Kim Pérez
La autobiografía en la red de Jennifer Diane Reitz me permite confirmar que existimos las personas trans andróginas, junto a las feminizantes y las feminófilas. La clave está en que las primeras tenemos una orientación desdibujada, mientras que las segundas aman definidamente a los hombres y las terceras a las mujeres.
Una de las primeras cosas de que habla Jennifer es de su distanciamiento infantil frente a los niños y su padre, que era violento con él, mientras él se parecía más a su madre, aunque sin darle un nombre a su condición. En esto se ve hasta qué punto la transexualidad es natural, hasta qué punto desde la niñez nos diferenciamos de la mayoría de los niños, activos, agitados, peleadores, aunque algunes no seamos a la vez tan femenines como para llamarnos niñas.
La horrorosa frase “¡Es un hombre!” es a fondo injusta cuando alguien nos quiere insultar con ella pues, como máximo, somos mediohombres-mediomujeres, es decir, andrógines, y una persona andrógina tiene a menudo el encanto de una mujer.
En su elección de juguetes, el Test de los Reyes Magos, Jennifer fue andrógine en su niñez, porque amaba sobre todo a sus animalitos de peluche, en lo que fue más femenina que yo, que amaba sobre todo los barquitos. Ya en la adolescencia, con 14 años, su héroe fue Mr Spock, lo que en cambio parece más masculino. Pero con 15, se identificó obsesivamente con Bambi, que aparecía recién nacido como un ser muy dulce y tierno. Y, aunque prefería la compañía de niñas, con sus pocos amigos varones era capaz de hablar durante horas de temas tan abstractos, tan masculinos, como su amada ciencia ficción o si existen los ovnis o hay vida tras la muerte, o simplemente sabía que le gustaba la NASA y que su gran pasión era la bioquímica. En todo ello, con un más o menos, su manera de ser era comparable a la mía (a mí me gustaba la geografía y lo espacial), todo era andrógino, ni muy masculino ni muy femenino.
Sin embargo, era tan delicado, que eso le costó un grave acoso de rechazo, insultos y violencia. A mí, mi timidez, mi introversión, mis llantos, me costaron sólo que me ignoraran y, en seis años, sólo dos compañeros me calificaran como mariquita, a lo que fui incapaz de responder, también de una manera parecida a la suya.
Pero como el acoso de sus compañeros y su padre era más fuerte, empezó un proceso de autorrepresión, que le duró unos seis años, cuyo centro fue el terror a ser llamado mariquita, por lo que desarrolló una especie de doble personalidad, en la que era incapaz de admitir su lado femenino incluso ante sí mismo, pero a la vez no podía ignorarlo, quizá bajo la forma de lo que había que evitar. Esta autorrepresión yo pensaba que se daba sólo en las transexuales feminizantes, pero ahora puedo ver que también se dan en una andrógina, y que se debe a la gravedad de la represión acosadora. En mí no se dio autorrepresión porque no tuve que padecer un acoso tan severo.
Su pubertad fue muy tardía, alrededor de los 17 años, y le horrorizó su nueva realidad genital. Como a mí. El estado erecto iba contra su sentido de sí, como me pasó a mí. Pronto, empezó a vestirse con ropa de mujer y a sentir excitación por ello, como a mí, que no quería y me deprimía como si fuera una traición de mi cuerpo contra mi mente y creo que lo era.
A veces, las personas andróginas somos vistas desde fuera como más masculinas de lo que somos por estas historias. Frecuentemente nos entristecemos, nos avergonzamos y nos deprimimos hasta casi cerca de la muerte, cuando tenemos que observar lo que nos pasa, mientras llegamos a comprender que se trata, con exactitud, de “una mente de mujer, o andrógina por lo menos, encerrada en un cuerpo masculino”, que reacciona hormonalmente y tiene automatismos que la mente no puede entender.
Deseaba obsesivamente una relación con una mujer, perfectamente idealizada y eterna. Yo también lo intentaba, pero con menos intensidad. Una vez me describí junto a una mujer así, ideal pero imprecisa, sentados en un balancín, con las manos juntas. En su caso, pudo mantener relaciones con dos muchachas, y con la segunda llegaron a vivir juntos, y ella le insistía en su deseo de casarse. Él se retiraba y tenía que mirarse en un espejo, diciéndose: “¿Qué es lo que quieres?”, “¿Qué es lo que no va bien contigo?”, y no podía responderse.
Así llegó el 31 de mayo de 1981, a sus 21 años, al mayor horror y a una especie de milagro, una catarsis maravillosa que la salvó. Y fue mirando a la Luna. Me parece que lo milagroso no se disciplina para surgir.
Voy a seguir leyendo su historia, pero ya sé lo principal, que es que en las personas transexuales nuestra niñez y adolescencia son las edades fundamentales para entender nuestras historias. Ella tiene casi veinte años menos que yo, y salió de su armario interior, de su autorrepresión, diez años antes que yo.