martes, 1 de enero de 2008

Test de los Reyes Magos


Publicado previamente en http://CarlaAntonelli.com , con el título "Trans en la Juguetería" y una redacción ligeramente diferente.


Empezaré por un acto de humildad. Lo que sigue no es una tesis, una afirmación debidamente comprobada; es sólo una hipótesis, una sugerencia que debe ser comprobada. Pero creo que cada cual, cada persona disfórica o transexual, puede comprobar la validez, en su caso, de una suposición que diría algo así como "los juguetes que hemos amado y los que no nos han interesado nos hablan de nuestra naturaleza masculina o femenina o ambigua". Diré, para situar debidamente mi posición, que no comparto los postulados de la "teoría de género", hoy dominante, de los que se deduce que toda la sexualidad está culturalmente determinada. Yo sostengo, más prudentemente, que una parte es innata y otra es aprendida; una parte es biológica por tanto y otra, cultural.

Puede ser que la aplicación de este test sea clarificadora para algunas personas y desconcertante para otras; sólo puedo proponer a quienes se sientan desconcertadas que se pongan en contacto conmigo, por medio de los comentarios a esta entrada, para analizar sus razones.

Me parece por tanto haber descubierto que los juguetes que en nuestra niñez hemos deseado, hemos amado, nos han gustado, nos hablan de los matices de nuestra identidad, de nuestras proyecciones de futuro, y nos permiten comprendernos mejor para andar con mayor firmeza por los torbellinos de la disforia de género. De esta manera el recuerdo sobre nuestros juguetes se convierte en un test que cualquiera puede hacer sobre sí y al que llamo de los Reyes Magos por el momento en que, en nuestra tradición, esperábamos que nos llegaran para alimentar sentimentalmente todo un año.

Voy a dar un rodeo para aclarar lo que son los juguetes y lo que es el juego; pero este rodeo es necesario para entender lo que han sido los juguetes para las personas transexuales que hoy son adultas y lo que nos enseñan y lo que no nos enseñan sobre nosotras mismas; fundamental, en los dos casos.

Que un niño pueda elegir sus juguetes es lo más importante; el juego es el único momento en que es soberano y dueño de su vida. Son sus sueños y sus fantasías los que pone en el juego; se va conociendo a sí mismo mediante ellos.

El juego no es un juego; es una actividad muy seria y verdadera en la que se expresan las perspectivas de futuro, ya que el presente está para los niños sumamente limitado. Es la naturaleza del niño, su inconsciente y su consciente, lo que aparece en sus juegos. Los juguetes los elige como medios para expresar lo que quiere decirse a sí mismo y decir a los demás.

Por eso es tan importante que los adultos no interfieran en los juegos de los niños. Con buena intención, sé que se pretende lo mejor para ellos. Pero lo mejor para ellos es dejar que cada cual despliegue en el juego lo que hay dentro de sí, tan profundo y delicado, y de lo que el adulto no tiene la menor idea, como nadie sabe lo que hay en la mente de otra persona.

Cuidar de que el niño no se haga daño y que no haga daño a otras personas; ahí terminan las competencias del adulto.

Hay una opinión generalizada hoy que supone que los adultos educan a los niños mediante los juguetes que les dan o les niegan; por ejemplo, que si se les regalan juguetes bélicos los niños serán belicosos. Esto es falso.

Todo ser humano tiene de su herencia biológica cierta dosis de agresividad, necesaria para la supervivencia. El niño que pide un arma de juguete, simplemente necesita expresar esa agresividad básica, que es simplemente un hecho interior. Si se le niega, pondrá por delante la inmensa creatividad infantil y usará un bolígrafo para hacer disparos imaginarios; para que en el futuro controle su agresividad no bastará con que se la niegue, sino que deberá ser educado en los medios y los fines de una vida verdaderamente humana.

Lo mismo pasa cuando se pretende enseñar el no sexismo mediante juguetes no sexistas. Esto viene del antiguo supuesto de que la mente humana, al nacer, es “tam quam tabula rasa”, es decir, como una tabla lisa en la que otro puede escribir lo que quiera.

Desde Kant se sabe que esto no es cierto, que el ser humano nace ya con ciertos condicionamientos mentales, predispuesto a ver ciertas cosas y a no ver otras; gracias al lenguaje informático, podemos decir que viene programado para ciertas funciones y no para otras.

Esto es verdad también sexualmente; la feminidad o neutralidad o ambigüedad primera de los embriones se rompe cuando el cromosoma Y induce en la gestación un chorro de andrógenos, variable de intensidad, eso sí, que predispone más o menos a la personilla XY a unas actitudes distintas de las de la personilla XX.

Esto tiene que ver con la elección de juguetes, pues ya hemos visto que el juguete expresa lo inconsciente y lo consciente, las pulsiones que hay dentro de cada cual, más o menos confusas o evidentes.

Lo puede saber esto el feminismo llamado de la diferencia; no lo sabe el feminismo de la igualdad, que insiste en que la sexualidad es también una “tabula rasa” o lo que es lo mismo, que el ser humano es todo cultura, todo dependiente de lo que haya aprendido y se le haya enseñado, olvidando que es verdad que somos en gran parte cultura, pero también somos naturaleza.



