Pongamos que mi madre tardara casi un mes en
constatar que estaba embarazada de mí,
por lo que pudo seguie el tratamiento hasta mediados de julio de 1940;
el efecto duraría entonces casi ocho semanas, sin contar su caída final, quizá
no repentina, sino gradual; por tanto, ese estado duraría entre unas seis
semanas y nueve, lo suficiente para mantenerme durante ellas en estado femenino
y para formar quizá femeninamente algunas estructuras cerebrales que ya lo
seguirían siendo. Otra hormona, el acetato de leuprorelina, al ser inyectado,
libera dosis diarias iguales durante 1, 3 o 4 meses. (Periti, P., Mazzei, T., Mini, E, “Clinical
pharmacokinetics of depot leuprorelin”; Department of Preclinical and Clinical
Pharmacology, Università di Firenze, Florence, Italy)
O sea, que si fuera éste el caso,
mi cerebro en formación pudo estar sometido a la acción de un estrógeno,
inhibidor de las hormonas masculinas, desde el mes de mi concepción, junio de
1940, hasta finales de julio (seis semanas) o mediados de agosto (ocho semanas;
quizá nueve)
En 1991, compré un texto de
divulgación, de Anne Moir y David Jessel, “El sexo en el cerebro”. En él se
explica el mecanismo de androgenación prenatal, que sucede en dos fases. En la
primera, puede haber bastantes andrógenos para configurar genitales masculinos
pero, en la segunda, estos pueden no producir a su vez bastantes andrógenos
para masculinizar el cerebro Entonces, puede haber un cuerpo masculino y un
cerebro femenino (página 33)
Al final de ese primer trimestre
(dato impreciso), entiendo que entre la
semana octava y la décimotercera, hubo
un nivel hormonal suficiente para masculinizar mi cuerpo, como se comprueba
incluso en la ratio de mis dedos índice y anular (2D-4D), que entra dentro de
los parámetros masculinos en ambas manos
(John T. Manning, “Digit Ratio: A Pointer to Fertility, Behavior and Health”,
Rutgers University Press, y Zhengui Zheng y Martin Cohn, “Developmental basis of sexually dimorphic
digit ratios” (Proceedings of the National Academy of Sciences), 2011.
Medidos desde el pliegue digital
inferior, mis dedos van de 2D=7.2 a 4D=7’8 cm (ratio 0’92), los izquierdos y
2D=7.2 a 4D=8 cm (ratio 0’9), los derechos; media, 0’91 ; comparados con los datos publicados en un
estudio sobre 136 varones y 137 mujeres, en los que el intervalo masculino iría
de 0’889 a 1’005, media 0’947 frente a un intervalo femenino de 0’931 a 1’017,
media 0’965 (Bailey AA, Hurd PL, March 2005. “Finger length ratio (2D:4D) correlates with physical aggression in men
but not in women”. Biological Psychology 68 (3): 215–22), mi ratio de
los izquierdos y la de los derechos estarían dentro del intervalo y la media
masculinos y fuera de los femeninos.
Se puede unir al efecto
bioquímico intenso del Progynon el stress de guerra que sufrió mi madre, que
acentuaría el efecto depot de ese fármaco. Desde el 5 de junio de 1940 hasta el
10 de julio, cuarta semana, pero el primer mes se habría cumplido o casi.
No han sido confirmados los
resultados de Günther Dörner, en 1980, sobre un posible máximo de homosexuales
nacidos en Alemania entre 1944 y 1945, momento crítico de la Guerra Mundial,
según el intento de comprobación de Schmidt y Clement, en 1988. Sin embargo, la
discusión sigue abierta: en 1993, Matt Ridley, en “The Red Queen”, aludía al cortisol, hormona del stress, que
nace de la misma base que la testosterona, dejándole quizás menos margen de
formación; un estudio publicado en Archives of General Psychiatry señala que un
stress emocional severo durante los primeros meses de embarazo puede
aumentar también el riesgo de
esquizofrenia.
A fines de la tercera semana se
han formado ya las bases del cerebro anterior, medio y posterior. Son estructuras
demasiado básicas para pensar que alguna función esté localizada, por lo que
supongo que la feminidad básica de mi cerebro se vería en tendencias difusas,
algo así como un material con determinadas propiedades, que se verían
operativas en ciertas circunstancias.
Louis Gooren, primer profesor de
Transexología, desde 1988, en la Universidad Libre de Amsterdam, dice en “The
biology of the human sexual
differentiation”, Hormones and Behavior, noviembre, 2006, que los efectos de los andrógenos prenatales
prevalecen más en la conducta de rol de género que en la identidad de género;
ese análisis confirma la realidad de que mi identidad sea masculina y mi conducta sexual sea antimasculina.
