(Me defino como ambiguo de género, aunque me alegro de haberme operado; sé que si el género hubiera sido lo primero para mí, me habría sentido mutilada. Describo aquí mi manera de sentir hacia mujeres y varones heteros o gays, que es distinta de la manera de ser de las mujeres transexuales que aman a los varones)
Homoafinidad
no es homosexualidad. Homosexualidad es atractivo casi irresistible, voluptuosidad,
excitación hacia el mismo sexo. Homoafinidad es un sentimiento de afecto a
quienes se ven como semejantes a quien lo siente. Me emocionan y llego a llorar
con las novelas gays, especialmente por las experiencias del despertar en la
niñez y la adolescencia, sintiéndose preso en el silencio u objeto de las
burlas.
Sentí
una fuerte sensación de afinidad o
simpatía ante algunos varones y una intensa androfobia o antipatía hacia otros
muchos, por primera vez hacia los cinco años:
En
la playa, había dos hermanos que creí mellizos, de mi edad, muy rubios. Uno era
guapo y prepotente, con una mandíbula poderosa, y me despertó enseguida una
aversión casi insoportable; el otro era tímido, con gafitas, pelos tiesos y
cara triangular, y me hizo sentir una fuerte simpatía, fundada en una afinidad
inconsciente.
No
tuve que razonar esas reacciones; las sentí intuitivamente, instintivamente, y
sin que mediara ninguna experiencia previa.
Había
olvidado que divido a los varones, en realidad, en dos grupos como ellos. Los
divido siempre, pero la mayoría hetera, que veía como prepotente, había
ocultado esa otra realidad.
Pero
también hay otros heteros que me llenan de admiración: los que corresponden a
mi figura paterna. El que más, Gary Cooper en “Solo ante el peligro” (“High
Noon”), alto, estilizado, defendiéndose en el cruce silencioso de las calles.
Pero en general, admiro a los hombres capaces de autodominio y de la entrega de
su vida a una causa superior: los que superan su propia sexualidad, puesto que
la sexualidad masculina me resulta tan desagradable; los militares uniformados,
cuya perfección veo en las ropas inmaculadas de la Marina o la Aviación, en
verano, símbolo visible de lo que supongo que hay en sus almas, como lo había
en mi padre. Igual en algunos sacerdotes, en religiosos, en monjes
contemplativos buscando una realidad superior.
Y
no me habría sido imposible sumarme a ellos, si de verdad fueran así. En mi
adolescencia, me hizo llorar una novela antigua sobre unos guardiamarinas
británicos, perfectamente uniformados de blanco, que hacían un viaje de
prácticas en un bergantín por los Mares del Sur.
En
todos estos supuestos, no es sexual este sentimiento, sino de una pureza muy
intensa.
Mi
heterosexualidad es segura pero está indefinida en cuanto a las personas
concretas que pudieran atraerme; corresponde
a una naturaleza masculina. La puedo comprobar cuando tengo que
preguntarme qué atractivo pueden encontrar las mujeres en algunos hombres a los
que aman, o cómo puede ser un deseo obsesivo por los hombres; tampoco puedo
entender cómo se puede desear pasar la
vida al lado de un hombre.
Es
decir, me es más fácil definirla como fobia hacia la mayoría de los varones (y
a su aire, su olor difuso, sus feromonas, supongo, que como filia hacia las
mujeres o hacia una mujer determinada. En cuanto se acerca la posibilidad de un
contacto, lo rechazo también nerviosamente. También rechazo el carácter
femenino, que me parece demasiado previsible biológicamente, muy aburrido por
tanto, poco libre e imprevisible, poco creador.
Mi
definición de la belleza o el atractivo de una mujer, en cambio, es segura.
Entiendo los matices de la belleza femenina y no entiendo los de los varones.
No deseo a las mujeres, pero me resultan agradables mientras la mayoría de los
hombres me son desagradables. No me encuentro nunca con deseos muy
personalizados. En mis primeros años de universidad, primeros de convivencia
con mujeres, me atraía una muchacha morena y de facciones suaves a la que nunca
me atreví a acercarme, pero no era un sentimiento muy estable; con las otras
más cercanas, pese a que algunas veces salimos juntos, no llegó a despertarse
ningún sentimiento o surgieron pretextos muy absurdos para rechazarlas.