Ya vamos llegando a la sexuación de los juguetes y a sus variantes en las personas transexuales. La ideología feminista de la igualdad piensa que los niños y las niñas eligen determinados juguetes porque se les enseña a elegirlos y se les niegan otros. Pero el niño no recibe ciertos juguetes y después aprende a jugar con ellos. El niño desea ciertos juguetes, los pide afanosamente antes de haberlos recibido. La prueba de esta afirmación se encuentra en nuestro interior y en nuestros recuerdos: el amor con el que miramos ciertos juguetes y el desinterés por otros.

Generalmente, los juguetes que se piden son conformes con el propio género, pero otras veces son neutros o cruzados. Es verdad que en este tercer caso, los padres suelen negarlos; pero creo que es porque no entienden lo que está en el alero.

Ahora vamos a hacer ya el recorrido por la juguetería para ver cómo se clasifican los juguetes en masculinos, femeninos y neutros, y cómo las personas transexuales elegimos unos y otros; quizá elegimos algunos masculinos, algunos femeninos y algunos neutros.

Está el anaquel de los juguetes que se clasifican como masculinos porque los pide la mayoría de los niños y literalmente sueñan con ellos: en él se encuentran primero los vehículos de todas clases –autos, camiones, trenes, aviones, barcos-; luego las armas y los disfraces de guerrero; también los edificios para juegos de guerra, como los castillos o los barcos piratas armados hasta los dientes; las construcciones por piezas, como las arquitecturas y mecanos; los balones; y, lo último pero no lo menor en nuestro tiempo, los videojuegos, especialmente los que representan combates de mil maneras y estilos o carreras en que los autos virtuales se lanzan a toda velocidad.

Todo ello expresa pulsiones muy arraigadas en la mente masculina: acción; agresividad y combate, directos o simbolizados en los deportes; y por lo que respecta a las construcciones, la intensidad de la pulsión de análisis, que es la misma que lleva a un niño chico a romper el cochecito que se le acaba de regalar: para ver cómo está hecho.

No sé lo que otras personas pueden saber de lo que vivieron; lo que sí puedo decir es cómo pasó delante de aquel estante el niño que fui yo: maravillado por un avioncito que me compró mi padre, que volaba de verdad, con un resorte, y en la caja se le veía entre unas nubes grises; habiendo soñado, una noche, con un tranvía amarillo y todo, de un metro de largo y casi medio metro de alto, que me ilusionó mucho; habiéndome hecho yo mismo barquitos de pesca con grandes corchos y mástiles de caña. Interesado, en otras palabras, por la sección de vehículos de todas clases que hubiera en aquel estante.

En cambio, me habría repelido literalmente toda la parte de guerra. ¡Qué feos son los muñecos guerreros, supermusculados y agresivos que les gustan a tantos niños! ¡Qué latazo y qué aburrido que en un videojuego que tiene a lo mejor verdes prados y hermosos palacios no haya más remedio que combatir y hasta destruirlos!

Lo más curioso es que sé que soy una persona agresiva; pero o lo soy menos de lo que creo, comparativamente, o no necesito fantasear con ello o no estoy programada como los videojuegos.

Las pelotas, para qué decir: nada. Me hubiera deprimido que alguna vez los Reyes Magos me hubieran traído una e inmediatamente la habría arrinconado en un armario, para no verla. No hay en mí nada de esa necesidad de formar bandos y de combatir y sudar durante dos años que apasiona a tantos varones hasta hacerles tocar el cielo.

En cuanto a las construcciones por piezas, tampoco nada de particular. Me interesa el resultado final, el palacio hecho con aquellos tacos de madera de colores, pero quisiera dejarlo hecho. En cuanto a los mecanos con los que se hacían las que me parecían horribles máquinas desnudas, nada de nada; más bien, bajo cero, bastantes grados, repulsión, vamos.

Paso por delante del estante de las niñas, porque sus juguetes les interesan a la mayor parte de las niñas.

Veo en ellos bebés. Nada, cero. Los bebés me aburren. Un bebé concreto, un sobrino, me enternece, pero de ahí a soñar con los bebés en general, a querer tener un bebé, hay una distancia por la que yo no paso.

Hay cerca unos caballitos, rosados o celestes, con grandes crines rizadas y doradas. Son una mezcla de caballo, bebé y adolescente. A muchas niñas les deben fascinar, porque los fabricantes los hacen; si no, no seguirían fabricándolos. El juego con ellos, en general, debe de consistir en peinarlos, una acción que les gusta a muchas niñas.

A mí esos colores desvaídos, esa blandura excesiva, esas melenas en vez de crines, me producen desolación; no ya ternura, sino también repulsión; en fin, no están hechos para mí, no estoy hecha para ellos.

Las muñecas, propiamente dichas. Con vestidos para ponerles, con pelo para peinarlo. Son amigas, para compartir la vida, o proyectos de futuro. Su dueñecita querría ser un día como ellas.