Hay pruebas, dicen Moir y Jessel,
de que el sexo cerebral supone una gradación, un continuo; más andrógenos en la
matriz, más masculina la conducta; menos andrógenos, más femenina (página 41)
Por tanto, el volumen de la dosis administrada, al actuar sobre la primera
formación del cerebro, determinaría el grado de feminidad permanecida. Yo
supongo que en mí fue más que una difusa ambigüedad, como la que Moir y Jessel
cuentan en la historia de Jim, cuya madre tuvo que tomar otra hormona
femenina, el dietilestribestrol, porque su diabetes le provocaba también
abortos espontáneos. Jim era un muchacho tímido, que no sabía defenderse,
tratado como mariquita en clase y cuya heterosexualidad había quedado
difuminada, a diferencia todo de su hermano mayor Larry, en cuyo embarazo no
fue necesaria la hormonación (páginas 42 y 43) Todos los indicios que vivió Jim
los viví también yo en mi adolescencia y más intensamente, porque la pubertad
me hizo extrañarme por los órganos genitales masculinos, encontrarlo muy feos y
rechazarlos, no pudiendo entenderlos como partes de mi cuerpo, y necesitando
quitarlos, hasta que lo conseguí –el núcleo de mi transexualidad.
Mi posición en el continuo
dominancia/sumisión se define en una sensualidad sumisa, visible en los
recuerdos de mis fantasías desde los cinco y los ocho años y que gravita siempre
a lo largo de mi vida, desde alrededor de 1946, con unos cinco años,
intensamente en el curso 1949/1950, como respuesta a la amenaza de un chico,
que me aterrorizó, hasta mediado junio 2010 (sesenta y nueve años, ya sin
miedos ni angustias, en un feliz verano), tengo una fantasía de sumisión sexual
a un hombre peligroso, que dura mes y medio, mañana y noche.
No encuentro estadísticas de la
posición de las mujeres en el continuo dominancia/sumisión; pero entre las mujeres heteras que lo ponen
en práctica como fantasía, un 89%
preferían un rol sumiso,
prefiriendo también un varón dominante, mientras que, de los varones
heteros, un 71% preferían un rol dominante (Ernulf, Kurt E.; Innala, Sune M.
(1995). “Sexual bondage: A
review and unobtrusive investigation”. Archives of Sexual Behavior 24 (6)”
Por tanto, este rasgo de mi
temperamento lo puedo considerar
femenino, procedente de una parte
de mi cerebro formada femeninamente.
Quizá con unos seis años, reparé
por primera vez en mis genitales, que me parecieron pequeños y graciosos, poco
importantes porque servían sólo para hacer pis, un líquido claro y transparente
que no requería ningún pudor.
Mis sentimientos hacia la mayor
parte de los niños se convirtieron de repente, desde los siete años en una androfobia
casi generalizada, en la que los veía como ásperos e inhóspitos, salvo casos
aislados. En la pubertad, desde mis trece o catorce años, yo ya no soportaba a
los varones y pensé: “No quiero ser contado entre ellos”
Cuando mis genitales maduraron, me
repelieron, eran lo contrario de lo que había supuesto. Desde entonces y hasta
hoy, me parecen mal hechos, no son míos, no representan nada mío, que tenga que
ver con mi manera de ser, no los entiendo, no quería que estuvieran en mi
cuerpo; sólo habría entendido que siguieran en su estado anterior.
Afortunadamente, documenté este
sentimiento con precisión en una libretilla de mi diario sólo cinco o seis años
después, el 12.IX.1960, yo con diecinueve años:
“Esta mañana, al ir a bajar a la
playa, he vuelto a ver mi sexo en el espejo, mientras me ponía el bañador. Es
una cosa fea; ajena a mí y a mi personalidad. Mi “yo” termina donde empiezan
los genitales. De lo que se llama sexualidad, sólo me pertenece lo que más
extendido y difuminado está en todo mi cuerpo: la voluptuosidad. El sexo es
postizo, me avergüenzo de él, me disgusta, le aborrezco (…) repugna a mi
voluptuosidad, al amor que siento por mi
cuerpo suave y mis facciones delicadas (…)
de la misma manera con que me repugna el vello de mis axilas, la barba
de mi cara, el vello de mis piernas (…)”
Estos sentimientos siguen
inalterados después de haberme operado el 5.I.1995, ahora con equilibrio y
alegría.