Sin
embargo, mi orientación heterosexual pero indefinida es un sentimiento a veces
trastornador, en su dimensión general, que para disminuir hasta límites
soportables trato de expresar en forma de fusión; si soy “ella”, en seguida la
tensión se convierte en posesión más tranquila, aunque tristemente consciente
de su carácter ilusorio; la mujer comienza a existir en mí mismo. Su cercanía
es máxima.
El
deseo de fusión con la mujer (“la envidia de ser mujer”), tan frecuente en
transexuales feminófilas, en mí tiene también un componente que tengo observado
desde la niñez, que es un deseo de sumisión/ protección por parte de los
hombres. Fundirme con la mujer significa someterme a un varón y por tanto la
posibilidad de ser protegido y no atacado por él. No dejo de asociar este deseo
con mis traumas fundamentales ante los varones, ni de ver en él un reflejo
biológico muy primitivo, la feminización del vencido, puesto que no provoca
verdadero amor por el vencedor, sino sólo una melancólica tranquilidad en la
derrota.
Pero
mi heterosexualidad fundamental la veo en que el atractivo de los hombres, se
mantiene en límites controlables, racionales, y esto se debe a los elementos de
repulsa que lo equilibran.
En
este sentido, he desarrollado, desde los trece o catorce años, una
seudoandrofilia secundaria, en función del deseo de identificarme con la mujer
(“para ser mujer tengo que desear a los hombres”) La he formado con dos clases
de elementos,
=primero,
los de la afectividad intermasculina,
por ejemplo el deseo de un “hermano mayor” que me protegiera y me enseñara a
vivir, o la valoración de la figura paterna, por ejempl o, en mi gran respeto y
mi admiración verdaderamente filial por los militares, que se someten
idealmente a una disciplina ascética para ofrecer sus vidas; y
=segundo,
con estímulos masculinos reales, pero de intensidad secundaria, descubiertos
poco a poco, como la estatura alta o más alta que la mía, el volumen del cuerpo
(pero me repele la silueta en uve, que suele atraer a las mujeres heteras), el
vello en torso y piernas, y la barba, tanto a medio crecer (por pinchuda) como
crecida (acogedora como un nido)
Pero
quiero pensar en toda mi afectividad. Llegué
a creer que en mí sólo había androfobia y ningún sentimiento de homoafinidad
hacia los varones.
Sin
embargo, en el verano de 1991, recién cumplidos los cincuenta años, tuve una
experiencia singular: Había ido, en Madrid, a Cogam, una asociación gay, para
pedir apoyo para mi condición trans, que quería empezar a expresar.
En
los pasillos y ventanas abiertas del atardecer, encontré a tres varones, dos
jóvenes y uno muy maduro, de aureola capilar y barba grises canosas. Me
acogieron amablemente, yo me encontré a gusto de manifestarme diferente como
trans y no como gay, y según hablábamos, uno de los jóvenes empezó a
despedirse, y afectuosamente pasó su mano en una caricia sobre el antebrazo del
mayor y se despidieron con un ligero pico en la boca.
Yo
me quedé tan asombrada ante aquel afecto masculino sin inhibiciones, como es frecuente
en los medios heteros, que pensé que si lo hubiera visto en mi adolescencia, en
vez de la forzada tensión entre unos y otros, a lo mejor yo no habría sido
trans, sino gay.
Quiero
decir que estaba experimentando una homoafinidad muy fuerte hacia los gays, que
desde entonces ha sido un sentimiento mío muy estructurador, que me enseña un
afecto posible entre varones, aun sintiéndolos distintos de mí. He mantenido
mis amistades fundamentales con gays, no porque los desee, sino porque veo que
los sentimientos son importantes para ellos, lo mismo que las conversaciones en
que se analizan o se añoran o llenan de confianza; también tengo un amigo
hetero, músico, a quien le interesan esos mismos temas.
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