Yo recuerdo que las de mi hermana no me interesaban. Nunca jugué con ellas. Menos me hubieran interesado los aditamentos, generalmente rosados, que hay ahora, piezas de otro mundo para mí.

Quizá con algún muñeco me hubiera sentido compañero y amigo querido. Tuve un Teddy Bear, un osito con chaleco y pantalón, al que tuve cariño, pero tampoco mucho.

De lo de los peinados salen las peluquerías. En general les gusta a muchas niñas todo lo que sea peinar porque es una forma de acariciar a otra persona y a la vez de ponerse guapas.

Si a muchos niños les gusta la acción, a muchas niñas les gustan las relaciones personales, la protección a los bebés, soñar con que son atractivas y queridas. También es verdad que a otras les traen sin cuidado esas cosas, como a una hermana mía, a la que le gustaban los autos y jamás jugó con muñecas. De mayor es una magnífica madre.

Pero yo andaría caviloso por aquellos estantes, hasta que llegando al final vi ¡una casita de muñecas!

Me gustan; no sí si más o menos que los avioncitos y los barcos, pero me gustan. De pequeño, además, vi en el jardín de una casa de Almuñécar una casita de verdad, con habitaciones de metro y medio de alto y puertas de un metro, por las que pasaban los niños, se asomaban a las ventanas de verdad y subían por una escalerita hasta un cuarto que había en el piso alto, también con su ventana. Era una preciosidad.

Me gustaría tener una casita de juguete, a condición de poder elegir su mobiliario, de amueblarla poco a poco para que expresase lo que yo quiero, de que tuviera una fachada como a mí me gusta.

Vamos, me gustaría tanto, que se me acaba de ocurrir que debería comprármela –a la vejez, viruelas- y ponerla como a mí me gustaría.

¿Ponemos este juguete entre los neutros? No; yo creo que es más bien de niñas, por su delicadeza, por la paciencia que es precisa para cuidarlo, por la expresión de sentimientos que se ve en él. Cualquier niño bruto lo machacaría en un pispás.

Este gusto por las casitas es hasta el punto de que en las redes de trenes de juguete, me gustan mucho más las estaciones y las maquetas, las casas tirolesas, los abetos, los caminos, las vacas, que las vías o los propios trenes. Vamos, levantaría las vías por mi gusto.

Los juguetes neutros, de verdad, son los de sobremesa: los puzzles, los tableros de juegos… Les gustan por igual a muchos niños y a muchas niñas. A mí me aburren, porque no dejan lugar a la imaginación y a mí me gusta que los juguetes dan pie para fantasear.

Al recapacitar, me doy cuenta de que me pasa algo parecido a lo que sentí con los juguetes de niños: que no me interesa la mayoría de los muy sexuados –de guerra o muñecos- pero me interesa una clase de juguetes de cada estante: los avioncitos y los barcos; las casas de juguete.

Esto me dice, claramente, que tengo una naturaleza ambigua. Me lo confirma, no queda lugar a dudas, porque me expreso a mi manera, un poco como los niños, un poco como las niñas, pero distinto de unos y otras.

He pretendido que otras personas trans reflexionen sobre sus recuerdos, para conocerse mejor. He leído que una trans, ya avanzada su transición, pudo reconocer que le encantaban los trenes de juguete, con lo que pudo ser más fiel a sí misma.

Otras trans dirán: “Me han gustado siempre las muñecas. Ahora tengo mi cuarto lleno de muñecas por eso”. Eso significa que serán menos ambiguas, más femeninas que yo. Pero ellas tienen derecho a ser como son y yo a ser como soy.

También puede haber las que digan: “¡Pues a mí me han gustado siempre todas las cosas de niño, cochecitos, armas, balones, videojuegos muy guerreros! ¿Qué soy yo?”

Yo creo que el detonante de la transexualidad no está en la ambigüedad, ni en la masculinidad, ni en la feminidad, sino en el conflicto. Si la naturaleza de cada cual se vive sin conflicto, no habrá transexualidad. Si lo hay, relacionado de alguna manera con el género, habrá transexualidad, sea la persona masculina, femenina o ambigua.

O sea, que yo a estas últimas que dicen que sus juguetes eran todos masculinos, les diría: “Tú eres trans”.

Y luego añadiría: “Y partes de un conflicto, como todas. Analízalo para ver a dónde te lleva y a dónde no te lleva”.

Y a mis queridos amigos, los transexuales masculinos, con su gusto por el anonimato, les diría: “Muchas veces, vosotros ni os lo preguntáis. Os gustaron siempre los juguetes de niño y rechazásteis con energía los de niñas. Luego os gustaron las compañeras de clase y luego deseásteis a las mujeres. En vosotros suelen estar las cosas más claras, porque la hiperandrogenia no engaña. El conflicto básico que vivisteis fue la contradicción entre lo que deseábais y lo que se suponía que debíais desear”

Pero puede haber personas, trans femeninas o trans masculinos, cuyos recuerdos con los juguetes sean distintos de los que pongo aquí. Si quieren hablar de ellos conmigo, aquí estoy.